LA CASA, EL MUNDO Y EL DESIERTO | POR BARBARELLA D’ACEVEDO

I. La cena

Y era esta vez la abundancia de la mesa bien dispuesta. Los dos manteles de lino, de distintos tonos de blanco, uno apenas más oscuro que el otro, aunque bastante claros, cubrían el mueble sobre el cual se hallaba la vajilla de sofisticada porcelana de Meissen, platos con ribete de verdadero oro junto a copas y vasos de fino cristal Baccarat y rocambolescos cubiertos de plata con las iniciales, “A” y “S” en su parte superior, todo en contraste con el estilo austero a su alrededor, propio del mobiliario de caoba, de renacimiento español, parte también del patrimonio familiar, revelador de glorias pasadas. 

—El remordimiento español —ironizaban a coro Athys y Séptimo, a la par que hacían un énfasis especial, casi de burla, en la palabra remordimiento

Y Cloe, su invitada de honor, sonreía pasmada, sin apenas comprender el chiste, en total asombro ante la desenvoltura de aquellos dos, mujer y hombre, que podrían tenerse por gemelos de tan similares en el físico a quienes apenas si acababa de conocer. Sus anfitriones, tan jóvenes como ella misma, situaban por todas partes cucharones y fuentes, diminutos tenedorcillos de cóctel y copas de disímiles tamaños, para bebidas por imaginar, porque no debían ni existir sobre la faz de la tierra. 

Transcurrían las horas en que caía la tarde, y una luz entre rojiza y violácea se filtraba con disimulos por las persianas cerradas de altísimos ventanales.

Cloe miraba a su alrededor con ojos muy abiertos, casi de susto por tanta novedad, por tanto cambiar su mundo en apenas unas horas, ojos enormes en rostro que resultaba casi de niña. Y preguntaba maravillada:

—¿Qué son? ¿Para qué sirven? —al señalar los diversos objetos.

—Platos fruteros, y van coronados por granadas de plata. ¿Acaso no lo veis? —se reía un poco Séptimo, investido por su hermana, Amo y Señor de su Casa y Mesón.

Pero era mentira, no había ninguna fruta en aquellos, ni granada, ni otra cualquiera, así como tampoco en las fuentes, o los platos, o en los restantes recipientes.

—Aún —aclaraba Athys—. Porque cierto alimento se cuece en esos hornos, allá en el fuego de la cocina, a fuego lento o baño de María. Aunque debéis disculparnos. No estábamos dispuestos para recibir visitas a estas horas; falta de hábito. Y mi hermano, antes de nuestra llegada, despidió ya a la servidumbre toda. 

Y Séptimo reía ante tantas poses, y anotaba: 

—No es falsedad suya, sino imaginación de las buenas.

Y Athys seguía sin interrumpir su discurso:

—De ahí la demora en los preparativos y agasajos, señora nuestra, bien amada. Pero bien podéis usar ya nuestro muy bello aguamanil. ¿O no os enseñaron en vuestro hogar que se han de lavar siempre las manos antes de comer?

Y mientras esto decía, Séptimo casi obligaba a Cloe a minucioso lavatorio. El agua que él escanciaba del jarro caía en la vasija donde extraños peces labrados parecían nadar en éxtasis. Cloe, absorta, admiraba estos fenómenos en el intento de capturar la magnitud de cuanto ahora vivía, entenderlos al menos con la mente, ya que su cuerpo se hacía torpe al convivir con tanta elegancia de épocas distantes. El agua se derramaba de sus manos al piso, y ella, apenada como estaba, no podía impedirlo.

—He de cambiarme para luego poder acompañarla en nuestra cena, señora mía, que no ha de ser la última sino más bien la primera de muchas por venir. La dejo unos segundos en compañía de mi galante hermano. No corre usted peligro junto a él, puedo garantizarlo, aunque se esmere en pretender lo contrario. Al final viene a resultar siempre más rollo que película, como se suele decir al día de hoy. Disculpadme la expresión si podéis.

Y al decir esto se alejó por el profundo corredor, poblado de enormes cuadros, desde los cuales los observaban rostros impávidos, sombríos, que en buena medida tenían rasgos comunes con los hermanos, uno la nariz de Athys, este el pequeño lunar al borde de un ojo de Séptimo y su boca glotona, o el cuello muy largo.

Cloe fue invitada a sentarse en una humilde comadrita, que atentaba contra la coherencia del moblaje, al ser de estilo distinto, y desplazó al gato amarillo al que llamaban Asrael. Séptimo fingió ocuparse en mil pequeños detalles pero no hablaba con ella.

