En la terracería, las llantas de la motoneta crujían de un modo distinto. Advertían el miedo. Las piedras aplastadas absorbieron el temor del pueblo. Mariam redujo la velocidad, no sin antes revisar los espejos retrovisores, asegurándose de que nadie la siguiera. Se preguntaba si algún día dejaría atrás aquel delirio de persecución o si, por el contrario, cargaría con ese terror el resto de su vida.
Frente al cerro, flotaban partículas doradas, tan amarillas, tan bañadas de sol. Los rayos se filtraban en su rostro apiñonado. El aire olía a limpio, a tierra seca, a nube. Y entonces, a su memoria llegó aquel recuerdo tan feliz, tan ingenuo, de la primera vez que recorrió ese camino, llena de ilusiones, apenas dos meses atrás.
Dos meses. Sus sueños duraron apenas dos meses. El esfuerzo de la universidad, solo dos meses. El sacrificio de sus padres, dos meses. La preparación para el examen de la plaza, también dos meses. Apretó el acelerador. No por prisa, sino por rabia. Aceleró con el deseo de que él fuera las piedras que aplastaba, que fuera la tierra, la suciedad de las vacas.
Llegó más rápido de lo esperado. Estacionó su moto cansada. La moto temblaba, le recordaba sus nervios. Por los espejos, al quitar la llave del interruptor, notó la mirada penetrante de sus compañeros. La observaban con recelo. Ella creía distinguir en sus pupilas una pizca de coraje mezclada con vergüenza. Era una composición extraña; tal vez por eso se apartaban y evitaban dirigirle la palabra. Pero justificarse no hacía falta. Mariam lo entendía, lo comprendió desde el principio, cuando miró el rostro congelado de Altagracia, junto a ella en el carro. Cuando escuchó cómo caían las lágrimas de Cristina bajo su regazo palpitante, y cuando sintió la mirada frenética de Ignacio, desde el volante, que sin palabras le gritaba “Si esto se pone peor debes bajarte”.
Afortunadamente no se puso peor. Afortunadamente. Afortunadamente no la bajaron del carro, porque entonces quién sabe qué habría pasado con ella. ¿El papá de Laurita se la habría llevado?
Mariam entró al salón. Doce alumnos la esperaban sonriendo. A pesar de los nervios de la última semana, ella daba su mejor esfuerzo. Los pequeños la adoraban. Una maestra joven suele desparramar mucho amor a sus alumnos y ellos eran sus consentidos, por ser los primeros o los últimos…
La clase marchó con naturalidad. Los pequeños se acomodaban en el suelo por la falta de pupitres. Mariam les repartió hojas blancas ante la ausencia de libretas. Luego, los enseñó a contar. 5 + 8, 5 + 9, 5 + 10. Los niños coreaban respuestas dispersas, era el resultado de una escaza educación y de su poca asistencia a la escuela.
Los maestros le habían contado que los alumnos no acudían a clases en Las palomas porque les quedaba muy lejos. Por ese motivo, tuvieron que acercarles la escuela 45 kilómetros, casi frente a sus hogares, en lo más recóndito del pueblo. Sin embargo, el problema ahora era para los maestros, quienes debían transitar todos los días entre terrenos baldíos e incomunicados. A Mariam no le parecía problemático, a ella le encantaba caminar, no importaba que se tardara horas. Sin embargo, los profesores la alertaron, andar por esos caminos sola era peligroso, esa zona es delicada. Afortunadamente, el profesor de educación física, Ignacio, tenía un carro. Y el pequeño grupo de maestros la invitó a viajar con ella. Sólo cooperaban unas monedas para la gasolina y no tenían inconvenientes, hasta ese día…
Ahora Mariam se preguntaba si era realmente la distancia el motivo por el que los niños no acudían a la escuela. Las actividades delictivas del papá de Laurita eran un secreto a voces, un grito colectivo, silenciado como todos los gritos colectivos. Pero ahí estaba, latente entre las paredes grisáceas y sin revocar, entre las ventanas sin cristales ni cortinas, entre el pizarrón invisible. Escondido entre los cuerpos de las niñas que comenzaban a crecer y ocultaban sus siluetas con camisas anchas. Disimulado entre el recoger agrupado de todos los niños, por todos los padres que justificaban su machete al lado con haber salido del trabajo. La única que se iba sola con su padre, o con sus abuelos cuando todos tenían mucha suerte, era Laurita. Pobre Laurita, tan inocente, esperaba dando brinquitos en la tierra a que llegaran por ella, en esa camioneta tan lujosa, que desentonaba con la pobreza del pueblo.
