TRADUCCIÓN DE DANIEL CASADO GALLEGOS
PREÁMBULO
“La mosca” es un relato de la autora neozelandesa Katherine Mansfield publicado por primera vez en 1922 en el semanario británico The Nation and Athenaeum. En este relato se encuentran las marcas estilísticas de la escritura de Mansfield: un lenguaje lleno de matices, punzante con la sociedad, pero sensible a la fragilidad humana, que favorece lo visual y lo sonoro, y en cuyo centro está la representación de los pensamientos, los recuerdos y las percepciones en constante cambio de los personajes. Escrito en un contexto de destrucción y carencia; en tiempos de posguerra y de pérdida personal por la muerte de su hermano, “La mosca” se estructura a partir de las correlaciones destrucción y muerte, pérdida y duelo, poder y dominación; y de las oposiciones entre lo corporal y lo intangible, la abundancia y la limitación, la memoria y el olvido. Dicotomías que también se extienden a los personajes: a la figura de fortaleza y poder del jefe, que enmascara una profunda incapacidad para expresar adecuadamente su duelo, se opone la fragilidad y el carácter tímido de Woodifield. Los personajes nos muestran dos construcciones de la noción convencional de masculinidad y revelan el vacío moral de la generación de hombres que sobrevivió a la Primera Guerra Mundial. No sin motivos se puede contar a “La mosca” entre los mejores relatos escritos en lengua inglesa y a Katherine Mansfield como una de las autoras más importantes en el desarrollo del cuento moderno escrito en inglés.
LA MOSCA, DE KATHERINE MANSFIELD
—Uno está muy cómodo aquí —chilló el viejo Woodifield y se asomó del gran sillón de cuero verde junto al escritorio de su amigo, el jefe, como un bebé que se asoma desde su carriola. Había terminado la conversación; era momento de irse. Pero no quería hacerlo. Desde que se había retirado, desde su… derrame, la esposa y sus hijas lo mantenían encerrado en la casa todos los días de la semana excepto el martes. El martes lo vestían, lo cepillaban y le permitían pasar el día en la City de Londres. Pero ni la esposa ni las hijas podían imaginar lo que allí hacía. Causar molestias a sus amigos, suponían… Y quizá era cierto. Aun así, uno se aferra a sus últimos placeres como el árbol se aferra a sus últimas hojas. Así que ahí estaba el viejo Woodifield fumando un puro mientras, casi con recelo, miraba al jefe mecerse en su silla: robusto, rosado, cinco años mayor que él y todavía en forma, todavía al mando. Daba gusto verlo.
Con nostalgia, con admiración, agregó la vieja voz:
—Es muy acogedor este lugar, ¡le doy mi palabra!
—Sí, es bastante cómodo —coincidió el jefe y dio vuelta a la página del Financial Times con un abrecartas. De hecho, estaba orgulloso de su oficina; le gustaba que la admiraran, sobre todo el viejo Woodifield. Le provocaba una profunda y firme satisfacción estar ahí, en medio de ella, a la vista de esa frágil y vieja figura que se asomaba por la bufanda.
—La mandé renovar hace poco —le explicó, como lo había hecho por, ¿cuántas semanas?, —Alfombra nueva —y señaló la alfombra rojo brillante con un diseño de grandes anillos blancos—. Muebles nuevos —y señaló con la cabeza el enorme librero y la mesa con patas que parecían caramelo retorcido—. ¡Calefacción eléctrica! —Casi con júbilo hizo ademanes hacia los cinco cilindros transparentes y aperlados que brillaban tenuemente en la placa cóncava de cobre.
Pero no llamó la atención del viejo Woodifield a la fotografía que estaba sobre la mesa: la de un joven de aspecto serio, con uniforme, de pie en uno de esos parques espectrales con nubarrones detrás como los fondos que usan los fotógrafos. No era nueva; llevaba ahí más de seis años.
