La familia pensada como un sistema amplio invita a indagar en torno al núcleo de crianza que construye y que dota a los sujetos de herramientas para integrarse en una cultura. En las obras literarias, es posible analizar a los personajes y a sus familias bajo el entendido de que son representaciones de entidades posibles. Es el caso del artículo “Tríptico de la familia (Fernanda Melchor, Teresa Muñoz, Alaíde Ventura Medina)” de Alfredo Pavón (2024), en donde se abandona el lugar común de indagar sobre el padre y, en cambio, se revisan las relaciones consanguíneas a partir de aspectos como la maternidad o la crianza. Me parece que esta vía de análisis resulta en una forma de entender las dinámicas de caracterización de personaje (es decir, de construcción identitaria) al interior de algunas novelas cuya trama se mueve a partir de las relaciones familiares. En este sentido, la novela La bondad de Drusila Torres Zúñiga, publicada en 2023 por la Universidad Nacional Autónoma de México, resulta interesante porque sus elaboraciones en torno a la familia abandonan lo convencional y proponen una serie de alternativas que se resuelven en la más joven de los protagonistas.
Si se atiende a lo escrito por Elizabeth Roudinesco en La familia en desorden (2004), al menos desde la década de 1960 el modelo de la llamada “familia tradicional”, que ideológicamente había dominado en la sociedad de Occidente, dejó de tener validez. Luego de las guerras mundiales un número creciente de madres solteras tuvieron que responsabilizarse de sus hogares. El modelo hegemónico, idealización de una vida normalizada, perdió su legitimidad. A raíz de esto y de las luchas sociales de aquella década, los estudios sobre la familia, como los realizados por Talcott Parsons, tomaron en cuenta la importancia del núcleo de crianza como formador del individuo y, al mismo tiempo, pusieron en duda la validez del concepto de “familia tradicional”, formada por un padre, una madre y los hijos. Dicho cambio conceptual también encuentra un origen en la revisión llevada a cabo por Claude Levi-Strauss de los lazos familiares en diversas culturas. Así, se llegaron a conclusiones desestabilizadoras, como el hecho de que los grupos de crianza son universales, pero las prácticas en su interior (y su estructura) difieren culturalmente; o que las organizaciones familiares gestan las concepciones del mundo en los individuos. Roudinesco afirma que la aparición de la figura de mamá soltera posibilitó la existencia de otros núcleos analizados posteriormente por autores como Susan Golombok: las familias por adopción o las homoparentales. Basada en esta multiplicidad de relaciones, Golombok concluye que el adecuado desarrollo de un individuo no tiene que ver con las personas que componen su núcleo de crianza, sino con la calidad de esta. Es decir, no importa si la familia se compone de solo uno de los padres, de dos padres varones o de una abuela, lo relevante es la forma en que el niño vivencia ese espacio de desarrollo. De este modo, los diversos acercamientos desde la sociología permiten pensar también en las familias que aparecen en la literatura como representaciones de una realidad diversa.
La bondad propone un modelo dinámico de familia al mostrar un total de cinco generaciones cuyos encuentros y desencuentros van armando un árbol genealógico que, a pesar de su inmensidad, resulta en un análisis preciso de la situación de la mujer al interior de las estructuras consanguíneas. Se trata de una novela coral a la manera de La colmena, del infame Camilo José Cela, y que evoca los cambios de narrador en las obras de William Faulkner. La proliferación de voces hace en ocasiones que la trama sea difícil de seguir, aunque la no condescendencia con el lector también permite mirarla como un tríptico en el que se desarrolla la historia mítica de una línea de sangre. Se agradece al inicio un cuadro en donde se presentan a los personajes junto con sus apodos, de otra forma la novela perdería en nebulosidad lo que gana en amplitud temporal. Es difícil precisar el punto de arranque para los acontecimientos porque, como todo en la vida, las causas suelen ser las consecuencias de otras causas. Quizás el personaje central, o al menos en el que parece surgir un cambio significativo respecto al resto, sea Áurea Alejandra “la Chucky”, hija de Roxana “la Rox”, nieta de Carmelina Valles, bisnieta de Lorenza Mujica, la cual decide abandonar La bondad (colonia donde se desarrollan los hechos) en cuanto tiene la edad suficiente para emanciparse. Ávida lectora, observa a su familia desde una comprensión del mundo que parece encontrar en la empatía una respuesta a las generaciones de violencia y desapego que la preceden. Su escape no es cobardía, sino deseo de cambio, una sensibilidad particular que la provee de la motivación necesaria. Pero Alejandra es solo el final de una larga cadena de familias rotas y reconstituidas.