Los niños terminaron su actividad y Mariam recorrió sus lugares para revisar las sumas. Eran buenos niños, ponían bastante empeño en aprender. Tuvieron un progreso significativo desde que Mariam llegó, pues su caligrafía dejó de ser ininteligible y su agilidad se estaba acelerando.
—Maistra, maistra, mire el dibujo que le hice —Pablito le acercó un papel, mientras sonreía, mostrándole cada uno de sus dientes.
En el dibujo se encontraba Mariam bajo un frondoso árbol lleno de manzanas, en compañía de sus doce alumnos. Todos ostentaban una sonrisa curvilínea y unos ojos iluminados. Hasta el sol ovalado sonreía.
—Queremos que siempre sea nuestra maistra. La queremos mucho.
Los demás niños asintieron ante la afirmación de Pablito. Y en ese momento a Mariam se le entumió el estómago.
—Yo también, mis niños. Yo también quisiera ser siempre su maestra. —Y les regaló una sonrisa tan falsa como sus palabras.
No era verdad, no quería ser siempre su maestra. Quería huir de ahí, tenía terror. Sabía cuál sería su destino si se quedaba, oscilaba entre la muerte y la explotación sexual. Ese era el destino de las mujeres que desaparecen por el narcotráfico, ese es el destino de las mujeres en las que los hombres armados ponen los ojos. Ese sería su destino si el papá de Laurita lograba alcanzarla, si decidía perseguirla esta tarde en la moto, si la moto vieja y oxidada que le prestaron sus caseros jugaba en su contra y se apagaba. Ese sería su destino y por eso temblaba.
—Muy bien, niños. Ahora quiero que hagan dos dibujos. Quiero que en uno dibujen su escuela, y en el otro dibujen lo que más les gusta en el mundo. Les doy treinta minutos.
Los niños recibieron en silencio la indicación. Las coletas de Mari Pau se movían con su brazo, mientras Laurita, la única que llevaba colores, miraba a Mariam fijamente, para luego regresar a su hoja de papel. Mariam sabía que la estaba dibujando, por eso la recorría con la mirada con tanto detalle. Sin embargo, la ansiedad hacía que se alertara hasta por su casta mirada. Si la dibujara fielmente, exhibirían su ojo tembloroso y su pecho acelerado. Dibujaría sus ojeras, su delgadez precipitada, sus uñas mordidas. Dibujaría el terror que sentía por su padre.
Se acercó a la ventana y respiró profundo. Su salvadora estaba frente a ella: la motoneta. Se recordó a sí misma llorando con su casera, diciéndole “Qué voy a hacer, qué voy a hacer, mis compañeros me dijeron que ya no quieren llevarme y yo tengo mucho miedo de regresarme sola, de que él sepa que no voy con ellos, de que me espere, de que me siga, tengo mucho miedo”. Y fue entonces cuando la casera le ofreció la moto “Es muy vieja, pero te va a servir. Si ves que te sigue tú le aceleras bien duro, mija, sin miedos… él no va a dejar que te caigas, rota no le sirves de nada”.
Y mientras seguía observando su moto lejana recordó con pavor las últimas palabras de su casera “Uy, mija, en qué lío te metiste. No eres la primera a la que le pasa. Cuando ese hombre quiere algo no hay quien le quite la idea de la mente. Siempre tiene lo que quiere. Lo mismo pasó con la mamá de Laurita, pobre mujer. Se obsesionó con ella y se la llevó. Desde entonces nadie la ha visto, dicen que no la deja salir, otros dicen que ya la mató. Lo mismo pasó hace años, con otra maestra, como tú. Pero ella se fue, mija, tú también deberías irte, ya no le busques más. Mañana sólo ve a despedirte y no quieras regresar…” No quedaba más. Ese era su último día como maestra, si es que lograba escapar.