Al poco reapareció Athys en un traje con miriñaque y grandes mangas en globo, que debía haber sido de su abuela o bisabuela, o de la tía tatarabuela de ambas, pues parecía quedarle muy grande. Era negro o de azul muy oscuro, de una tela desconocida en estos tiempos, que brillaba en suave tornasol al fulgor de las velas encendidas por Séptimo en cada rincón, en lo que parecía un gasto innecesario, gesto de despilfarro. El traje contrastaba con todo, con el discreto vestido de formas rectas de Cloe, con el pulóver y el jean que llevaba el hermano, e incluso con la casa que se antojaba pequeña ante galas semejantes. Pero en especial entablaba una lucha silenciosa con el propio rostro de aquella que lo portaba, o más bien, soportaba; rostro fino, pálido, de ojeras pronunciadas, en el marco de un peinado que amenazaba, en lo poco apretado del moño, con comenzar a deshacerse de un momento a otro. Desentonaba el traje también con el calor extremo, y el sudor brindaba al rostro de Athys una pátina que parecía de cera.

—Ven, querida y usa tu imaginación, que no hay mejor modo de comer con el acecho del eterno apagón —dijo Athys y le tendió el brazo a Cloe para dirigirla hacia la mesa.

—El eterno apagón, es un eufemismo para señalar que nos cortaron la luz por falta de pago —le susurró Séptimo al sujetarla por el lado contrario—. En verdad un motivo imperdonable, si tenemos en cuenta que el dinero no falta en esta casa. La misión en que se encuentran nuestros padres da para eso y más, pero no lo debes contar por ahí. Es un secreto.

Y expresó misión en el mismo tono que antes empleara para decir remordimiento.

—Siete. Siete querido —terció Athys—. Existen cuestiones que no se deberían ni mencionar, lo sabemos.

—¿Siete? —interrogó Cloe, pues el joven le había sido presentado rato antes como Séptimo.

—La muchacha es de confianza, ¿cierto? Si no ¿para qué la has traído a nuestra casa? ¿Cómo osas interrumpir la paz de nuestras vidas y agrestes corazones, con la irrupción de una desconocida, supongo que procedente del medio de la calle, como los gatos que nos sueles traer? —Prosiguió Séptimo por lo bajo sin prestar atención a la pregunta de Cloe ni cuidarse tampoco de que ella pudiese escucharlo. 

Cloe disimulaba apenas su asombro ante tales expresiones y por un momento pensó que sí, acaso era mejor que regresara a su camino, ya fuera este la calle, o cualquier sitio. En definitiva, sus nuevos amigos, se le hacían extraños en grado sumo, diferentes y ante ellos se sentía confundida, pequeña. Y a lo mejor habría pretendido escapar si ellos no hubieran permanecido sujetándola, como si fuesen a tirar de ella, por uno y otro lado.

—Si es de confianza o no, ya lo sabremos. Tiempo al tiempo —le espetó Athys a Séptimo. A la par le señaló a Cloe su asiento a la mesa:

—Sí, querida. Su segundo nombre es Séptimo, porque es el Séptimo de los Horacio, en una dinastía que no gasta pensamientos o energía en renovar su onomástica. Pero en honor del muy ilustre choteo nacional, celebrado con excesos por sapientísimos eruditos, como Mañach y Ortiz, yo le suelo llamar Siete, y es este un número que en nuestra charada, herencia de la china se asocia a una parte impúdica del cuerpo, quién sabe si la más impúdica de todas, el culo, y cuánto con él tiene que ver: mierda, excrecencias, excrementos. 

—Mi hermana es muy lingüista como ya habrás visto. Tiene don de lenguas. Las hadas la dotaron con él desde su nacimiento —replicó Séptimo sin darse por enterado de ofensa alguna. Solo dejó sobresalir la lengua de su boca un instante y la agitó con rapidez en el aire, en un gesto de evocación hasta cierto punto sexual. Luego añadió:

—No en balde estudia Letras en la célebre facultad habanera.

—No debéis ocuparos de aspectos tan faltos de gracia, como ese del Siete. Y sí del arte, que resulta lo principal. La literatura. Y como una expresión de esta, la capacidad de evocar imágenes solo con la palabra, incluso a través de la expresión oral, la forma más antigua y primigenia que usaban los pueblos para recordar sus historias…

—¡O inventarlas! —Exclamó Séptimo—. Y la pintura, fue la primera forma que encontraron de escritura.

