LA PIERNA DE SANTA ANNA

POR JORGE DE LA VEGA

“Es santa sin ser mujer,
es rey sin el cetro real;
 es hombre mas no cabal
 y sultán al parecer.
Que vive debemos creer,
parte en el sepulcro está...
 ¿Si será esto de la tierra
 o qué demonios será?”

Mi abuelito estuvo ahí el día que una gran caravana pasó por la ciudad de México. Me contó que por las calles comenzaron a pavonearse soldados en sus monturas, y una gran marcha militar con tambores y trompetas anunciaba el paso del desfile. Mi papá aún era joven entonces, pero había sido enviado a vivir con el hermano de mi abuela en el norte para ayudarlo con su parcela. Allí conoció a mi mamá, y desde allá se la trajo acá –ya en cinta– para tenerme a mí. Pero de eso no va esta historia. En fin, mi abuelo salió de la casa al escuchar tal estruendo pasar cerca del barrio. Atravesó, junto con muchos otros curiosos, las callejuelas que llevaban hasta la avenida principal, y flacucho cual fue hasta el día cuando lo llamó Nuestro Señor, logró escurrirse a un lugar en primera fila para el espectáculo.

–Un ridículo espectáculo –me dijo años más tarde. Lo que el pueblo creía en un principio era un glorioso despliegue de la fuerza militar de Santa Anna, resultó ser una burla. Aquello que venía en el palanquín, cargado con gran solemnidad por una columna de soldados, no era sino la pierna amputada de Su Alteza Serenísima, esa que perdió a pastelazos contra los franchutes. Era algo perturbador, pensaba mi abuelo, que el miembro de un solo hombre –y ni siquiera el que importaba, rezaba el chascarrillo común– fuera merecedor de tales honores mientras cientos de caídos sin nombre terminaban en la fosa común. Marchaban hacia Santa Paula, donde fue enterrada como si fuera un héroe de inmenso valor y orgullo para el país. Había de todo en el entierro: políticos, militares, gente ilustre de sociedad… y un pueblo estupefacto por la rareza de la función. 

La presidencia –la octava, por cierto– de Santa Anna terminó poco después, y el pueblo aprovechó para desquitarse del Quinceuñas y sus monsergas. Mi abuelo lo llamó causalidad, mi padre casualidad, y yo no me atrevo a etiquetarlo, pero el hecho es que el 6 de diciembre de 1839, un año y un día después de perderla, la pierna fue desenterrada por una turba enardecida, y fue arrastrada por las calles de la ciudad en una humillante parodia del heroico desfile que la trajo de vuelta desde Veracruz. Ahí quedó la controversia… pero ahí comenzó también la leyenda de la pierna de Santa Anna.

Semanas más tarde, según mi abuelo, comenzaron a circular rumores de una maldición sobre quienes participaron en la trastada luego que Don Ramón Huerta, quien se jactó de haber usado la pierna para bajar su sombrero de la rama de un árbol, fuera atropellado por un caballo desbocado. El impacto le torció una pierna en tal ángulo inhumano que apenas y se mantuvo colgada del cuerpo, y tuvo que ser amputada de inmediato. Y sí, adivinaron: la misma que había perdido Santa Anna.

Tiempo después ocurrió que en la forja, Isidro, el joven hijo del herrero Francisco, sufrió un accidente donde derramó un crisol de piedra lleno de acero fundido –fuego líquido, poca cosa– directamente sobre su pierna; penetró hasta el hueso y se la arrancó limpia en una marejada de dolor vomitivo, dejándolo con un pavor al fuego tal que Francisco hizo una colecta para mandarlo de achichincle con su compadre, un talabartero de Orizaba.

Otro accidente –aunque la gente dejó de creer en accidentes después del mismo– tuvo lugar en casa de Don Felipe Paniagua mientras limpiaba, con metódico detalle, una pistola presuntamente usada por su suegro durante la independencia. Colocó el cañón sobre su rodilla para limpiar la culata y el gatillo, y por accidente la disparó. Al parecer no se percató que estaba cargada, pero él juraba y perjuraba en nombre de la Virgen y el Espíritu Santo no haberla usado en años. La bala le hizo trizas la rodilla, y otra pierna más fue a parar bajo el serrucho.

A éste grupo se les comenzó a llamar los Cojos de Santa Anna. A ellos se les unió una decena más, todos ellos en circunstancias insólitas, y todos admitieron –o clamaron, al menos– haber sido parte de la turba que exhumó la pierna del eterno ex-presidente. 

Pero a todo esto, ¿qué pasó con la pierna?

El sereno de los alrededores del cementerio de Santa Paula le contó al cantinero, quien a su vez le contó a mi abuelo, quien me lo contó en turno a mí, que una noche escuchó menudos pasos tras los suyos. Trancos irregulares, como los de un cojo: azota la suela de una bota, enseguida una pausa, y otra bota. Cada vez más rápido, hasta dejar al sereno convencido de que alguien venía a por él; echó a correr entonces y se refugió en la cantina, donde compartió su historia y algunos pulques para curarse el espanto.

Es algo curioso, pienso yo; en las historias de fantasmas nos pueden hablar de un espectro que perdió una extremidad, pero nunca nos hablan de una extremidad que perdió a su espectro. Quizá es mentira, quizá verdad, quizá una mezcla de las dos, pero aquella pierna, la cual no ha sido encontrada aún hoy 29 de abril de 1876, en realidad sí se volvió una noción completamente separada –si bien nunca tan infame– como aquel a quien perteneció: el primero de los Cojos de Santa Anna.

PERFIL IRRADIACIÓN

Jorge de la Vega (CDMX, 1987). Escritor, traductor, bloguero y co-conductor del programa en línea de difusión literaria Crónicas D&D. Ha participado como conferencista y tallerista en numerosos foros y eventos culturales nacionales e internacionales. Es aficionado a la lectura, los videojuegos, el rock clásico y la ficción imaginativa en general.