Sacó un puñal y rasgó las tinieblas. Emprendía un largo camino, sólo de ida. Entre la yunga inhóspita, el silencio y ella, el aleteo de los pájaros del monte volando de rama en rama, el viento acariciándole la cara y el filo del machete. Se llamaba Rosa y tenía veinte años. Aquel amanecer cotidiano la recibía sedienta de luz, hambrienta de sol. Mientras se internaba en lo profundo de la maleza salvaje, los yuchanes se alzaban magnánimos, las espinas le recordaban su propia corteza humana. Solían verla menuda y de aura morena pero era diestra en el uso del cuchillo. Se internaba veloz en los senderos secretos como quien reconoce las líneas de su mano: descifraba allí un lenguaje oculto bajo el último rocío nocturno en los árboles. Nubes con forma de animales antiguos iban desvaneciéndose para liberar el cielo. Escuchó el trinar de un pájaro de fuego mientras hundía los pies en el barro para cruzar el río contaminado. Un hilo de agua verdosa, lleno de basura, bolsas de plástico y latas de cerveza le hizo echar una mueca de asco y lástima; pensaba "qué gente de mierda ésta". Encontró un cigarrillo Rodeo, a medias, sobre una piedra blanca, a la vera del río, lo guardó en la yica para fumarlo más tarde y se limpió el lodo de las ojotas, cansada "el monte es la cloaca de los turistas". Ingresó por un camino más cerrado donde también halló pequeños basurales de chatarra hogareña inservible, junto a las raíces de los ceibos que ya resplandecían rojos. Para cuando el sol estuvo en lo alto ardían algunos incendios lejanos, le llegaba el rumor de una humareda negra mientras iba cuesta arriba: podía ver el pueblo a lo lejos, desde la cima soleada del cerro repleto de lapachos y enredaderas. "Qué chiquita se ve la ciudad desde aquí" pensó de pronto, y la tapó con un pulgar imaginando que todo era otra vez pura selva. Subió la empinada arenosa, escupiendo polvo acompañada por un par de buitres que volaban en círculo cerca de allí. Llegó hasta un sitio que conocía bien, rodeado de árboles gigantes. Las flores silvestres le dieron una silenciosa bienvenida. Allí las plantas de chaguar se multiplicaban con sus vainas en forma de espada, las espinas orgullosas siempreverdes hasta donde podía alcanzar la vista, los espolones: rizomas de un sutil morado reproduciéndose hasta el precipicio. Sacó de la yica el cigarro y lo prendió, para fumar en silencio observando aquel jardín inmenso. Lo sintió propio, se sentía en casa, sin campamento ni asfalto: sólo ella y la maleza, una misma naturaleza, con los ojos abiertos. Pidió permiso al Gran Espíritu y escogió un par de plantas: las fue pisando de costado para hundir el filo del machete entre las raíces. Luego separaría las fibras, de a una con parsimonia y paciencia, sintiendo la brisa estival golpearle el rostro con arena y hojas. No supo cuándo se hizo de noche nuevamente en medio del monte. Las constelaciones vibraban: levantó la vista para ver aquellas manchas de yaguareté, titilando en lo alto: la galaxia era el animal, corría veloz y daba un salto mortal a su cuello. Juró haberlo visto: una bestia hecha de estrellas. Y fue ahí que se durmió o es que cayó rendida en las fauces de aquel mundo desconocido.
Mario Flores (Salta, Argentina, 1990). Escritor y editor. Publicó las novelas Hikaru (2018), Cacería (2022), El poder de los elementos (2022), Diosas mutantes (2024) y los libros de relatos Necrópolis (2019) y Tierra de sapos (2024). Participó en el Festival Internacional de Poesía de Buenos Aires (2018) y recibió la Beca Creación del Fondo Nacional de las Artes.