LA MANCHA | POR SARA MONTAÑO ESCOBAR

Me dijiste que todo empezó cuando dejaste de amarlo. Ahora estás muerta. Debajo de la tierra. Cubierta de oscuridad y miseria. Tú que buscabas los sitios luminosos para regocijarte de tu belleza. Tú que te regodeabas de ser la Venus que escondía la manzana del paraíso entre tus piernas.  Tú estás ahí, con la piel hecha jirones de ceniza con esa costra piel negra que te llevó a la muerte.

Yo te conocí meses antes del final. Estabas con tu vestido de muselina, cabello ensortijado y guantes de seda. Creí fácil intuir quién eras mientras escuchabas la melodía de jazz que te desgarraba la resignación de la vida de casada: La femme fatale derrotada por el rol incipiente de ama de casa. El destino de hembra castrada que creíste ibas a disfrutar con sumisión y ternura. Pero no. Ni bien la vajilla perdió su brillo, las sábanas se abrieron en sus hilos y el piso perdió el olor de la madera fresca, algo se partió en ti. Algo perdió el equilibrio entre la ilusión y la derrota. 

Me acerqué a ti con cautela. Te pregunté si estabas sola y sonreíste. Me confesaste que tu esposo se había ido de viaje. Bajaste la mirada y pasados unos segundos, la dirigiste de nuevo a los músicos, aunque solo pretendías decoro e inocencia. La boca se me llenó de saliva y gotas de sudor se acumularon en el cuello de mi camisa. El juego había comenzado. Un juego que anticipaba tu derrota. Pero, calculé mal. Dejaste de ir al bar. Y, cuando lo hiciste, llegaste del brazo de ese pobre infeliz y en toda la noche te mantuvo apresada en su regazo. Acepté el fracaso como el rufián que busca el placer de una noche.  Solo eras un cuerpo que había existido en el acto masturbatorio de la soledad. Adiós, milady adiós, lamenté para mis adentros. Sin embargo, el destino es un pitón que nos esconde en su estómago hasta hacernos creer que estamos libres de peligro. Bastó el olvido de tu imagen para que, al doblar la esquina, te descubriera sentada en otro bar, con un vaso de margarita y los labios tan rojos como llamas del infierno. La dama empezó a despojarse de su disfraz, me reí con ganas. Como si eso pudiera sanar mi ego herido. Me acerqué con sigilo y esta vez, sonreíste con ironía. De nuevo, tú dijiste. De nuevo, yo te dije, y me tomaste de la mano. El baile como simulacro del deseo. El aire de tu respiración en mi nuca. El ligero ronroneo que derrotó mi cortejo y enseguida mi pregunta, ¿buscamos otro sitio? Una mueca de decepción cruzó por tu rostro y desganada me confesaste que tenías otro compromiso. Me quedé parado en medio de la pista como uno de esos energúmenos de los que me había reído hasta el hartazgo. Quizás si, por primera vez, te hubiera visto con el traje oscuro y las mallas negras que semanas después, usaste para disfrazar tu final. Odio a las mojigatas, a las frígidas, a las recatadas que parece que esconden su vulva dentro de una biblia. Quizás ahora no estuviera lamentando tu muerte. No por ti, cariño, sino por mí, porque pese a mi escepticismo inicial me espera tu mismo destino. Bastó que te ignorara la tercera vez de nuestro encuentro fortuito. Te sentaste a mi lado en el juego del casino y aunque intentaste llamar mi atención no lo conseguiste. Eso pretendí aunque quería mirarte con ganas y sin vergüenza. Estabas bella con el vestido púrpura que dejaba al descubierto toda tu espalda. Quería lamerte, saciarme de ti, complacerme en tus formas y repetir y repetir hasta quedar satisfecho. Al contrario, fui indiferente. Cuando me levanté para irme, me sujetaste del brazo y quisiste saber qué me habías hecho para tratarte de esa forma. Te dije que estaba cansado y ofreciste tu regazo para calmar cualquier angustia. “A donde vayas, no importa, hoy soy tuya”, susurraste sonrojada. Fuimos al hotel que conocía de sobra. Sin preguntas me seguiste. Sin preguntas entraste a la habitación. Sin preguntas te dejaste quitar la ropa. Después te entregaste. Te deshiciste del papel de mujer recatada. Y tuve todo de ti. Quedé agotado. Con la mente en blanco. Traspasado por una lluvia en el desierto: Qué gran polvo me diste, pequeña. 

Te levantaste para ir al baño y fue cuando descubrí, en la piel de tu cadera, la mancha negra que, para entonces, apenas tenía forma de un golpe. “Qué es eso” te pregunté. “No es nada” respondiste, “nada para preocuparse”. No quise saber más. No me interesaba. Solo quería comer y dormir: Estaba exhausto. 

