LA PIEL DEL YAGUARETÉ | POR MARIO FLORES

Sacó un puñal y rasgó las tinieblas.
Emprendía un largo camino, sólo de ida.
Entre la yunga inhóspita, el silencio y ella,
el aleteo de los pájaros del monte
volando de rama en rama, el viento
acariciándole la cara y el filo del machete.
Se llamaba Rosa y tenía veinte años.
Aquel amanecer cotidiano la recibía
sedienta de luz, hambrienta de sol.
Mientras se internaba en lo profundo
de la maleza salvaje, los yuchanes
se alzaban magnánimos, las espinas
le recordaban su propia corteza humana.
Solían verla menuda y de aura morena
pero era diestra en el uso del cuchillo.
Se internaba veloz en los senderos secretos
como quien reconoce las líneas de su mano:
descifraba allí un lenguaje oculto
bajo el último rocío nocturno en los árboles.
Nubes con forma de animales antiguos
iban desvaneciéndose para liberar el cielo.
Escuchó el trinar de un pájaro de fuego
mientras hundía los pies en el barro
para cruzar el río contaminado.
Un hilo de agua verdosa, lleno de basura,
bolsas de plástico y latas de cerveza
le hizo echar una mueca de asco y lástima;
pensaba "qué gente de mierda ésta".
Encontró un cigarrillo Rodeo, a medias,
sobre una piedra blanca, a la vera del río,
lo guardó en la yica para fumarlo más tarde
y se limpió el lodo de las ojotas, cansada
"el monte es la cloaca de los turistas".
Ingresó por un camino más cerrado
donde también halló pequeños basurales
de chatarra hogareña inservible, junto a las raíces
de los ceibos que ya resplandecían rojos.
Para cuando el sol estuvo en lo alto
ardían algunos incendios lejanos,
le llegaba el rumor de una humareda negra
mientras iba cuesta arriba: podía ver
el pueblo a lo lejos, desde la cima soleada
del cerro repleto de lapachos y enredaderas.
"Qué chiquita se ve la ciudad desde aquí"
pensó de pronto, y la tapó con un pulgar
imaginando que todo era otra vez pura selva.
Subió la empinada arenosa, escupiendo polvo
acompañada por un par de buitres
que volaban en círculo cerca de allí.
Llegó hasta un sitio que conocía bien,
rodeado de árboles gigantes. Las flores silvestres
le dieron una silenciosa bienvenida.
Allí las plantas de chaguar se multiplicaban
con sus vainas en forma de espada,
las espinas orgullosas siempreverdes
hasta donde podía alcanzar la vista,
los espolones: rizomas de un sutil morado
reproduciéndose hasta el precipicio.
Sacó de la yica el cigarro y lo prendió,
para fumar en silencio observando
aquel jardín inmenso. Lo sintió propio,
se sentía en casa, sin campamento
ni asfalto: sólo ella y la maleza, una
misma naturaleza, con los ojos abiertos.
Pidió permiso al Gran Espíritu
y escogió un par de plantas:
las fue pisando de costado para hundir
el filo del machete entre las raíces.
Luego separaría las fibras, de a una
con parsimonia y paciencia,
sintiendo la brisa estival
golpearle el rostro con arena y hojas.
No supo cuándo se hizo de noche
nuevamente en medio del monte.
Las constelaciones vibraban: levantó la vista
para ver aquellas manchas de yaguareté,
titilando en lo alto: la galaxia era el animal,
corría veloz y daba un salto mortal a su cuello.
Juró haberlo visto: una bestia hecha de estrellas.
Y fue ahí que se durmió o es que cayó rendida
en las fauces de aquel mundo desconocido.

Mario Flores (Salta, Argentina, 1990). Escritor y editor. Publicó las novelas Hikaru (2018), Cacería (2022), El poder de los elementos (2022), Diosas mutantes (2024) y los libros de relatos Necrópolis (2019) y Tierra de sapos (2024). Participó en el Festival Internacional de Poesía de Buenos Aires (2018) y recibió la Beca Creación del Fondo Nacional de las Artes.