—Y así tienes por fin aquí, frente a tus ojos, un banquete delicioso, verbal y proverbial. Si de exotismos se trata, tenemos entremés de alas de pollo, uvas, pato laqueado a la pequinesa. ¿Puedes verlos, olerlos, degustarlos? Solo si empleas los sentidos del alma; los ojos del alma, la nariz y la boca, del alma. Y si es cuestión de un menú nacional, se requiere moros y cristianos, lechón asado, ensalada de estación, tomates en lecho de col, lechuga y rábanos, yuca con mojo y chicharrones.

—Platanitos machos maduros y fritos —la interrumpió Séptimo.

—Por supuesto. Y tostones también para quienes prefieren algo saladito. Vino tinto para acompañar. Luego le llegará el turno a la repostería: mermelada de guayaba con su lasca de queso amarillo; invento criollo que nos criticarían los franceses, pero no nos importa. Coco rallado con queso también. Pero esta vez se trata de quesito crema. Y buñuelos en almíbar…

Cloe por fin se echó a reír pues en la orgía culinaria convocada verbalmente, consiguió entender que los hermanos jugaban entre sí, y también con ella. No con el fin de perturbarla, sino más bien de involucrarla de a poco en sus costumbres y modos de ser, en un afán de enseñarla a echar andar a la imaginación, conjurar tiempos austeros con fórmulas y expresiones que ahora parecían casi mágicas y que, si bien era cierto, no alcanzaban para llenar el vacío del estómago que sentía, la inducían a una ensoñación de platos que alborozaban los sentidos, que traía aletargados del mundo y la transportaban a un sentir, casi paradisíaco.

—Calla —interrumpió Séptimo—. ¿No ves que tiene las tripas pegadas al espinazo? En un momento próximo se nos desmaya sin remedio. Tiene hambre vieja, como la mayoría. Hasta yo, incluso. Dejemos mejor la iniciación en estos sagrados misterios dionisíacos para un día menos aciago…

—Quizá tengas razón y sea hora propicia para el plato fuerte principal, el de verdad.

—¿El de verdad? —repitió Cloe dubitativa.

—Sí ¿cómo no?, espaguettis a la putanesa. No porque remeden la vieja receta italiana, sino porque están hechos por Athys mi hermana, y gran puta-necia de los alrededores. Con salsa de tomate que venden por ahí, a base de bija para dar color, yuca como espesante y de sabor nada… Pero están buenos. En particular si se tiene hambre. Y hambre es la que se sobra.

—Oh, hermano mío, no descuidéis vuestro lenguaje al sentaros a la mesa, solo porque la fuente sea ahora una rústica cazuela —dijo Athys, y mientras hizo espacio entre cubiertos y porcelanas, depositó al centro la olla procedente de la cocina, donde humeaba ya la pasta en salsa espesa—. Y de bebida tenemos hidromiel, para no marchitar los buenos hábitos.

—Agua con miel —enfatizó Séptimo, y añadió:

—Come, gatica, come. No tengas pena.

—Come, Cloe. A mangiare la pasta.

II. Dormir y soñar

En el cuarto de la cama vetusta y con dosel, Cloe fue acunada como un recién nacido en un abrazo, por Athys y Séptimo, entre la suave penumbra amarillenta que exhalaban dos candelabros de bronce, los cuales sostenían a su vez, diez velas cada uno, en sofocante y ardoroso baño de cera y humo. Sonaba en el gramófono el Arabesque. La melodía envuelta en el sonido chisporroteante del aparato parecía llegar de un tiempo pretérito, una época que la invitada desconocía. 

—¿De quién se trata? —Preguntaba Cloe.

Y Séptimo le respondía con tono arrogante:

—De Lecuona, por supuesto, un músico como ya no se fabrican. Aunque ciertas personas pretendan que sí existe la fórmula para crear virtuosos como él.

Y Athys, sin atender a sus provocaciones, y en la pretensión de que Cloe se durmiera, explicaba con voz queda:

—Esta cama es de la bisabuela. Pero a ella, niña, no deberás temerle. Es un fantasma amable, que solo muy de vez en vez se entretiene en halarle los dedos de los pies a los intrusos. Nada para preocuparse. Ahora duerme tranquila. La abuela, como tú, aunque a su modo, era también una artista. 

—Una artista de los placeres mundanos —susurró Séptimo, como para sí.