Durante un mes nuestros encuentros se intercalaron en habitaciones de hotel, playas repletas de gente, plazas iluminadas a las diez de la noche, salas de cines al mediodía, en donde el placer de ser descubierta te hacía gemir como una mártir detrás de las rocas, de las flores silvestres, de las butacas. Y ahí yo, el galán que hasta entonces se jactaba de sus proezas sexuales, con los pantalones a media cintura, intentando callarte con un beso tan torpe, que después del acto, me recordabas en medio de risas. Casi bajé la guardia, cariño, estuve a punto de enamorarme de ti, de no ser porque en cada una de nuestras citas me recordabas que tenías un papel firmado y que te expiaba de cualquier condena. 

Dejamos de vernos por dos semanas, hasta que la casualidad forjó un nuevo encuentro. Esta vez se te veía angustiada. Descuidada en tu ropa. Como una mujer casada que apenas tiene tiempo para recordar que existe. Te pregunté si estabas bien y guardaste silencio. Después respondiste, como liberándote de un tormento: “es la mancha…”

En la habitación del hotel me explicaste que se había extendido hasta llegar a tus muslos. Habías ido a doctores y no sabían darte una explicación de su causa. No era enfermedad venérea, ni dermatológico, ni cancerígeno. Era una nada negra que había infectado tus nalgas. El sentido poético de la muerte, pequeña. Incluso en la maldición que te mató debía haber poesía. 

“Quiero verla” te exigí… Y aullaste un no. “Es peor de lo que piensas… No se trata de una simple mancha, es como un veneno o un afrodisiaco, qué sé yo, pero no me pidas verla, no insistas más” y saliste corriendo. Maldita mujer histérica, pensé.

Al menos por tres semanas seguí con mi vida entre libros de leyes, juicios perdidos, revolcones con mujeres fantasmales que apenas si se recuerda en la resaca. Así por tres semanas me diste la farsa de una paz que ya no existía desde que te conocí. Hasta que, de repente, la mancha se hizo presente. A donde iba, escuchaba tu voz rota, tu silueta se aparecía en cualquier pared blanca, y en medio de la madrugada tu grito desahuciado “La mancha ya está en ti”.

Después, te busqué por todas partes durante dos semanas. Me mantuve casto durante dos semanas. Todo fue la mancha que no conocía durante dos semanas. Iba de mi casa al trabajo; tomaba somníferos mezclados con whisky para no escuchar aquella sentencia en el insomnio y en las mañanas, apenas si podía mantenerme despierto por las dosis excesivas de calmantes.

Parece increíble que algo así pueda agobiar a una persona equilibrada y fuerte de carácter. Parece increíble hasta que la mancha de la nada se dibuja en un muro, en un culo desnudo, en una sábana transpirada. Parece increíble hasta que, en el silencio, irrumpe una voz que grita que la mancha está en ti y buscas en tu cuerpo algún vestigio de piel lacrada, de piel con pus, de piel agusanada. Y te tallas con toda tu fuerza para eliminar cualquier indicio y la piel empieza a enrojecerse, a sangrar, a dejar espacios invisibles. Y prefieres ver el hueso antes que ver la negritud de tu desenlace.

Parece increíble hasta que abres los ojos y descubres una mancha negra en forma de verruga en medio de tus cejas; y trastornado por la falta de sueño, por el exceso de pastillas, por las alucinaciones caes de rodillas, lloras como un niño pequeño y es entonces cuando tu jefe te manda a tu casa porque necesitas descanso, con permiso indefinido, pero te advierte que todo será sin paga. 

Los tres días siguientes todo fue mirarme frente al espejo: Vigilar el tamaño, la densidad, la superficie de la verruga. Mantener la vista sin cerrar los ojos. De pronto, tu rostro emergía como una costra negra y ahora el grito con una ligera modificación “la mancha eres tú”. Dejé de comer, de visitar los bares que hasta hace poco, me hacían sentir el rey del mundo. La verruga era lo único que existía. Lo permanente. El único paso.

Una noche me encontraba vigilante de la verruga hasta que pude sentir que en la atmósfera algo se había modificado. No era nada visible, ni siquiera la sospecha de sentirse observado, pero si me movía podía sentir la pesadez de un objeto empujando mi rostro. Algo me hacía frente y tallaba su presencia en mi imagen. Algo medía mis facciones, impregnaba su esencia y reconocía cada una de mis formas. Cuando por fin pude mirarme de nuevo al espejo, descubrí con horror que la verruga había crecido dos centímetros. La mancha estaba en mi rostro. La mancha me daba la bienvenida. 

Corrí por la calle como un loco. Con el bóxer a medio camino de las nalgas, un saco de oficina y unas botas de vaquero; parecía el personaje masculino de una película de terror de clase B que siempre muere cuando intenta tener sexo. Nada de eso importaba. Intentaba huir de una sombra, de un álter ego, de un fantasma, de mí mismo…

Cuando de lejos vislumbré la iglesia, no me preguntes cómo, sabía que estabas ahí. Entré como un animal salvaje que busca a su presa; empujé sillas, hice caer velas, algunos santos perdieron la cabeza. Si hubiera estado relajado me habría reído de las mujeres que empezaron a gritar y casi arrancaron el brazo de sus crías para protegerlos de mí. Pero, eso ya lo sabes, cariño, cuando dos tipos se pararon de sus asientos y fueron directo a mancillarme, intentaste huir como alguien que ha sido descubierto en el lugar del delito. 

