POR ARANZA HERNÁNDEZ
La muerte es un tema que resuena constantemente en la tradición literaria; sus tratamientos y manifestaciones han variado con el tiempo, las concepciones estéticas, el pensamiento de los escritores, etc., no obstante, sobresale, en muchos de los casos, su representación como símbolo de la fragilidad humana y el devenir de la vida. Cuestionamientos como: ¿De qué manera prepararse ante lo inexorable? ¿Hasta dónde puede impactar un duelo? ¿Qué hacer cuando no tienes el poder de prolongar más la vida? son algunos ejemplos de lo que se evoca en muchas creaciones artísticas.
En la narrativa mexicana contemporánea este tema se expande hacia otros horizontes y perspectivas gracias a la obra El animal sobre la piedra de Daniela Tarazona. Si bien la idea central del texto es la metamorfosis y la condición de la animalidad, la muerte resulta un elemento determinante en la construcción de la trama y la configuración de la protagonista. En este sentido, el presente trabajo tiene como objetivo analizar la crisis corporal y de identidad que se suscita en el personaje femenino a raíz de la presencia de la muerte y el posterior proceso de duelo. De tal forma que pueda vislumbrarse cómo afecta la pérdida y, a su vez, si es posible escapar de ella.
La irrupción de la muerte no sólo representa la fatalidad con la que inicia la narración, sino el detonante de una serie de problemáticas para la protagonista, Irma. Desde que su madre muere cada noche se impregna de pensamientos; “llega cansada a la cama, duerme poco y despierta con temblores” (Tarazona, 2011, p. 10). Lo anterior se traduce en una inquietud que aumenta gracias a las constantes reflexiones sobre la degradación de la vida, vista desde el rostro y cuerpo yacente de la figura materna. Paradójicamente, la ausencia hiere, pero recordar lastimará aún más, al grado de contraer un dolor imposible de sostener.
La muerte, por lo tanto, obliga a la protagonista a idear un método o dinámica que le permita, por un lado, escapar de la realidad que la asfixia y, por otro lado, convertirla en un ser más fuerte, capaz de adaptarse a las adversidades, capaz de desprenderse de todo aquello que duele. Es así que surge la animalidad, como un estado de resistencia ante las emociones contradictorias; un medio de salvación ante el dolor por lo inexorable y un punto de fuga ante la humanidad que, de alguna forma, lástima y limita.
La animalidad supone, en primera instancia, una “solución” ante la pérdida, además del descubrimiento de una condición que siempre había estado latente en el ser de la protagonista, sin embargo, conforme avanza la narración, se observa que ella tendrá que recurrir al autoconvencimiento para forjar y conservar esa nueva “personalidad”. De esta forma, la transformación animal pasará a representar más que un beneficio, un despojo; un proceso sumamente duro en el que se sacrificará la estabilidad corporal y mental a raíz del miedo al duelo y la mortalidad. Al encontrarse inmersa en un proceso complejo de luto e identidad —ni completamente humana ni tampoco lo suficientemente reptil— Irma se compondrá de fragmentos y esa fragmentación sólo podrá evidenciarse a través de la crisis.
En la crisis del cuerpo, el sujeto femenino sufre dos cambios relevantes; el primero de ellos tiene que ver con la transformación a nivel fisionómico, mientras que, el segundo, refiere a la irrupción del embarazo. En la transformación de la fisonomía humana a reptil, la protagonista experimenta alteraciones que oscilan entre la dicha y la angustia, aunque ambas emociones no sean reconocidas explícitamente. Las primeras apariciones ajenas a lo humano —referentes a la visión y la flexibilidad de las extremidades— representan dolor e incomodidad, como se enuncia a continuación: “El mareo (…) aumentaba durante las tardes y comencé con otras molestias: las manos me dolían al amanecer” (p. 20). Lo anterior podría denotar preocupación o inquietud, sin embargo, no es así, el dolor se pasa por alto, se minimiza y romantiza por la necesidad de escapar de todo aquello que conforma al cuerpo. Incluso, es tal el deseo de despojarse de la humanidad que, inconscientemente, se condiciona el modo de vida y las acciones a la nueva personalidad; no se renuncia a los malestares, sino que se idean alternativas para sopesarlos.
Lo mismo ocurre con el cambio posterior en la piel, el más significativo. La respiración y la desaparición del sexo son transformaciones que no se conciben con sufrimiento o incertidumbre —ante lo que pueda ocurrir tras la construcción de un nuevo ser que exigirá el aprendizaje de un comportamiento nuevo— más bien, intentan verse como un proceso de adaptación, desde el punto de vista de una naturaleza sabia, sin fallas y a la que no hay que cuestionar. Lo que se ignora es que a partir de ese momento el cuerpo ya no coincidirá con una totalidad orgánica ni con la forma de un individuo, sino que asumirá la condición de una composición inacabada (Sánchez Idiart, 2020): “[Soy] una mujer, pero de otra especie” (p. 35); “estoy compuesta por fragmentos, no soy un animal completo y, desde esa carencia, resulto extraña para quienes sí lo son” (p. 56).