Y Cloe entrecerró los ojos, abatida acaso por el cansancio. Tal vez en el deseo de satisfacer a su anfitriona, complacerla, al dejarse guiar por el que era su designio. O a lo mejor también, a causa de que cuanto la rodeaba ahora le producía no poco espanto. En especial aquel cuarto señorial, como no había visto antes, con sus muebles que parecían crecer, alargarse en sombras profundas, hacia un techo imposible de llegarse a vislumbrar. Desde las esquinas del escaparate sonreían cuatro gárgolas a punto de lanzarse a volar, mientras el baúl se mantenía en un rincón, y lo cerraban tres candados enormes, procedentes en su herrumbre de algún naufragio de décadas anteriores. De seguro ocultaba ajuares y enseres de una época remota, quizá incluso algún cuerpo blanco y joven, embalsamado entre pétalos marchitos, junto a juguetes de amor y artefactos para convocar el deseo y era probablemente una caja de Pandora, según susurraba Séptimo al describir los secretos de la estancia, una caja de Pandora que se hacía preciso mantener hermética, pues resultaba imposible vislumbrar lo que podía alcanzar a contener; los placeres de la carne versus los males del mundo. 

Y la cama, más que cama era altar, ara donde debía sacrificarse, de ser posible, una virgen. La cama estaba cubierta por sábanas de seda oscura, de color indefinible, tenía cuatro columnas, y velos transparentes llenos de polvo, velos listos para que sus nudos se zafaran y tal lecho se convirtiera en una suerte de isla, en medio del mar. Isla o altar. Suerte para Cloe, que no era virgen, ni sufría alergia al polvo, y de ser preciso sabía incluso cómo nadar. Pero aun así, la casa, el cuarto, resultaban muy extraños, incómodos. 

Mejor cerrar los ojos y no ver. Aunque sí oír, lo que ahora decían los hermanos, tratar de enterarse de cuanto ocurría, como si fuera un feto, una criatura en el vientre de su madre, escuchar, apreciar en la piel, con los sentidos alerta, a excepción de la vista. Y oler, aunque el hedor de naftalina y vejez se hiciera casi insoportable.

—Y ahora me contarás por fin, hermana mía, cómo y dónde la habéis conocido. Quién es y que de asombroso tiene para que la hayas traído a nuestro ilustre hogar fuera del tiempo y al margen del mundo.

—Calma, Siete, hermano querido. Esperemos a que se duerma en verdad.

—No me calmaré. Y ambos sabemos que no va a dormirse. Pero tampoco importa. Si nos interesara no llamarle la atención a ella o a los demás, a estas alturas del tiempo y de la historia, en los años finales y casi últimos pataleteos de este siglo, en una Habana lánguida e informe, pretenderíamos ser lo que se dice normales, la vida entera y no de forma intermitente, discontinua. Mejor si escucha, así cuando decida quedarse lo hará a razón de su conocimiento. 

—Tal vez tengas razón, como suele suceder tan a menudo, hermano mío —replicó Athys, y Cloe percibió que la voz de aquella se hacía dulce, era casi una caricia dirigida a Séptimo a quien hasta ahora, frente a ella, se mostrara hostil. 

—Ella es el arte, Séptimo, lo que yo quiero ser y no puedo. Podría, si estuviera dispuesta a fingir. Con poco esfuerzo acaso conseguiría escribir, aplicar a cabalidad una fórmula aprehendida en libros. Y resultaría probable que lograra hasta convencer a algunos y triunfar, como muchos anhelan. Y sin embargo a ti… A ti no te podría engañar. Y los dos somos lo mismo Séptimo, hermano mío, tú y Athys son un mismo ser. Así que ni yo misma iba a conseguir convencerme de mi farsa.

Cloe percibió un sollozo y hubo un estremecimiento en el anciano colchón junto a ella, un cuerpo que debió ser el de Athys. Y aunque sintió que un muelle se le clavaba con crueldad en un rincón de las costillas, no quiso moverse ni un poco, para no interrumpir las fraternas confesiones que ahora apetecía escuchar tanto.

—Lo mismo somos. Y a la vez tan diferentes. Como si la naturaleza hubiera pretendido al crearnos lograr una compensación de cierto tipo. Un equilibrio. Porque tú también eres el arte, como ella. Y yo, en el mejor de los casos, solo la voz que lo juzga y examina. 

Se escuchó una especie de chasquido de dientes que venía a ser expresión de inconformidad o descontento.

Y luego la voz de Athys se distrajo en narrar en frases entrecortadas:

—Su madre, que más que madre, es erinia, harpía, o súcubo, la expulsó de su casa. 

—Como una de esas mascotas tuyas. Abandonadas en la calle.

