Conocí a Jorge Alberto Manrique Castañeda porque Gloria Hernández Jiménez, profesora de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, me recomendó con él para ser su ayudante en el Sistema Nacional de Investigadores (SNI). El proyecto en el que iba a participar era el libro La Ciudad de México a través de los siglos.
Esto ocurrió a principios del año 2016. Manrique Castañeda era investigador nacional nivel III o emérito; yo estaba cursando los últimos semestres de la licenciatura en Ciencias de la Comunicación.
Bastó con buscar en internet sobre él para notar su interés por la Ciudad de México. Había memorizado que nació en la capital del país y que su lugar de origen influyó en que publicara el libro Los dominicos y Azcapotzalco. Pensé que ese dato me iba a ser útil en lo que creía que iba a ser mi entrevista de trabajo.
La primera vez que lo vi en persona, llegué a su casa, a unos pasos del centro de Coyoacán, y Obdulia Núñez, su secretaria, me recibió junto con Aztlán, un dálmata que tenía nombre de una ciudad mítica y que parado en dos patas era casi de mi tamaño. “¡No, perrito!”, le indicaba Manrique Castañeda con ternura para que dejara de juguetear.
Una vez dentro, subí unas escaleras que me llevaron hasta el estudio. Había libros por doquier: en los libreros, apilados en el escritorio, sobre las sillas, cerca de la ventana, encima del sillón y frente a la computadora.
Eran libros vivos, no como los de una tienda que están forrados en plástico transparente. La biblioteca de Manrique Castañeda tenía separadores, anotaciones en algunas páginas, dedicatorias y hasta fichas bibliográficas para recordar aquellos ejemplares que le había prestado a sus colegas.
Algunas publicaciones eran de la autoría de Jorge Alberto Manrique Castañeda. Sin embargo, su acervo no estaba completo, faltaba La Ciudad de México a través de los siglos.
El historiador que usaba moños y corbatas, trajes y sombreros, que tomaba notas en letra cursiva, no me entrevistó en un interrogatorio. Al contrario, me explicó que la intención de realizar este proyecto había comenzado desde 1974, tras su posgrado en Europa. Así como existía una Guida d’Italia, que me mostró empastada en color rojo, Manrique Castañeda quería que hubiera una antología sobre la Ciudad de México, con itinerarios a partir de los estilos arquitectónicos y otras tendencias artísticas, contar la capital del país mediante los monumentos históricos y los edificios importantes.
En 1977, como director del Instituto de Investigaciones Estéticas de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), Manrique Castañeda ideó el proyecto para que colaboraran las y los investigadores que quisieran e incluso estudiantes de la Facultad de Filosofía y Letras, donde realizó la licenciatura en historia.
Creo que Manrique Castañeda siempre fue generoso con las y los jóvenes. Independientemente de sus premios, distinciones, cargos y títulos, la mayoría le llamaba maestro, como una muestra de cercanía y cariño y, por supuesto, de todo lo que había que aprenderle.
En una de sus muestras de generosidad hacia mí, una tarde no dejó que fuera a tomar clases a la Facultad sin haber comido el pescado traído desde el Mercado de San Juan, en el Centro Histórico, que Angelita, su cocinera, había preparado. Como estudiante tenía que estar bien alimentada.
Manrique era una eminencia, en otra ocasión, como si estuviera leyéndolo de una enciclopedia, el maestro me contó que cuando casi estaba terminado el libro, trabajadores de la entonces Compañía de Luz y Fuerza del Centro realizaban labores entre las calles Argentina y Guatemala, cerca del Templo Mayor, hallaron la escultura de Coyolxauhqui en 1978. Con ese hallazgo, el proyecto estuvo en pausa, pero el documento inconcluso fue retomado en 2009 y, finalmente, la investigación se cerró en 2014.
Me platicó todo eso las primeras veces que lo vi para sumarme al proyecto. Mi encomienda, entonces, era leer las miles de cuartillas, revisar las fuentes de consulta, cotejar las citas, corroborar que la corrección de estilo se hubiera aplicado en las copias e impresiones del libro, verificar el orden de los planos.
En otra de las reuniones me preguntó dónde vivía. Le respondí que en Iztapalapa y lamentó que en esa alcaldía casi no hubiera nada. Se refería a que, según lo documentado en el itinerario 19 de La Ciudad de México a través de los siglos, los pueblos originarios habían sido absorbidos por la mancha urbana y a que contábamos con unos cuantos templos y casi ningún museo.