—Quería decirle algo —dijo el viejo Woodifield, y sus ojos se ensombrecieron al recordarlo—. ¿Qué era? Lo tenía en la mente cuando salí esta mañana —sus manos comenzaron a temblar y apareció un rubor por encima de su barba.
Pobre viejo, está en sus últimas, pensó el jefe. Y, sintiéndose bondadoso, le guiñó un ojo y le dijo en tono de broma: —Mira, tengo un líquido que te vendrá bien antes de que salgas al frío de nuevo. Es maravilloso. No le haría daño ni a un niño—. Quitó la llave de su leontina, abrió el compartimento debajo de su escritorio y sacó una botella oscura y rechoncha. —Esa es la medicina —dijo— Y el hombre de quien la conseguí me confió en secreto que viene de las cavas del castillo de Windsor.
El viejo Woodifield quedó boquiabierto al verla. Su sorpresa no pudo haber sido mayor incluso si el jefe hubiera sacado un conejo.
—Es whisky, ¿o no? —chilló con debilidad.
El jefe dio vuelta a la botella y casi con ternura le mostró la etiqueta. Era whisky.
—¿Sabe? —dijo mientras miraba perplejo y con detenimiento al jefe —en casa no me dejarían tocarlo. —Parecía que iba a llorar.
—Ah, ahí es donde sabemos un poquito más que las damas — exclamó el jefe mientras se abalanzaba sobre la mesa por una jarra de agua y dos vasos, y vertía dos tantos generosos en cada uno de ellos. —Bébelo. Te hará bien. Y no lo rebajes con agua. Es un sacrilegio manipular cosas como esta. ¡Ah! —Bebió su whisky, sacó su pañuelo, se limpió apresuradamente los bigotes y miró de reojo al viejo Woodifield, que saboreaba el suyo en el buche.
El viejo hombre tragó, se quedó en silencio por un instante y después dijo con debilidad:
—¡Sabe a nuez!
Pero el calor le recorrió el cuerpo; trepó hasta su cerebro helado y viejo… y de pronto recordó.
—Eso era —dijo mientras se levantaba del sillón con esfuerzo—. Pensé que le gustaría saber. La semana pasada las chicas estuvieron en Bélgica para ver la tumba del pobre Reggie y de casualidad pasaron por la tumba de su muchacho. Al aparecer están muy cerca.
El viejo Woodifield hizo una pausa, pero el jefe no respondió. Un ligero temblor en sus párpados dio cuenta de que había escuchado.
—Las chicas estaban encantadas de lo bien cuidado que está el lugar —chilló la vieja voz—. Procurado con tanto esmero. No estarían mejor de permanecer aquí, en casa. ¿No ha ido por allá?
—¡No, no! —por muchas razones el jefe no había ido.
—El cementerio se extiende por millas —balbuceó el viejo Woodifield— y está bien cuidado, como un jardín. Las flores crecen en todas las tumbas. Y hay senderos amplios —se notaba en su voz cuánto le agradaban los senderos amplios.
Hubo otro silencio. Luego el viejo hombre se animó de maravilla.
—¿Sabe cuánto les cobró el hotel a las chicas por un tarro de mermelada? —dijo con voz aguda— ¡Diez francos! A eso le llamo un robo. Era un tarrito, o eso dice Gertrude, no más grande que media corona. Y sólo había probado una cucharada cuando le cobraron los diez francos. Gertrude se llevó el tarro para darles una lección. Hizo bien: a eso le llamo lucrar con nuestros sentimientos. Piensan que sólo porque estamos echando un vistazo podemos pagar cualquier cosa. De eso se trata. —Y se volvió hacia la puerta.
—¡Hizo bien, hizo bien! —exclamó el jefe, aunque no tenía idea de qué se había hecho bien. Se acercó al escritorio, siguió los pasos lentos que se arrastraron hacia la puerta y despidió al viejo. Woodifield se había ido.