Mariam recorrió con sigilo y nostalgia el piso del salón y miraba cómo cada niño dibujaba su escuela y aquello que más deseaba en el mundo: un balón, un vehículo, colores… pero el dibujo de Laurita acaparó su atención. En el fondo, una casa llena de flores. En el frente, ella misma, de la mano de su madre y de su padre. Y en la otra mano de su padre la mano de Mariam, quien sostenía con su otra mano un ramo de rosas tan grande como los que le había mandado.
Mariam la miró inexpresiva.
—Mi deseo, maestra, es que se vaya a vivir a mi casa. Y mi papá desea lo mismo.
Mariam tragó saliva y evadió sus palabras.
Apenas sonó la campana olvidó sus anhelos de despedirse de todos. Se aguantó los abrazos y los buenos deseos, porque lo único que deseaba en ese momento era escapar. Lanzó un “Nos vemos mañana, niños, cuídense mucho” y salió del salón, sin esperar a que llegaran los padres de los niños, sin esperar a que se le hiciera temprano al padre de Laurita, sin esperar a darle a nadie una oportunidad para atacarla.
Aceleró la moto. Recorrió los caminos solitarios, desvió los baches y, cuando iba a atravesar la curva escuchó petrificada el ruido letal: frente a ella, en menos de diez segundos, estaba la camioneta negra del papá de Laurita. Los cristales polarizados, en un primer momento, impidieron que mirara al conductor. Pero sin titubeos el señor bajó los vidrios, abrió la puerta y salió de su camioneta.
Ella no apagó la moto, mantenía sus manos firmes sobre el freno y el acelerador. Por la puerta abierta de la camioneta que buscaba impedir su paso, Mariam se percató de la presencia de los amigos del señor. La miraban lascivos, grotescos. Y él le sonreía de la misma forma.
—Te llevo, muñequita. —la seguridad de ese hombre contrastaba con la de ella. Esa sonrisa victoriosa la amedrentaba. Hoy también te traje flores, súbete al carro y te las doy.
Mariam respiró profundo y tomó fuerzas de donde no sabía que tenía.
—Muchas gracias, señor. Ahora no puedo, tengo mucha prisa…me prestaron la moto y debo devolverla. Pero con gusto mañana me regreso con usted, bueno… si es que todavía quiere llevarme —y le sonrió con una mirada sagaz y pícara—. A lo mejor mañana podemos salir a comer algo después de las clases.
El papá de Laurita la miró complacido. Regresó a su camioneta y su copiloto le pasó un ramo de tulipanes amarillos. El señor se aproximó a Mariam, quien permanecía en la moto, y le extendió las flores. Ella titubeó un instante, pero luego las tomó, fingiendo una gratitud desmedida. Mientras las cogía, él la acarició con su mano escuálida y fría. Ella le sonrío, aunque por dentro la invadía la repulsión.
—Con permiso, debo irme.
—Mañana nos vemos, muñequita. —en ese instante, el papá de Laurita regresó a su camioneta. Mientras subía, los rayos de la tarde hicieron resaltar el arma que empuñaba sobre su cinturón.
La camioneta no se movió. Mariam tuvo que pasar por la angosta brecha que separaba el camino del vehículo blindado. Tuvo terror de rayarlo y provocar que el hombre bajara de nuevo. Tuvo terror de que no le hubiera creído, de que la siguieran, de que la arrollaran, de que la raptaran. Mientras conducía hacía temblar la moto, hacía temblar la tierra, hacía temblar las piedras. Pudo hacer que las mismas placas tectónicas temblaran. Pero sabía que yéndose ese día no volvería a temblar.

Dora Luz Herrera Jiménez (Naolinco, 2000). Egresada de la Licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, posee una especialización en Claves para la igualdad de género y actualmente hace una especialización en Escritura Creativa. Publicó su primer libro Fémina: Memorias que el tiempo no ha borrado en 2024.