Le dije que mi casa estaba cerca de la Cabeza de Juárez, escultura que ubicó por su pictórica. De inmediato mencionó que a un lado estaba la Facultad de Estudios Superiores (FES) Zaragoza de la UNAM.
Desde ahí me trasladaba en Metro para presentar avances semanales en su casa de Coyoacán, la que tenía una puerta de madera y que desde fuera se notaban los árboles del jardín; esa entre calles empedradas y de aires coloniales; la que estaba ubicada en un barrio bohemio de intelectuales y artistas. De hecho, la fachada del hogar de Manrique Castañeda era del mismo color que la casa azul de Frida Kahlo.
Tengo vagos recuerdos de que su coche también era azul. En una ocasión, pasé por él al Instituto de Investigaciones Estéticas, caminamos cargando libros desde su cubículo hasta el estacionamiento y manejó hasta su casa.
En el trayecto, me preguntaba acerca de las esculturas cerca del Metro Ciudad Universitaria. De “los bigotes” solamente sabía el nombre coloquial, pero como si fuera un guía de turistas, me dijo que se trataba de la obra “Tú y yo”, en acero y concreto, del artista alemán Mathias Goeritz. También me habló del espacio abierto monumental con obras de Vicente Rojo y Manuel Felguérez en el camellón de la avenida Miguel Ángel de Quevedo, antes de dar vuelta en la avenida Pacífico.
Las reuniones de trabajo pararon en una semana de septiembre. “¿Vas a ir a mi fiesta?”, me preguntó días antes y Obdulia Núñez, su secretaria, me dio los detalles de ese festejo que tanto le entusiasmaba al maestro Manrique Castañeda. Tenía esos días marcados en su agenda, donde anotaba hasta el más mínimo pendiente, por ejemplo, si iba a llevar comida al trabajo o no.
El Instituto Nacional de Investigaciones Estéticas y el Instituto Nacional de Bellas Artes le organizaron un homenaje con mesas de discusión por sus 80 años de edad. Los había cumplido el 17 de julio de 2016.
Asistimos al Colegio de San Ildefonso, donde me enteré que Manrique Castañeda había estudiado la preparatoria por las anécdotas que mencionaron los ponentes. Luego nos trasladamos caminando al Museo Nacional de Arte, recinto del que fue director y fundador. Y, al día siguiente, la sede del homenaje fue el Museo de Arte Moderno, que también dirigió y que se encuentra en el Bosque de Chapultepec.
No estoy segura de cuándo fue la última vez que lo vi, pero lo recuerdo mucho durante esos dos días. A su vestuario ya de por sí formal le había sumado un chaleco bajo el saco; con una mano sostenía un bastón y con la otra saludaba a cada uno de los invitados. Con una sonrisa en el rostro les agradecía por haberlo acompañado en esa fecha especial.
Una vez que imprimimos las miles de páginas de La Ciudad de México a través de los siglos las reuniones semanales comenzaron a cancelarse por temas de salud. Hace años Manrique había sufrido una afasia que le ocasionó problemas de lenguaje, pero esta vez tenía problemas del corazón.
El 2 de noviembre por la mañana, la profesora Gloria Hernández Jiménez me dio la noticia de que el maestro Manrique había muerto a causa de un infarto. Hacia la noche, acudí muy cerca de su casa, a la funeraria J. García López de Miguel Ángel de Quevedo, donde fue velado. Las coronas y flores con dedicatoria de diferentes instituciones no dejaban de llegar.
Manrique Castañeda falleció el Día de Muertos, una fecha tan simbólica para México, para un historiador del arte, para alguien que vivía en Coyoacán, para un mexicano que disfrutaba de la cultura. Se fue entre esas calaveras y diablitos de cartonería que había en su estudio y los grabados de La Catrina de José Guadalupe Posada.
El maestro trabajó hasta sus últimos días en La Ciudad de México a través de los siglos, alcanzó a entregar el borrador para que fuera dictaminado y editado para su publicación. El libro histórico y artístico desde la época colonial hasta la actualidad, que le tomó décadas concluir, fue publicado como obra póstuma en 2018.Fue entonces cuando recibí un correo electrónico para recoger uno de los ejemplares en el Instituto de Investigaciones Estéticas. Aunque es una obra colectiva, para mí La Ciudad de México a través de los siglos es un libro que da cuenta del conocimiento que tenía el maestro de cada rincón de la capital, acerca de cómo concebía a esta entidad a través de la historia y el arte, sobre la manera en la que, como investigador, se situaba en el tiempo y en el espacio. Es, en realidad, la Ciudad de México a través de Manrique.