Ya su bisabuelo dejó a una primera esposa para escaparse a la ciudad con Lorenza. Juntos procrearon cuatro hijas, la primogénita será el segundo personaje con mayor presencia en la novela. Carmelina de nombre, se casa con Javier “Nene” Zurita, con quien tiene cuatro hijos y de quien se distancia bien pronto, aunque continúen viviendo en la misma casa. Si la familia del bisabuelo es la segunda después de un rompimiento, la de Carmelina se trata de una rota pero unida apenas por la costumbre o la conveniencia. Una de las hijas de Javier y Carmelina es Roxana “la Rox” quien se vuelve mamá soltera de Leo, de Kenia y de la Alejandra a la que me referí algunas líneas arriba. La familia en la que crece ésta última (sobre todo cuando su mamá termina en la cárcel) se construye entre Carmelina, Javier y el hermano de Javier que vive con ellos (“Tito”), por lo que sus figuras paternas se encuentran repartidas entre una trieja de personajes y su caracterización psicológica es resultado de diferentes rasgos no del todo emparentados con su madre biológica.
La novela resulta así en un compendio representacional de diversas familias que a modo de retablo se mueven ante el lector en un purgatorio irónico ya desde el nombre: La bondad. La marginación entendida como la vida de quienes se encuentran en la periferia es el hilo conductor que dota de movimiento a la historia: los personajes viven en un espacio sin privilegios, algunos terminan en la cárcel, otros en adicciones, o al extremo contrario de comerciar con droga, sin que haya una relación estable entre ellos. Mas no se trata de una narconovela, ni de una obra con estereotipos populares, la autora salva la caída en los espacios comunes a partir de dos estrategias: dotar de ambigüedad a sus personajes y utilizar un lenguaje que encuentra un equilibrio entre referencias cultas (“piramidal funesto”) y el español mexicano (“El pendejo este se paró, la Rox abrió la puerta, se treparon dos güeyes más”). Ambas estrategias ahondan en la posibilidad estética de tratar el tema de la disparidad evitando la franca pornomiseria en la que se suele incurrir.
Además de pensar en las representaciones familiares como núcleos de crianza y como perpetuadoras de comportamientos, a la manera de Roudinesco y Golombok, conviene también reflexionar en torno a su función como espacios donde la tensión entre lo público y lo privado se resuelve en dinámicas que reproducen el discurso dominante. Es decir, la falta de responsabilidad entre los varones de la novela, la proactividad de las mujeres, la violencia de las calles, la corrupción de la sociedad marginada son problemas que obligan una visión sobre la realidad y la señalan, sin brindar una respuesta definitiva. Áurea Alejandra, “la Chucky”, como aquella que decide negarse a participar de la dinámica familiar: lesbiana, lectora gracias a su abuelo, diferente a su familia, se convierte en una anomalía necesaria para el cambio. Solo ella y dos perros que cobran protagonismo en distintos momentos de la trama (El Morado y Goliardo, a mi parecer los capítulos mejor escritos) son capaces de vislumbrar la esperanza más allá de la bruma que genera su hogar y de descubrir en los lazos fraternales una vía para el reconocimiento de sí mismos.

Héctor Justino Hernández (Córdoba, 1993). Ha publicado los libros de cuentos Dimorfismo (2019), La isla que nos llama (2021), La máscara de Miguel (2021) y, en próximas fechas, Acaso un descubrimiento a mitad de la noche.