POR TANIA ROCHA
Las manecillas palpitan.
Son las cinco de la madrugada con treinta minutos. Suena la alarma. Martín abre los párpados con pereza, sus ojos claros revisan el reloj en su muñeca. Filamentos del tiempo nacen de su carátula, extendiéndose como venas debajo de su piel.
Se levanta, mete los pies en sus sandalias. Se talla la cara con las manos y tiende su cama. Alisa el edredón cuidando no dejar ninguna arruga y observa con detenimiento su habitación: El piso está limpio y las cortinas color terracota evitan el paso del sol, en el escritorio sólo hay un lapicero con dos plumas dentro y una libreta de contabilidad. Si lo piensa, lo que más le gusta son los seis pequeños cuadros colgados en la pared, alineados en descenso como una escalera.
Se lava los dientes tres veces, toma un vaso de agua con dos gotas de miel y mira el reloj, son las cinco y cuarenta. Abre uno de los cajones del chifonier y sonríe al ver la disposición de su ropa interior, tiene separados los calzoncillos de los calcetines, las prendas están organizadas por colores, de lo más nuevo a lo más viejo, de derecha a izquierda. Lo mismo en el armario con sus camisas, pantalones y corbatas. Prepara la ropa que se pondrá para el día, colocándola meticulosamente sobre su cama. Se toma cinco minutos en elegir un pantalón de vestir, una camisola lisa y una corbata a rayas que le regaló su exesposa.
Hace dos meses que ella se fue. Él, de los dientes para afuera, dice estar bien. Esther siempre se burlaba de él y sus manías, de los pequeños rituales que hacía para sentirse tranquilo: la manera de refregarse el cuerpo tres veces cuando se bañaba y cómo se revisaba insistentemente frente al espejo del baño luego de cambiarse, sin contar un sinfín de peculiaridades que acostumbraba hacer en el transcurso del día…
Los niños dejaban juguetes regados por el piso y esa manía era muy parecida a la de su madre, que dejaba tirados sus zapatos por todo el cuarto. Los niños le crispaban los nervios, hablaban cuando no debían, gritando y pataleando; incluso alguna vez chillaron tan alto que le reventaron un tímpano. A veces deseaba quedarse sordo o que sus hijos se quedaran mudos. Por ello, al salir del trabajo, aparcaba su Malibú color champaña en el estacionamiento de una iglesia y se quedaba ahí, veinte o treinta minutos disfrutando del silencio. Reclinaba el asiento, relajaba los hombros y se quedaba viendo por la ventana el avance intermitente del tráfico.
—Estoy mejor solo —repite al recordar que, después de la comida, tiene que ir a firmar los papeles de divorcio.
Hoy es lunes y eso le gusta: un buen día, inicio de semana. Se visualiza llegando temprano al trabajo, yendo directo al salón de juntas para reunirse con el consejo de la compañía y presentar su nuevo proyecto, aquel que le ha costado meses de trasnochar y de una minuciosa, casi obsesiva planeación. Da una ojeada a su colección de zapatos y escoge unos mocasines negros. Se desnuda, dobla su pijama y la deposita en el canasto de la ropa sucia antes de entrar al baño. Se para bajo la regadera y abre la llave, pero el agua no cae. Se talla la cara con frustración y se pone la bata de baño que tiene colgada en el perchero de la puerta. Sale al lavadero en la parte trasera y abre la llave solo para ver el delgado chorro de agua que se asoma titubeante. Agarra una cubeta, la enjuaga con cloro y espera a que se llene de agua. Podría intentar desayunar de una vez; pero no, así no es el orden de las cosas, primero el baño, luego el desayuno y el café. Incluso, si es necesario puede dejar el desayuno de lado, pero aquel líquido oscuro es una cuestión imprescindible. Es dependiente a la cafeína, de seis a ocho tazas diarias, y por eso sus dientes tienen una ligera capa amarillenta que se esfuerza por eliminar con blanqueamientos dentales mensuales.
Le comienza a zumbar el corazón y un sudor frío corona su frente mientras ve el segundero avanzar en redondel, formando un minuto y otro más a la vuelta. Ya son las seis.
Apenas se llena a la mitad, levanta la cubeta, toma un vaso de la cocina para echarse el agua encima y sale corriendo a la regadera. Se quita el reloj y lo coloca encima del mueble de las toallas. Se baña rápido, refregándose el cuerpo tres veces por si quedara alguna bacteria, pero entonces un poco de jabón líquido le entra en los ojos y grita. Hace una mueca y se talla con agua hasta que el ardor se va. Sale a trompicones, se seca el cuerpo oficioso, aplicado, se pone el reloj, corre a vestirse. Cree estar listo cuando nota que los ojales de los botones y los botones en su camisa no están sincronizados y que ya son las seis con veintiséis. Entra al trabajo a las siete y la distancia le consume treinta y siete minutos en una mañana de tráfico normal. Comienza a desesperarse, la cabeza le punza como si estuviera dentro de la carátula de su reloj y el minutero le persiguiera cual guardia con el segundero como látigo. Se pone a rechinar los dientes por la frustración y recuerda que no puede irse hasta verse impecable. Toma un respiro y reacomoda los botones en los ojales correctos.
Se observa en el espejo del baño, su bragueta está abierta, la cierra de un tirón y vuelve a revisarse de pies a cabeza; sus zapatos negros brillan de limpios, su aspecto es prolijo. Agarra la cubeta y el vaso que usó para bañarse, los enjuaga con cloro y los seca antes de ponerlos en su lugar. Sabe que todo esto es una pérdida de tiempo, pero no puede controlarse. Eso nunca lo entendió su exesposa, decía que era un ideático. A él le molestaba cómo de manera frecuente lo sacaba de su rutina preestablecida. Aun cuando él tenía pegado un itinerario de actividades en la pared de la cocina y a pesar de que se lo mandaba en versión electrónica, no se molestaba en leerlo y destruía sus planes con cualquier pretexto.