Durante un buen rato el jefe permaneció ahí, con la mirada fija en el vacío, mientras el mensajero canoso de la oficina, observándolo, lo esquivaba al entrar y al salir en su cubículo como un perro que espera que lo saquen a pasear. De pronto: —No recibiré a nadie durante media hora, Macey —dijo el jefe—. ¿Entendido? A nadie.
—Muy bien, señor.
La puerta se cerró, los pasos firmes y pesados cruzaron de nuevo la alfombra brillante, el cuerpo gordo se desplomó en la silla reclinable y, echándose hacia enfrente, el jefe se cubrió la cara con las manos. Quiso, pretendió, había planeado llorar…
Le había causado una terrible conmoción que el viejo Woodifield le lanzara un comentario sobre la tumba de su muchacho. Fue como si la tierra se hubiera abierto y hubiera visto al muchacho yacer ahí y a las hijas de Woodifield mirarlo fijamente desde arriba. Porque era extraño. Aunque hubieran pasado más de seis años, el jefe nunca había pensado en el muchacho, salvo como si descansara inalterado, inmaculado en su uniforme, dormido para siempre. —¡Hijo mío! —sollozó el jefe. Pero no hubo lágrimas. En el pasado, en los primeros meses e incluso años después de la muerte del muchacho, bastaba con que dijera esas palabras para que una pena lo abrumara y nada sino un ataque violento de llanto podía aliviarlo. El tiempo, aseguró entonces, se lo dijo a todos, no cambiaría nada. Quizá otros hombres podrían reponerse, quizá podrían superar la pérdida, pero no él. ¿Cómo era posible? Su muchacho era hijo único. Desde su nacimiento el jefe se había esforzado por hacer crecer este negocio; no tenía sentido alguno si no era por el muchacho. ¿Cómo diablos pudo trabajar como un esclavo, privarse de placeres y seguir adelante todos estos años sin la promesa de que el muchacho seguiría sus huellas y continuaría donde él se había quedado?
Y esa promesa había estado tan cerca de cumplirse. Antes de la guerra, el muchacho había estado aprendiendo el oficio durante un año. Cada mañana partían juntos a la oficina y juntos volvían en el mismo tren. ¡Y cuántas felicitaciones había recibido por ser su padre! No era de extrañar: el muchacho se había acoplado de maravilla. En cuanto a su popularidad con los empleados, cada uno de ellos, hasta el viejo Macey, no se cansaban de elogiarlo. Y no era engreído en lo más mínimo. No; sólo expresaba su propia naturaleza luminosa con la palabra precisa para cada persona, con aquel aspecto candoroso y su hábito de decir: —¡Espléndido! Pero todo eso había terminado como si nunca hubiera sucedido. Entonces llegó el día en que Macey le entregó al jefe un telegrama que derrumbó sobre él todo a su alrededor. —Lamentamos mucho informarle —y de la oficina había salido un hombre destrozado, con su vida en ruinas.
Hacía seis años, seis años… ¡Qué rápido pasaba el tiempo! Podría haber sucedido ayer. El jefe quitó las manos del rostro; estaba desconcertado. Algo parecía andar mal. No se sentía como deseaba sentirse. Decidió levantarse y ver la fotografía del muchacho. Pero no era una de sus fotografías favoritas; la expresión era forzada, fría, incluso seria. El muchacho nunca se había visto así.