Fui detrás de ti, ni siquiera podías correr, estabas tan débil que me bastaron un par de zancadas para acorralarte. Me miraste resignada y te dejaste llevar por mi mano a través de la oscuridad de callejones que te alejaban de las luces de los reflectores, del centro de las miradas, del espectáculo de tu carne. Acorralada en un rincón oscuro, en donde apenas se podía escuchar el pitido de los carros o el paso acelerado de transeúntes que llegan tarde al momento en donde parece que la vida nos llevará a alguna parte, ahí acorralada, oculta por la fealdad de ropa negra que te convertía en una pieza vulgar, en una mujer cualquiera, en alguien que solo existe dentro de su círculo de amigos o en el acto copulatorio de la costumbre. 

«Muéstrame la mancha” te ordené y permaneciste impasible ante mi ataque de furia. Torciste la cabeza y débil cómo estabas, apenas pudiste inclinarte sin que un ligero temblor en las piernas casi te hiciera perder el equilibrio. Me enfurecí contigo, pensé que se trataba de otra estratagema para escapar o que, como un idiota, había caído en las manos de una estafadora. “Muéstrame la mancha” grité y forcejeé con tu vestido hasta romperlo. Luego, hice pedazo tus mallas con las uñas y los dientes. La tela cayó vencida en el suelo, y sin entender lo que miraba, una caravana de imágenes vino a mi mente, entre ellas la cara angustiada de mi madre cuando supo que abandoné a mi esposa y mis hijos; y su sentencia: Eres solo un túnel que se cruza con los ojos cerrados. No existes más que en la zozobra y el miedo. Esa es tu maldición

Fue cuando vislumbré que debajo de ese rostro perfecto, estaba tu torso rígido, como si exhibiera una camisa o una pieza de lencería. Un torso colocado en una vitrina. Un torso que se almacena en una bodega de piezas inservibles. Debajo de él, la nada, los muros, el espacio, el delirio, la locura, la muerte. 

Di varios pasos atrás sin dar crédito a mis ojos. Sentí que mi cuerpo era invadido por una marabunta que mordía cada parte de mi piel. No era solo una sensación; los dedos de los pies comenzaron a escocerme, y pude sentir como la sangre era extraída de mis pies como si cientos de agujas se hubieran prendido a mis dedos, a mis plantas y mis talones. 

Lo primero que existió fue la mancha. Luego, el barro, luego, el espíritu, luego la nada. La mancha de mis caderas indicaba el lugar de mi infierno. Solo tú sabes el sitio exacto de tu mancha… La mancha se impregna en tu piel, te hace sentir mortal, recordar los pecados, el abismo, la caída. Cuando otros hombres vieron la mancha me desearon más, no importaba el precio… Dejé de salir de mi casa, de sentirme hermosa, de desear sexo. Un día desperté y me vi así, como ahora. Mis piernas desaparecieron. Sin rastros de sangre, de órganos destrozados, de huesos rotos, solo desaparecieron…

Dijiste que me esperaba el mismo destino. Dijiste que no querías desaparecer. Dijiste que preferías el suicidio. Dijiste que serías recordada como sea. Dijiste que la cobardía era la única forma en que tu muerte te haría expiar de culpas. Dijiste que al menos con tu muerte querías encontrar la paz que nunca tuviste en la tierra. 

Después abriste el bolso de mano que llevabas y sacaste un cuchillo. Antes de degollarte, me miraste y sonreíste con verdadera alegría. Creíste que podías derrotar a la mancha, cariño, lo que no sabes es que, perturbado como estaba, tomé tu tronco y tu cabeza y les di de golpes, uno tras otro, uno tras otro, hasta que la piel se abrió como una membrana y de tu interior solo brotó humo y cenizas. Lo que sea que fuiste, estás ahora debajo de esa tierra. 

Hasta ahora la mancha hizo desaparecer mis pies, mi boca y mis manos. Poco a poco solo seré el vacío, cariño. Poco a poco me convertiré en el túnel oscuro por el que muchas mujeres cruzaron con los ojos cerrados. Como dijiste antes de desaparecer, cada uno de nosotros conoce el sitio exacto de su mancha.

Sara Montaño Escobar (Loja, Ecuador, 1989). Licenciada en Psicología general. Magíster en Literatura con mención en Escritura Creativa. Redactora de la organización internacional “La Ninfa Eco”. Ha publicado varios poemarios y ha sido acreedora de premios internacionales y nacionales en el género de poesía. Sus trabajos constan en varias plataformas nacionales e internacionales como New York Poetry Review, Círculo de Poesía, Poémame, entre otros.