LA INVENCIÓN DE LAS ANTIGÜEDADES

POR DANIEL FLORES BOJÓRQUEZ

…Si nosotros, 
carne 
Al que un íntimo sol brinda sangre, tendremos 
Un ocaso, ¿por qué no ellas? 
Somos cuentos contando cuentos, nada.

Fernando Pessoa, “Nada queda de nada. Nada somos”

La parte superior: La ficción de los objetos

Al principio sólo hay una habitación vacía con su propósito tácito y bien definido de ser habitada. Hay muchos muebles y objetos que la pueden poblar. Entre estos se encuentra un reloj antiquísimo con el que uno tenía que hacer matemáticas para descifrar la hora; mi abuelo le rendía un mantenimiento prolijo, y, a escondidas, le solía dar cuerda para que el tiempo siguiera su carrera desfasada. Pero, al morir mi abuelo, su hija dejó de darle cuerda y lo mismo el tiempo siguió su carrera, de otro modo, como todos, pero siguió. Entendí que aquel reloj, que hoy descansa en la habitación de mi abuelo, había cambiado. No puede ser ahora un reloj, sino la memoria de un padre y su peculiar manía por sentir el tiempo en los engranajes de su mano, de la memoria que le quedaba y lo fascinaba; y a un recuerdo no se le puede reducir a un mero reloj, o una habitación, que funciona como se supone que debe funcionar.  

También hay un cuadro que enmarca a tres gatitos blancos con fondo negro. Su lugar era la pared de una sala donde mi tía colgaba curiosidades y alabanzas. Cuando la visitaba pensaba que era el típico cuadro que se encuentra en la casa de las tías y que no hacía falta ser un iluminado ni un intelectual para entonces hacerme sonreír y aceptar, sin remilgos, la tacita de agua de papaya, porque los niños no deben tomar café, decía ella. Las cajas que dejó mi tía al morir se repartieron entre amigos y familiares. Yo recogí, por caridad y melancolía, a los tres felinos, con todo y su fondo negro, para aceptar las cosas que llegan, aunque en el fondo se hayan ido. 

Gradualmente, comprendí que esta habitación, más que llenarse de cosas, se iría llenando de mí y de mis manías persecutorias. Así, es imperativo suponer que hablar de las cosas es hablar de la memoria, de la memoria de las cosas, cuando no de la ficción constante que uno hace de sí mismo. Ficción, por otra parte, engañosa, no para uno mismo, pues uno sabe, Dios sabe cómo, quién ha sido todo este rato. En más de una ocasión he dicho al visitante que aquel cuadro lo compré en oferta y ya me transformo, ante sus ojos, en un maníaco de los gatos, en un futuro tío de los gatos. 

El cuadro, que en su estado me mira, trata de construirme. Proust había advertido que las cosas a nuestro alrededor deben su inmovilidad a la inmovilidad de nuestro pensamiento ante ellas, puesto que quien no conoce esta historia bien puede tener la certeza de que no es más que un cuadro (o un reloj), o una simple decoración o desvarío en la casa de un acumulador, aunque muy estrictamente sea sólo un cuadro. Soy yo el observador que ha demorado la reflexión y dejado la imagen de este pasearse por el mundo, mientras que el cuadro sólo está ahí, escondiendo su pasado para alcanzarme, porque la mente no puede ir en reversa sin tropiezos.  Pero Inger Christinsen lo ha dicho más eficazmente en dos versos: “Así está organizado el mundo ahora / falta la verdad”. 

La parte central: La disposición de las cosas

Hay ahora un cuadro, un colchón (sin su base) en la esquina posterior izquierda, un escritorio de vidrio en la esquina posterior derecha, una silla de oficina en medio, un librero con pocos libros junto a la puerta y polvo; sobre todo, hay polvo. El orden empieza por la preferencia, idealmente, por supuesto: la preferencia de uso, la preferencia del gusto personal. La preferencia de una cosa, o de una idea, sobre otra. Tal como ha dicho Borges respecto a los libros: ordenar una biblioteca es ya ejercer el arte de la crítica. Es decir, hay una predilección de unos libros sobre otros, una que ha sido forjada a la luz de lecturas y charlas, de medios digitales y otras influencias, pero ante todo de nuestro terrible y fascinante contacto con el mundo. 

El orden, nuevamente, sale de su escondite como el reflejo de uno mismo o como el capricho y el deleite de crearse a uno mismo a partir de lo externo. Y el tiempo, que pasa como un buitre, nos deja la resignada conformidad de la disposición categórica de la vida que para entonces volvemos a clasificar. Ante este pensamiento, el desorden se apresuraría a llamarnos dementes, enfermos mentales, o, de un modo más sutil, extravagantes.  Sea consciente o inconsciente, el desorden continuado, nos dice la lógica y el mismo Borges, sería en sí un orden: el Orden, el cual es, también, un modo de hablar, de sostener la memoria en las manos para ver sus aristas y las nuestras. Dejar en el escritorio esos libros y no otros, nace de ver continuamente lo que hemos sido y lo que estamos a punto de ser. No es sorpresa descubrir que George Perec, al contemplar los objetos en su mesa de trabajo, diga que quitarlos o dejarlos es asir la experiencia en el corazón de su emergencia. Finalmente, para él, pensar también es clasificar. 