En ese momento, el jefe notó que una mosca había caído en su tintero y se esforzaba, débil pero desesperadamente, por salir trepando de nuevo. ¡Auxilio!, ¡auxilio!, decían aquellas piernas que luchaban, pero las paredes del tintero estaban mojadas y resbalosas; cayó de nuevo y comenzó a nadar. El jefe tomó una pluma, sacó la mosca de la tinta y la sacudió en un pedazo de papel secante. Durante una fracción de segundo permaneció inmóvil sobre la mancha oscura que rezumaba a su alrededor. Entonces las patas delanteras se agitaron, se aferraron y, levantando su cuerpecito empapado, comenzó la colosal tarea de limpiar la tinta de sus alas. Por encima y por debajo, por encima y por debajo pasaba la pata a lo largo de un ala, como la piedra pasa por encima y por debajo de la guadaña. Luego, hubo una pausa mientras la mosca, que parecía estar de pie en la punta de sus dedos, intentaba abrir un ala y después la otra. Finalmente lo consiguió y sentadita comenzó a limpiarse la cara como un gato diminuto. Ahora uno podía imaginar que las patitas delanteras se frotaban unas contra otras con suavidad, con júbilo. El trágico peligro llegó a su fin, la mosca había escapado; estaba lista para la vida otra vez.
Pero justo entonces el jefe tuvo una idea. Sumergió de nuevo su pluma en la tinta, apoyó su gruesa muñeca en el papel secante y mientras la mosca comprobaba el funcionamiento de sus alas cayó sobre ella una pesada gota de tinta. ¿Cómo reaccionaría? ¡Cómo, en verdad! El fastidioso animalito parecía estar del todo acobardado, aturdido y temeroso de moverse por lo que pudiera suceder. Pero entonces, como si le provocara dolor, se arrastró hacia enfrente. Las patas delanteras se agitaron, se afianzaron y, con mayor lentitud, la tarea comenzó desde el principio. Este diablito es bravo, pensó el jefe, y sintió una verdadera admiración por la valentía de la mosca. Así se debían enfrentar las cosas; ese era el espíritu correcto. Nunca rendirse, sólo era cuestión de… Pero la mosca había terminado de nuevo la difícil tarea; el jefe apenas tuvo el tiempo necesario para rellenar su pluma y sin rodeos dejar caer otra gota oscura en el cuerpo recién limpio. ¿Qué pasaría esta vez? Siguió un doloroso momento de incertidumbre. Pero he aquí: las patas delanteras de nueva cuenta se agitaban. El jefe sintió una descarga de alivio. Se inclinó sobre la mosca y le dijo con ternura: —Ingeniosito de mier… —Y de pronto tuvo la brillante idea de respirar sobre ella para ayudarle con el proceso de secado. De cualquier forma, aún había algo tímido y débil en sus esfuerzos y, mientras sumergía la pluma hasta el fondo del tintero, el jefe decidió que está vez sería la última. Lo fue. La última mancha cayó sobre el papel secante humedecido y la mosca empapada se quedó sobre él, inmóvil: las patas traseras estaban pegadas al cuerpo y las delanteras no se veían por ningún lado.
—Vamos —dijo el jefe—. ¡Muévete! —Y le dio un golpecito con la pluma… en vano. No pasó nada ni era probable que pasara. La mosca estaba muerta. El jefe levantó el cadáver con la punta del abrecartas y lo arrojó en el cesto de basura. Pero lo invadió un sentimiento de miseria tan agobiante que se sintió verdaderamente aterrado. Se inclinó hacia adelante y tocó la campana para llamar a Macey.
—Tráeme un poco de papel secante —dijo con severidad, —apúrate.
Y mientras el viejo se alejaba silencioso, intentó recordar en qué había estado pensando antes. ¿Qué era? Era… Sacó su pañuelo y lo pasó por dentro del cuello de la camisa. Por su vida que no podía recordarlo.
Daniel Casado Gallegos (Ciudad de México, 1987). Es licenciado en Lengua y Literaturas Modernas Inglesas por la UNAM y maestro en Traducción por El Colegio de México. Fue becario en el Proyecto papime “Estudios críticos sobre géneros populares” de 2014 a 2015. Ha colaborado en diversas publicaciones con textos de creación literaria. Actualmente es coordinador adjunto de Tutorías en el Consejo Directivo de la Asociación Mexicana de Traductores Literarios (Ametli).