Nada en las paredes
y sólo la humedad que va cayendo.
Aquí hace frío y está oscuro.
Wisława Szymborska
La humedad siempre ha sido una molestia para mí. No sólo por la alergia que me produce, sino también por el olor desagradable que desprende. Constantemente intento ventilar mi cuarto, pero basta una ligera lluvia para volver a impregnar de ese hedor todo lo que me rodea. Lo peor no es la humedad, sino lo que viene después: el hongo que cubre las paredes y ventanas. Leí en un manual para combatir el moho que éste se reproduce mediante esporas invisibles impregnadas sobre superficies mojadas. Resulta difícil combatir el hongo. Aquí, en este apartamento, hay humedad por todas partes.
Se dice que la clave para combatir el moho es el control de la humedad. Aunado al tema del agua, la humedad se vuelve constante, una insistencia permanente dentro del hogar. Es importante mantener secos los lugares y objetos que nos rodean ya que a través de estos se reproduce el hongo. Pienso en la rapidez con que se acumula el moho en las ventanas, paredes y puertas, siempre a la espera de una limpieza profunda que reduzca la humedad en las primeras veinticuatro a cuarenta y ocho horas. Difícilmente se puede alcanzar un tiempo exacto para prevenirlo, el verdor se impregna y una vez que te das cuenta ya sucumbió el espacio íntimo.
Como el moho acumulado en mi habitación, así entraste a mi vida. Comenzaste invadiendo la ventana con la sutileza del amante que arroja piedras a la ventana de su amada; risueña accedí a abrirte. Una vez adentro comenzó la tragedia. Ese verde insólito que caracteriza al hongo fue cubriendo la parte de mi cabecera, muy pronto ya era parte de mi cama. El baño, único sitio seguro, se fue tapizando de hendiduras verdosas con el pasar de nuestros días juntos. Así fuiste adquiriendo terreno, cuando me di cuenta el moho, como tú, ya era parte del cuarto que habitaba.
Fragmentar el espacio propio, dividir la anatomía de tu casa en diferentes puntos de encuentro con el otro no es más que una forma de ceder tu individualidad. Compartir la cotidianidad parece una forma de enfrentarse a la incertidumbre, se construye una rutina a partir de lo que ambos gozan, un saber estar en compañía del otro. Cuando vives en una habitación de cuatro paredes, difícilmente se logra una armonía entre los sujetos que la habitan, danzan alrededor de los muebles, cambian los objetos de lugar e intentan corregir los hábitos desagradables del otro. Difícilmente el espacio vuelve a ser propio, se convierte en una infección que invade las grietas de la intimidad.
Mi departamento era un sitio sobre el cual podía construir seguridad. Cuando vives sola, cada esquina de tu casa se convierte en un espacio digno de ser transitado. Jugueteas con las sábanas, la ropa desordenada parece ser una montaña de cansancio que dejas para ordenar al siguiente día. Las prendas apiladas en una esquina de la cama se vuelven parte del diseño de la habitación, no por la pereza que da ordenar, sino porque la disciplina exige mayor rendimiento mientras trabajas y estudias. Cuando te mudaste a mi departamento, el espacio comenzó a alterarse por una mano indiscreta, la cual me iba indicando la forma correcta de mantener un hogar intacto. Las papas no se pican así, las salchichas no se fríen de esa forma, el huevo tiene demasiada sal, decías. Confiando en tu título de gastronomía, creía que aquellas frases eran recomendaciones para mejorar en la cocina y no tu palabra imponiendo sabiduría.
Lo que en un principio parecía una dinámica divertida en la que dos personas que se aman comienzan a compartir sus días, posteriormente se convirtió en la invasión de mi privacidad. Cuando me di cuenta, los libros desordenados sobre el buró que acompañaban mis noches de insomnio cambiaron de sitio. En su lugar había recetarios de cocina, una pipa y un cinturón desgastado. Las cosas cambian de sitio cuando compartes tu espacio personal con alguien más, se vuelven más ajenas. Ahí estábamos nosotros, amantes sin experiencia, intentando sobrevivir a las paredes verdosas que nos asfixiaban. Mi casa agobiada por tu necesidad de tener todo en orden.
Sucede que cuando dos personas se sumergen en el sueño, la comodidad pasa a segundo plano. Nos obsesionamos con mantener contacto con el cuerpo ajeno mientras el nuestro intenta adaptarse al espacio que se nos designa en el colchón. Las sabanas se deslizan sobre la piel húmeda después del sexo, el dolor de cuello aumenta, no por estrés, sino por el abrazo acartonado de quien intenta cuidar el sueño del otro. La permanencia del cuerpo se rige a través de la posición que al otro le resulta cómoda. No me percaté de que, con el paso de los días, te ibas adhiriendo no sólo en mi cama, sino también en mis actividades cotidianas.
Leo en internet que, para eliminar el moho, es necesario mezclar una taza de lejía con agua. Estoy decidida a sacar todo el hongo que cubre las paredes blancas. No sé cuánto tiempo pueda llevarme combatirlo, pero quiero hacer las paces con la humedad, porque aquí, en este lugar, llueve muy seguido. Llueve por las noches, cuando me acuesto y recuerdo a la mujer que, temiendo el abandono, buscaba reafirmarse en el otro. Llueve cuando el eco de tu recuerdo me taladra en medio del llanto. Me gusta imaginar que la lejía también puede eliminar las marcas de tus manos. Por ahora, sólo queda sacar el hongo que tanta alergia me ha causado.
Alma Judith Calixto Casildo (Xalapa, 1999). Estudiante de la licenciatura en Lengua y Literatura Hispánicas. Gestionó la Primera Edición de Poesía en Casa, por Casa del Lago UV en colaboración con la Facultad de Letras Españolas de la Universidad Veracruzana. Actualmente se encuentra como becaria cursando un diplomado en NOX Escuela de escritura creativa.