El estado animal permite estar “conectado con una expansión o con la creación de nuevas capacidades (…) que alteran lo que (…) [se] puede hacer realmente” (Braidotti, 2009, p. 148), pero, a su vez, convierte el cuerpo del sujeto femenino en “un territorio en disputa, cuya soberanía depende en buena medida del juego de sus definiciones” (Yelin, 2019, p. 99) humano-animal. De esta manera, el carácter incompleto se afirmará en la continua reconfiguración de un ser (Sánchez Idiart, 2020) que busca a toda costa sentirse pleno y feliz. Es así como surge el segundo cambio relevante en el estado corporal ya fragmentado: el embarazo.
El embarazo adquiere una significación diferente en la condición animal, pues se configura a partir de “un instinto de supervivencia prehistórico (…) que se adapta a las adversidades modificando su cuerpo” (Ruiz Pérez, 2018, p. 35). Es decir, que permite, a diferencia de la estirpe humana, una descendencia prolifera, resistente y, sobre todo, capaz de perdurar en el tiempo debido a sus características, a su naturaleza de producción y adaptación. Así lo menciona Irma: “Mi especie (…) prescinde de la cópula. Somos seres que habitan el planeta desde hace millones de años y la búsqueda de la supervivencia es una intención” (p. 46).
El instinto de procrear y propiciar una nueva transformación en el cuerpo parte, entonces, del rechazo del destino de la condición humana. Es por ello que la muerte sigue resultando significativa como motor de la crisis y la metamorfosis de la protagonista. En primer lugar, porque se busca que el ser que ahora vive en su interior sustituya, en algún momento, la imagen degradada de la madre. En segundo lugar, para erigirse como un ente más fuerte, que, a diferencia de su familia, acepta y abraza su condición por el hecho de que no podrá quebrantarse ni desaparecer nunca: “Mi estirpe durará para siempre, al menos por un tiempo inmenso que la mente no puede imaginar. Mi madre, mi hermana y yo tendremos descendencia” (p. 53).
Irma, por consiguiente, pretenden, de alguna forma, “cortar ese cordón umbilical que condiciona su modo de ser, su modo de vivir más allá del nacimiento. La madre, por tanto, ejerce gran influencia en el devenir y en las actitudes que deberá desempeñar la hija en un futuro” (Ruiz Pérez, 2018, p. 38), sobre todo, en su intento por erradicar todo lo que conlleva experimentar un duelo: el desconsuelo, la molestia. Ante el sufrimiento, se abraza la condición animal, además de los cambios corporales, en un intento por bloquear el luto, por escapar de la muerte y, en ese escape, otorgarle al ser y a la descendencia una vida sin dolor, sin la presencia de la mortalidad que, se cree, desestabiliza, fragmenta.
A pesar de lo anterior, continúa latente un conflicto interno, propiciado por no saber, en el fondo, cómo responder a la condición animal: “He perdido la autosuficiencia (…) Vivo mi adaptación con buen talante, no me entristece saber que dejaré de ser una persona, pero los cambios en mi cuerpo suceden con mayor prisa que mi capacidad para desarrollar las habilidades de mi especie” (pp. 72-73). De esta forma, implícitamente, la muerte, la metamorfosis y, ahora, las problemáticas corporales suscitarán una crisis en la identidad.
La convivencia de lo animal y humano en el ser de Irma desembocará en una paradoja, pues se confirmará su nueva personalidad en la eminencia de su poder, pero subvirtiéndolo y reconduciéndolo a su defecto. La animalidad estará del lado del yo consciente, del que se desea afirme una nueva realidad, mientras que la humanidad se encontrará del lado inconsciente (Derrida, 2008), todavía latente, luchando por no desaparecer. Es por ello que constantemente hay destellos de una lucha por definirse, por no olvidar ciertas capacidades, pero, a la vez, por concluir su transformación y, finalmente, concebirse reptil, prehistórico, fuerte, invencible.
En determinado momento de la narración, Irma confiesa: “Hay días en que no entiendo como he perdido mi identidad. ¿Ya no soy una persona?” (p. 77). Su reflexión no es gratuita, la animalidad le ha otorgado la paz que necesitaba ante el evento de la muerte, no obstante, de igual manera la ha despojado de sí misma, de lo que la conformaba como sujeto. “El animal no puede ser considerado como un fin en sí mismo, sino únicamente como un medio” (Derrida, 2008, p. 120), un medio que no puede suplir las carencias de la protagonista, ni otorgarle una nueva identidad. Los únicos recursos que realmente le permitirán autoafirmarse serán el pensamiento y la memoria, empero, estas cualidades se problematizarán debido a la dualidad presentada.