—Al parecer suspendió varios exámenes allá donde estudiaba. No por falta de inteligencia, creo yo y sí de guía, mecenazgo. Se quedó dormida en una de las rutas del transporte público, al que me veo obligada cada día y allí la descubrí. Conoces mi curiosidad, hermanito. Había junto a ella en un asiento un cuaderno entreabierto y hube de leerlo. Siempre tengo que leer los carteles en la calle, los prospectos de los medicamentos, los titulares de los periódicos y las revistas. Había notas simples, ni siquiera una historia. Pero ella es la literatura, aunque en estado puro e incipiente, si no se cuida bien, se puede malograr todavía.

—Y no crees que bajo tu atención se puede malograr aún más. Hay cosas que si se tocan se joden —acotó Séptimo, e hizo una pausa—. Pero confío en ti. Solo nos queda eso. Y al final tienes razón al decir que somos uno solo. En el fondo, porque en la superficie resultamos bien distintos, gracias a Dios. Eres feísima, hermana mía.

Y hubo entonces ruidos que parecían proceder de distintos rincones del cuarto. Era imposible que fueran solo las risas de Athys y Séptimo, expresión de contento emitida por ellos dos, pensó Cloe y sintió un deseo irreprimible e irrefrenable de dejar de fingir que estaba dormida. Y reír también, reír mucho, de tal chiste sobre la fealdad de Athys que si bien no resultaba tan gracioso venía perfecto como pretexto para expresar nuevas alegrías. 

Abrió los ojos y vio a los muchos gatos de que Athys era dueña y supo luego que eran treinta y tres. Estaban por todos lados, subidos a la cama, junto a ella y los hermanos, asomaban sus cabezas desde la altura del dosel, arañaban las puertas del escaparate, orinaban los machos, con sus bufidos de celo las esquinas del baúl, y maullaban al unísono de manera que parecían reír, sí, en absurdo desenfreno o aquelarre felino.

—No finjas dormir más, querida nuestra. Ya va llegando la hora de que tengas un despertar real —gritaron los hermanos a la par, entre los maullidos gatunos, como si se hubieran puesto de acuerdo.

Un mazo de llave apareció desde algún sitio para abrir los tres candados del baúl, y los gatos fueron expulsados de los alrededores de este. Athys extrajo del mueble una suerte de toga púrpura y cardenalicia.

—Este es el hábito del tío abuelo cura de oficio, el hermano de quien fuera la dueña del baúl, y de este cuarto, nuestra abuela. Ella lo guardaba con afecto entre acuarelas y una pequeña caja de rapé, regalo de cierto amante de procedencia francesa.

—¡Ay, hermanita, como me gusta lo francés! ¡Todo lo francés es gozable! —murmuró Séptimo.

—Y a mí también cariño… Todo lo gozable es francés. Pero ahora a lo que importa. Vamos a lo concreto. No se interrumpa el flujo del relato.

—La abuela y el cura eran como Athys y Séptimo. Tenían iguales iniciales que ellos, Sofía y Alberto, se llamaban—aclaró aquel aunque de manera impersonal, como si el Séptimo que mencionaba fuera alguien más y no él mismo—. Aunque a la inversa. Ella era la artista y el fungía, más bien, como crítico de arte, por eso quiso ser inquisidor y así fue que acabó por convertirse en sacerdote.

—Pero es traje venerable y cuando el Siete se vista de tal guisa, se encontrará también en santificación purísima.

—Sin pecado concebida.

—Amén. Y podrá dirigir nuestro ritual —anunció Athys y los gatos maullaron de nuevo.

Cloe también rio, contagiada de la alegría extraña que no alcanzaba a comprender. Athys vistió a Séptimo que permanecía de rodillas en actitud sagrada a la derecha de la cama.

—La lengua es una fiesta, Cloe —dijo Séptimo con voz solemne y cantilena de cura. 

—La lingua —gritó la Athys-bacante, en su traje con miriñaque, que parecía ya jaula amorfa en la cual su cuerpo se debatía en el intento de iniciar un escape.

—La lengua. Ya sea la materna o la paterna. Poco importa. Y las palabras. La literatura es capaz también de producir una imagen, origen del mundo. El verbo se hace carne. Y lo que escribas hoy Dios o el Diablo, te lo habrán dictado en el oído a veces ambos. Una entidad del más allá. De la luz o las tinieblas.

—¿El diablo? —Interrogó Cloe al aire y las sábanas alrededor suyo parecieron agitarse. Séptimo tembló, como si estuviera por caer en una suerte de trance. Athys se agolpó junto a él, en un intento por contener los brazos de su hermano que se estremecían en el que era ya cruento ataque.