Hoy, de un modo más subjetivo y social, la preferencia personal puede parecer carente de libertad, que todo cuanto adquirimos (o pensamos) ha sido determinado, influido, otra vez por la novedad y la velocidad del reloj digital en el que estamos inmersos, que no hay cabida en el mundo para el valor de lo antiguo, que uno deberá inventar las antigüedades y de dar un valor a lo poseído para no olvidarse. El ordenamiento de este mundo o bien sale de uno o bien sale de un conjunto; sea como fuere, el mundo también nos ordena, nos dispone en estantes y anaqueles. Más que la mente como un puzzle determinístico, más que la habitación como un rompecabezas, he tenido la impresión, en las presentes circunstancias, de que las cosas vienen como caen las piezas de una partida de Tetris: una sobre otra, con velocidad y sin paciencia. Por más que me apresuro a encontrarles un lugar, éstas acaban venciéndome. Lo mejor sería lijar las piezas del rompecabezas y pintar sobre ellas; lo mejor sería elegir las piezas de Tetris antes de que caigan y volver a empezar.

La parte inferior: “Los reyes no tocan las puertas”

Ahora ya hay una base, más libros, dos muebles con cajones, una mesita de noche, una lámpara de escritorio y muchos etcéteras con menos polvo. Afuera está la sala, que igualmente se fue llenando inmóvil y silenciosamente. Como no ha terminado la construcción de esta casa, las cosas siguen llegando, viejas y nuevas. Nuevas que a la postre serán viejas. Ahora puedo percibir que nosotros no tenemos cabida. Nos desplazamos a partir de lo que nos va expulsando del escenario. Me resulta posible que este espacio empobrecido, atestado de objetos, hable más de lo que somos y de lo que quizá no tendrá lugar después. De este modo pienso en Francis Ponge, poeta y ensayista francés, quien acierta en representar a las personas a partir de las interacciones objeto-persona. Un cigarro hace la atmósfera que a su vez hace al cenicero y a su vez al fumador. Un rey que bajo su condición se le abren las puertas, se le priva del contacto con la siguiente habitación que es un mundo: el poder lo alejó de aquel placer. En este escrito nos alejamos para acercarnos, de otro modo, a otro rey. 

Hoy que siento que las cosas pasaron a ordenar esta casa y que tanto mi madre como mi hermano estamos de más en una casa que no es nuestra, una profecía me produjo un vértigo de fantasía pesadillesca, que reduce cuanto he dicho arriba. Y es que en cierta ocasión mi madre pensó que unos cajones le bastarían para guardar su ropa, pero pronto la ropa comenzó a extenderse por la cama y el buró. Veo que elige un armario de tres piezas. Puedo ver la fecha de entrega a pocos días, la fecha en la que no saldré con tal de recibir al rey descuartizado. Se le otorgará una camioneta y tres hombres lo custodiarán, porque es indispensable que ninguna de sus partes, de ser posible, toque el suelo. Le abriré el portón de par en par y lo conducirán al patio central donde lo sujetarán con un lazo. Pasará volando sobre nosotros y podrá ver al fin sus nuevos dominios. Los otros muebles deberán abrirle camino y las puertas serán medidas meticulosamente para evitar roces. No todo podrá abrirle el paso en el reducido reino, así que el reino entero deberá cambiar. El refrigerador y su estirpe de electrodomésticos procurarán estar cerca de los enchufes. Algunos muebles y decoraciones deberán desplazarse a otros aposentos. El armario de tres piezas (superior, central e inferior), finalmente instalado, cumplirá su función, pero igual será cama de gatos, cajón de recuerdos, bodega secreta, trozos de madera pintada, recuerdo del olvido. Los súbditos nos moveremos en el laberinto ya cambiado, con la amenaza constante de otra necesidad o capricho que nos acabará expulsando del mundo. Hipérbole. Entonces pienso que las cosas sin nosotros han estado y siempre estarán muertas, pero nosotros, al menos hoy, todavía no. Nada. Por el momento me digo, como si me alarmara demasiado, que no habrá ya lugar para nosotros los dominados, pero el consuelo me llega de improviso en algún lugar de alguna lectura en donde todo ha venido igualmente a poblar la disposición continuada de mi pensamiento. Es ese el lugar donde puedo encontrar lo que he extraviado, lo fortuito y secreto. Sé que he olvidado, por ejemplo, un libro en un parque, una prenda en una habitación ajena, una idea en una carta que no volveré a leer, y entonces me pregunto si mi biblioteca interior, si mi memoria y mis deseos, tienen límites precisos como los de esta casa. Al fin y al cabo, somos la elección de nuestras palabras, la ficción de lo que está fuera de nosotros, lo que nos encierra y lo que tratamos de mirar detrás de estos cuatro muros.

Daniel Flores Bojórquez (Ciudad de México, 1999). Tiene 24 años y cursa la licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Le gusta leer. No suele escribir muy seguido. Se dedica a dar clases de inglés los fines de semana mientras termina la carrera. Le gusta salir a caminar y platicar con sus amigos.