El conflicto a nivel psíquico representa para ella una confusión que la rebasa. En ocasiones se sabe animal, pero en otras circunstancias todavía siente reminiscencias humanas. Esto no es coincidencia, el ser “no sólo es multifuncional, sino también multiexpresivo: habla a través de (…) los movimientos, las velocidades, las emociones, la agitación (…) y diversos ritmos” (Braidotti, 2009, p. 140). Al sentir tales cambios, reacciona mentalmente; se desconoce así misma por las acciones que ha dejado de realizar y por lo que ha dejado de pensar. Si en primera instancia, el pensamiento era sinónimo de identidad, porque, a través de él, ella podía reconocerse como ser, ahora ya no se puede contar con este recurso.
Los múltiples cambios ya han confundido a la psiquis lo suficiente como para fragmentarla y desaparecer la noción de sujeto. En realidad, la protagonista ya no sabe con certeza quién es realmente, por lo que su duda e incertidumbre de no encajar, ni en lo humano ni en lo animal, se refuerza justo en este momento, en el reconocimiento de un pensamiento deteriorado y complejo de definir: “Mi pensamiento no obedece, funciona de modo independiente —es como si alguien hablara dentro de mí— (…) Me encuentro en un estado de confusión sostenida” (p. 27). Es entonces que entra en juego la memoria, como último recurso para reconocerse, no obstante, su condición también la despojará de esta cualidad.
Con la transformación poco a poco van desdibujándose los sentires y las vivencias, lo que reafirma significativamente “la experiencia de alguien que deja de ser humano en el abandono de su subjetividad y, por lo tanto, de sus recuerdos y de su propia historia” (Keizman, 2021, p. 279). Al no tener un legado memorístico del cual sostenerse, la protagonista no puede siquiera reconstruir los fragmentos de su identidad. Al contrario, se abandona en ese estado que no es ni reptil ni humano; que, en realidad, es nada. Al final todo se reduce a una des-individualización. Irma, al desear escapar de la mortalidad, del sufrimiento y, entonces, salvaguardarse, lo único que propicia es un despojo total, donde ya no hay una posibilidad de afirmarse.
Como podemos ver, en esta obra la muerte se configura como el detonante de una crisis corporal y de identidad, ambas basadas en tres problemáticas: la búsqueda de un escape que permita alejarse de la pérdida; el dolor ante la degradación de la madre y la necesidad de sustituir la humanidad por un estado con mayor fortaleza. Si bien lo animal parece ayudar a la protagonista a sobrellevar su situación y a conectarla de nuevo consigo misma, con su cuerpo, sus sentires y su fortaleza, ciertamente no es así, pues la transformación anhelada nunca se completa.
Por mucho que se intente, el fallecimiento de la madre sobrepasa todo plano; por lo que nunca es posible recuperarse. La animalidad desgraciadamente no puede suplir esa necesidad, por ende, significa, de forma contradictoria, la fragmentación, un despojo del ser y la “estabilidad”. Por más que se desee un espacio alejado de la realidad, no existe un refugio que acoja a Irma, ni tampoco un entorno o estado en el que pueda volver a ser alguien tras la huella de la muerte, del dolor y de la ausencia.
Referencias
Braidotti, R. (2009). Transposiciones: Sobre la ética nómada. Gedisa.
Derrida, J. (2008). El animal que luego estoy si(gui)endo. Trotta.
Keizman, B. (2021). Delirios de descomposición en Samanta Schweblin, Daniela Tarazona y Mariana Enríquez. Anales de Literatura Hispanoamericana, 50, 273-285.
Ruiz Pérez, N. (2018), Las madres enemigas en la narrativa de lo inusual. Análisis de la matrofobia en tres novelas mexicanas [Tesis de maestría, Universidad de Alicante].
Sánchez Idiart, C. (2020). Inventar una vida otra. Experimentos de lo común en la literatura latinoamericana contemporánea. Revista de Estudios Hispánicos, 54(1), 773-795.
Tarazona, D. (2011). El animal sobre la piedra. Entropía.Yelin, J. (2019). La voz de nadie. Sobre el pensamiento del cuerpo en La Literatura Latinoamericana reciente. Pasavento. Revista de Estudios Hispánicos, 7(1), 97-113.
Aranza Hernández (Hidalgo, 2000). Es licenciada en Letras hispánicas por la Universidad Autónoma Metropolitana; profesora y amante de los michis. Ha participado en distintos congresos de didáctica y literatura. Asimismo, ha colaborado en diferentes revistas con textos afines a su área de estudio. Desarrolla, de manera independiente, talleres de lectura y redacción, además de encuentros de escritura creativa para niños y jóvenes.