Y Cloe, asustada, se sujetó apenas de una de las columnas que sostenían el dosel en esquina opuesta a esa donde Séptimo-Siete-cura-artista-hombre, se agitaba.

—Es la epilepsia, la enfermedad sagrada de elegidos y videntes —le gritó Athys a modo de explicación.,

Y Cloe se preguntó si esto era real, o falso, si debía creerles, o tan solo consistía en un invento de los hermanos para impresionarla. 

—De improviso se manifiesta, si bien pensábamos que ya iba a desaparecer para siempre. Ayúdame Cloe, sujeta su cabeza, para que no se la golpee, mientras le aguanto la lengua a fin de impedir que se le vaya hacia atrás, sin remedio. ¡La lengua, siempre la lengua!

Y Cloe debió acercarse para ayudar. Fue entonces que sus manos apreciaron la suavidad de los cabellos de Séptimo, cabellos oscuros y de rizos suaves. Pudo ver de cerca el rostro agitarse en el sofoco de la crisis, pálido como el de Athys, pero más hermoso que el de ella. Y sintió cierto temor cuando la otra muchacha se debatió por sujetar la lengua de aquel que más que lengua parecía ahora un pequeño animalillo grisoso, un pececito ahogándose por estar fuera del agua, trémolo en su angustia.

Poco a poco el ataque cesó, y fue Athys quien se dejó caer en la cama, vencida, en expresión de total agotamiento.

El cuerpo bajo la túnica cesó de agitarse, pero Cloe no dejó de sujetar la cabeza adjunta a este, de acariciarla casi por inercia. Hasta que Séptimo la rechazó y agitó sus manos, en un intento por erguirse.

El joven bajó de la cama despacio y consiguió mantenerse de pie apenas un momento, aunque Cloe no dejaba de sospechar que quizás se desplomaría de un momento a otro en el piso de baldosas frías y grandes de piedra. Pero no fue eso lo que ocurrió, a fin de cuentas, sino un evento distinto que ya no sorprendió a Cloe en demasía. 

Séptimo, con los brazos extendidos hacia ambos lados, como un crucificado, la cabeza ladeada, caída en dirección al pecho se elevó a unos centímetros del suelo. Levitó en el aire, por alrededor de un minuto.

—Le ocurre siempre después de cada ataque —susurró Athys— al tiempo que sostenía a Asrael contra su pecho. El gato ronroneó, al contacto de aquella, tranquilo y en éxtasis. 

III. Jugar al escondite

—¿Que cómo es Cloe?

—Más bajita que Athys, y más gorda que Séptimo. Pero eso es porque el Siete es flaquísimo.

—Morena.

—Yo diría que castaña, casi rubia. Aunque a veces me parece que sus ojos son un tanto chinitos.

—Bajita. Inclasificable de tan corriente. 

—Qué veneno, hermanito. 

—E inculta.

—Pero artista.

—Porque lo dices tú…

—Y llevo la razón. 

—Se parece un poquito a la Shirley MacLaine de los primeros años. En El apartamento.

—Qué manía la tuya de que cada quien tenga su doble, estrella de cine.

—Tú, por ejemplo, eres más como la Dietrich de Pánico en la escena.

Cloe se divertía con el juego a las escondidas… Mientras ella permanecía oculta, los hermanos la buscaban, a la par que se hacían preguntas el uno al otro, a voz en cuello. Y ella se escabullía, saltaba de un butacón a una silla, en tanto Athys y Séptimo fingían no verla.

—Doctora Frankenstein, cuidado con el monstruo que te pueda salir.

Y era como si fuera una niña, que pretendía empezar a conocerse a sí misma y a los demás. E intentaba examinarse a la luz de los comentarios de sus nuevos amigos. Athys por momentos la hacía hasta sentir importante. 

—Le gusta leer y puede escribir, que es lo más importante, ergo tiene cuanto requiere para ser escritora —había dicho y ella que ya no estudiaba, a razón de suspender tres asignaturas, y se consideraba burra, y torpe, un desecho, entonces creía ver una esperanza de futuro.

—Pero ni se vaya a creer que es tan fácil —desanimaba Séptimo—. Hace falta talento…

—Ya lo tiene —lo interrumpía Athys.

—Digamos que lo tiene. Vamos a asumirlo así, aunque no estoy seguro. Necesita tesón, esforzarse de verdad, no dar cabida a cobardías, ni esperar a que el maná le caiga del cielo.