Una tarde llegó muy molesto a casa porque yendo a una cita con un posible cliente, una carrosa fúnebre le bloqueaba el paso. Apretó los puños y maldijo al difunto. Cuando se lo contó a Esther, en ese entonces su esposa, ésta se destornilló de risa y gritó:
—¡Si a ti hasta los muertos te molestan!
Todos se rieron, pero no era gracioso; no para él. Los músculos se le tensaban con cada cambio no planeado.
Mira su reloj, verifica cinco veces que las luces de su casa estén apagadas y sube al auto estacionado en el porche. Le lleva un par de segundos decidir si comprará un café en el Oxxo. Necesita su dosis matutina. No es el grano al que está acostumbrado y sabe que perderá más tiempo, pero no puede evitarlo. Arranca a la sucursal más cercana y baja a comprarse el café; se lo sirve rápido y avanza a la caja, hay una anciana torpe contando unas monedas.
—¡Chingada vieja! —masculla apretando el vaso caliente entre sus manos y lo deja en el mostrador bufando.
Ve su reloj, seis treinta y seis. La sangre le hierve, el cuello le duele y se siente agitado. Mira a la pequeña anciana y siente unas ganas tremendas de empujarla y reclamar su turno. Imagina cómo sería aventar su cuerpo debilucho. Visualiza su cabecita blanca y despeinada volando en cámara lenta, antes de caer contra al suelo, toda desmadejada. Intentando controlarse, jala su cabello en un tic nervioso. Piensa en comenzar a tomarse el café mientras ella hace lo suyo, pero no sería correcto; primero se paga, luego se bebe. La piel se le eriza al pensar en los miembros del consejo esperándolo. Se apresura a la salida dejando el café en el mostrador, cuando otra anciana se interpone, esta vez tratando de empujar la puerta para salir.
“¡Qué mujer tan odiosa!”
Le abre la puerta de un tirón, ella se mueve lento como un perro con la pata lastimada. El hombre ya a punto de un colapso neurótico agita las manos tras ella con los ojos inyectados de sangre, se desespera, la rebasa e ignora a la cajera, que le grita y hace ademanes por el café que se sirvió y dejó sin pagar. Sube al auto. Está por arrancar cuando la anciana abre la puerta de su propio auto, rayando la de Martín con un chirrido. La sangre se le sube a la cara, tiembla. Se golpea las sienes tres veces y después se desquita con el volante. Sale del auto y abre la puerta del copiloto tres veces, rayando el carro de la anciana. Ella sólo lo observa estupefacta, con la boca semiabierta y los ojos pelones. Martín gruñe y hace aspavientos hasta que de pronto reacciona:
—¡Ya no puedo perder más tiempo!
Entra al asiento del conductor y mira su reloj por el rabillo del ojo, como no queriendo saber: seis cuarenta y dos.
Sale hecho una furia del estacionamiento, se come las calles tras de sí. Cree que lo puede lograr, que puede llegar a las siete en punto a su trabajo si rebasa un poco el límite de velocidad; pero entonces, como si de un maleficio se tratara, un sonido peculiar se alza por todo lo alto. Sus posibilidades se nublan cuando entiende que es el silbato del tren el que aporrea sus oídos.
—¡Puta madre! –exclama en un grito exasperado.
El reloj late en su cabeza: “Así no debería ir el orden del día, el tren pasa los jueves y los viernes, no los lunes”. Da vuelta en la avenida, lo ve acercarse deslizándose sobre los rieles con una fila de vagones que se pierde hasta el fondo. Trata de respirar hondo, y recuerda que tiene una cajetilla de cigarros en la guantera, se supone que ya lo dejó, pero los nervios le ganan y jala el último cigarro de la caja, misma donde guarda su encendedor. Prende el cigarro, baja la ventanilla y suelta el humo al exterior. Fuma otro poco mientras maneja, cuando cae en un bache y el cigarro se le va entre los dedos a la camisa. Grita al sentir como traspasa la tela. Lo agarra rápido y lo lanza a la calle. Vuelve a gritar y sacude las manos. Los carros a su alrededor disminuyen la velocidad haciendo un alto para el paso del tren. Un payasito de peluca verde chillón surge de uno de los costados y comienza a hacer malabares con tres pequeñas pelotas rojas.
—¡Voy a llegar!¡Voy a llegar! —se dice, enloquecido.
Martín siente que el mundo se le viene encima y por impulso avanza a toda velocidad rumbo a la vía. El payasito salta contra el cofre de otro auto para evitar el impacto y las pelotas que ha dejado a mitad del acto rebotan en el parabrisas de Martín hacia la calle.
Con el pedal hasta el fondo va sacándole sangre a las llantas. La cara del tren se asoma a su costado; el ruido del silbato es ensordecedor: Está a unos metros de ser aplastado. Consigue sacar la mayor parte del auto al otro lado de la vía cuando el tren lo golpea por la cola arrojándolo contra un poste de luz. El carro maltrecho tiene la defensa y el cofre maltratados y una humareda brota de su interior.
Martín ya no escucha el reloj en su cabeza.
Tania Rocha (Caborca, Sonora, 1992). Autora de la novela Ámbar ¿Morir por ser perfecta?, publicada en el 2018 por el Programa Editorial Sonora, y coautora del cuentario de Nueva Narrativa Caborquense. También es ganadora del 3er lugar en el Concurso Estatal de Cuento de la Segunda Feria Internacional del Libro del Desierto Caborca 2020 y 3er lugar en el Primer Concurso Estatal de Crónica Joven Roberto Bolaño en 2019.