Cloe deseaba hacer lo que él decía, poner su empeño en el alcance de la meta, aunque no tenía idea de los pasos que debía dar y sentía temor de tropezar y caer. Ahora empujaba descuidada a un negro de biscuit casi de su tamaño, que sostenía en una mano una lámpara sin luz, a modo de sombrilla. Y Athys se veía obligada a rescatarla.

Pero pronto el juego tornaba a recomenzar. 

—¿Que cómo es Cloe? —ululaba Séptimo.

—Cloe llegará a ser alguien.

—Cloe es mestiza, tonta, no se sabe esconder y me aburre. Además, ya me siento exhausto…

Sonaba una melodía burlesca en el gramófono, y su ritmo se extendía a toda la casa. 

—¿Y a quién te parecerías tú? Si se puede saber.

—A la Garbo, por supuesto. I want to be alone.

Y la muchacha pensaba que los hermanos estaban locos, o en el mejor de los casos resultaban excéntricos, pero quizá por sus mismas rarezas le gustaban, y lo único que anhelaba era quedarse allí con ellos, para siempre, aunque solo ocupara en su estima idéntico lugar que uno de los gatos famélicos a quienes Athys recogía de la calle.

IV. El despertar

El aire resultaba inmóvil y en extremo cálido. Las pesadas cortinas que ocultaban los ventanales se habían vuelto incluso más pesadas, languidecían inertes, carentes de movimiento. Hacían a la estancia mantenerse en relación de alejamiento con respecto a un entorno impredecible.

Cloe, desde su cama de altísimo dosel, tuvo la sensación de que el mundo por fin se quedaba en estatismo para siempre. Despertó sin tener conciencia de que instante del día o la noche transcurría.

Había tenido un sueño blanco, vacío de imágenes hasta que el sofocante calor la hizo despertar.

Ahora la penumbra se esparcía por la alcoba, y solo el exiguo tamaño de las velas, que se reducían de modo paulatino en lágrimas de cera, sobre los candelabros, denotaba el transcurrir de varias horas ya, desde que allí mismo se hubiese desarrollado la fiesta de disfraces de Athys y Séptimo, la Fiesta del Papa y la Condesa, en la cual más que participante había tenido rol de observadora; luego había acontecido la magia o artificio, por la cual el joven llegara a suspenderse en el aire, a centímetros del piso.

“Porque debió ser magia, o una alucinación”, pensaba Cloe. A lo mejor el cuarto, con sus muebles antiguos, en su hermetismo acumulaba mohos, humedades, sustancias que nublaban el juicio y producían toda clase de deslumbramientos.

Cloe siempre se había sentido ajena, al borde de un mundo en transformación continua, del cual no conseguía formar parte. Y había llegado a concluir que se encontraría sola en el futuro, criatura en aislamiento falta de asideros. Pero en un instante, con solo conocer a Athys, se había operado un cambio. Y ahora, desde su llegada a la casa de los dos hermanos percibía como habitaban los rincones historias de años pretéritos, de noches de pasión, traiciones obsoletas, u olvidos. Y esperaban por ella para que las contara. Cloe en el fondo creía enloquecer, nada de aquello era posible, y en última instancia, pretendía, como con la levitación de Séptimo, encontrarle a cada suceso una explicación racional.

“Es mi pecado este: el hecho de terminar por convencerme de que soy una artista, como insiste en decir Athys y mi imaginación vuela agitada, a razón de suspender tres exámenes, de ser expulsada del colegio y mi hogar en un mismo día, mi alma y pensamiento se estremecen ante el encuentro con dos que me aceptan como soy, o puedo llegar a ser, en quien desean convertirme, lo cual me desconcierta después de tanto rechazo allá afuera. Y me sorprendo incluso y desde ahora con la magnitud de su influencia, soy tan permeable, al descubrir en mi lenguaje giros que no sospechaba, formas que vienen de ellos, a los que acabo de conocer hace solo unas horas, o quizá hace más, semanas, meses. Aquí los minutos tienen una dimensión que es extraña, extraterrestre, o interna, como si una tuviera un reloj en cada célula. ¿Cuándo fue qué jugamos a las escondidas? Y padezco el miedo de perderme. Aunque si se extravía la que yo fui no he de echarla de menos. Y a lo mejor lo que sucede es que me encuentro, encuentro a la yo que voy a ser, que puedo ser y que ni siquiera preví nunca, pero que ya vislumbro por la magia de Séptimo y de Athys. Y el miedo se transforma en un hecho diferente, el anhelo de estar bien despierta en lo sucesivo y no volver a dormirme nunca más”.

Así se debatía Cloe en pensamientos que se entrecortaban al tiempo que su cuerpo permanecía reacio a moverse. En dejadez se entrelazaba en las sábanas de seda. Pero un ruido en sordina la haría abandonar su flujo de conciencia.

Algo sonaba más allá del cuarto, una suerte de reloj antiguo marcaba el paso de las horas, o bien un gong anunciaba a un ejército de una lejana región del mundo. Pero si se trataba de un reloj, capaz de comunicar su estrépito a cada hora, cómo Cloe no lo había percibido desde antes, y si no, ¿qué nueva aventura le estaba deparada?

Allí sobre la cama, casi a su derecha, alguien gimió entre sueños, como si el bullicio del ejército-reloj hubiera conseguido molestarle al traspasar el reposo a que se entregara. Cloe pensó que tal vez se trataría de uno de los gatos de la casa, que andaban por doquier y dormían en todas partes. Sin embargo, haló la sábana por una de sus esquinas más próximas, para descubrir allí, de espaldas a ella, sobre el lecho oscuro, un cuerpo indiscutiblemente de mujer en toda su voluptuosidad y belleza juvenil. Se trataba de un cuerpo de virgen, o de maja, donde luces y sombras se debatían en precisa confusión, y resultaba digno de aparecer en uno de los cuadros de pintores famosos de otras tierras que presidían el propio salón de los hermanos.

Y debía ser el cuerpo de Athys, el de esta doncella, que se exhibía ante sus ojos, tenía que serlo, aunque no se le viera el rostro. Qué hermoso era. Como hubiera querido Cloe que el suyo se pareciera a aquel. 

¿Y qué sentía ahora? Su propio ser se rebelaba, se debatía en suaves oleadas de calor que ascendían desde el vientre hacia los senos. Se prolongaban en el rostro, el cual debía hallarse rojo a razón de la culpa, por tanto operar su alma de modo independiente a los debates de discutible moralina, inculcados desde siempre.

—Vuelve a cubrirlo. No lo destapes, Cloe, que puede resfriarse. Este hermano mío es de salud delicadísima como ya habéis podido notar —sintió Cloe la voz de Athys, pero no al lado suyo, no procedente del cuerpo que sobre las sábanas negras volvió a gemir en una queja lánguida y casi lastimera, sino de un rincón más allá, junto a la puerta quizás, y aunque hacia allí dirigió su mirada, la penumbra le impidió entender lo que acontecía. Solo cuando aquella de quien procedía la voz avanzó para ubicarse al centro de la habitación, con su séquito de gatos pedigüeños, enfrascados en maullar y agitarse alrededor, solo entonces, Cloe estuvo segura de que se trataba de Athys. Pero ¿Acaso la muchacha podía ser ubicua, y estar ahí muy cerca y también al centro del orbis que el cuarto era? ¿De qué modo se hacía posible semejante milagro?

—Es Siete, por supuesto, mi hermano —repitió la voz en una explicación que no llegaba a saciar todas las dudas. Respondía no obstante a una pregunta que no se había formulado, pero que era posible adivinar en la expresión de incredulidad sostenida por Cloe.

—Aunque ahora noto que a lo mejor pensaste se trataba de mí. Y no puedo negar que me complace, es un gusto que mi cuerpo pueda confundirse con el suyo, mucho más hermoso de lo que el mío podría llegar a ser jamás. Y también es un placer el pensar que pasiones podría desatar en otros seres. O en ti.

Cloe comprendió por fin.

—Es Siete —repitió Athys y Cloe se apuró a cubrir el cuerpo hermoso de doncella, ante el que ya no debía sentir culpa o vergüenza, porque a fin de cuentas se trataba de un hombre.

[Publicada con Ediciones Hurón Azul, España, en 2023].

Barbarella D’Acevedo (La Habana, Cuba, 1985). Escritora. Profesora y editora. Ha obtenido múltiples galardones, entre ellos: V Premio Internacional de Poesía Juan Ramón Jiménez de Coral Gables (2024), Hermanos Loynaz, XIX Certamen de Poesía Paco Mollá (España), Bustos Domecq. Ha publicado entre otros: Blanco y azul con Editorial Primigenios, Basilio y el deseo (DMcPherson Editorial), Érebo (Aguaclara Libros), Tren para Salinger (Ediciones Loynaz), La casa, el mundo y el desierto (Ediciones Hurón Azul).