POR BRYAN PICHARDO GALLEGOS
“La lluvia siempre purifica. Las nubes cargan con los recuerdos de la tierra y dejan caer gotas de melancolía y viejos tiempos”. Esas eran las palabras que el pequeño Daniel, de siete años, había oído de labios de su abuela y de su tía, y del hermanastro de su padre, y de su primo Joel, el más grande de la generación que le seguía a la de su padre. Prácticamente, todos conocían lo que aquello significaba.
Siempre se lo repetían con la misma alegría pícara, como quien guarda un secreto y habla en acertijos sabiendo que el otro no lo entenderá del todo. Pero aquella noche de junio lo entendió. Y no solo eso, también lo vivió, quedó aterrado y fascinado al mismo tiempo. Pero al final lo entendió.
Daniel siempre había vivido en la ciudad, pero su madre solía llevarlo cada Navidad a la tierra donde ella y su padre habían crecido y donde se habían conocido. Lo raro del último viaje, fue que lo llevara en aquellas fechas a mitad de año cuando se aproximaba el aniversario de la muerte de su abuelo y de su padre.
El pueblo era pequeño y de costumbres sencillas, con la clásica gente de un lugar así. Para Daniel, era un lugar aburrido donde no pasaba nada.
Ahí todos esperaban con ansias la temporada de las lluvias. Desde el hombre que trabajaba el campo hasta el vagabundo del pueblo. Cuando se aproximaba el mes y las nubes negras se comenzaban a mirar a lo lejos, todos se emocionaban y bailaban y cantaban. Después de la euforia, algunos se tornaban melancólicos y se encerraban en sus propios pensamientos. El citadino niño no entendía el por qué, hasta que todo comenzó.
Una noche, cuando las nubes ya estaban sobre el pueblo y el rugir de los truenos terminó, comenzaron a caer las suaves gotas de lluvia. Algunos esperaban a mitad de la calle con los brazos abiertos y la mirada hacia el cielo, con una sonrisa de oreja a oreja. Otros, más tímidos; permanecían debajo de los tejados, miraban por las ventanas o esperaban en el umbral de la puerta con cierto nervio.
La lluvia ya había empapado todo cuando comenzó a caer más rápido, las suaves gotas dieron paso a otras más pesadas y gordas. Y Daniel vio de primera mano cómo comenzaba el milagro que todos esperaban.
De entre la bruma acuosa y la fría brisa, siluetas comenzaron a formarse de la nada. Eran figuras humanas que se contorneaban con la lluvia; como si el agua cayera, empapara y goteara a seres invisibles que siempre habían estado ahí, pero que gracias a aquello se podían ver al fin. No se materializaban por completo como si tuvieran cuerpo como tal, pues se podía ver a través de ellos; pero los rasgos se definían tan bien con la lluvia que era fácil ver si era hombre o mujer, si usaban vestido o un overol, si la figura poseía una larga barba o solo un pequeño bigote, incluso saber si el cabello estaba trenzado, o perfectamente peinado en el caso de los hombres.
Daniel vio un par de aquellas formas comenzar a caminar hacia la casa, donde la abuela y él permanecían al umbral de la entrada. El niño tuvo miedo, pero el sentimiento se convirtió en confusión cuando miró a su abuela llorar y decir con la voz quebrada hacia la calle: -Oh cariño; hijo mío, ¿en verdad son ustedes? –
Y las siluetas bajo lluvia respondieron: -Lo somos… los hemos extrañado tanto-
Su voz parecía venir de un lugar lejano, como un susurro debajo del agua, pero a la vez eran tan reales y cercanas, como si le hablaran a cada quien al oído.
Uno a uno fueron apareciendo, una figura tras otra, y la situación de misterio y espera se tornó en una celebración de gritos de alegría, risas y abrazos. Daniel lo comprendió rápido. Con el agua, los familiares fallecidos de la gente del pueblo regresaban con ellos. Al menos de una forma extraña que no comprendía del todo, pero estaban ahí.
El pequeño reconoció la silueta de su padre y de su abuelo en aquellos que estaban fuera de la casa. La figura más joven de las dos le habló por su nombre, y el niño, hipnotizado por lo que pensaba imposible, se acercó a él bajo la lluvia. Con miedo acercó una mano y la nada lo tomó a él para jalarlo lentamente hasta verse envuelto en un tierno abrazo. Pudo sentir el calor paterno aún cuando rodeaba los brazos sobre la fría nada misma.
Por todos lados, la gente bailaba y abrazaba figuras invisibles enmarcadas por la lluvia y cantaba hombro a hombro con las siluetas de agua en escenas surrealistas. Hasta el vagabundo del pueblo desbordaba felicidad sentado al borde de la banqueta, bebiendo de una botella, al lado de lo que parecía ser la figura de una niña que recargaba su pequeña cabeza sobre su hombro y peinaba una trenza inexistente con sus mojados dedos.
Y Daniel se emocionó y sintió paz por todo lo que vio y oyó; y en el frenesí de la inocencia, jaló la mano de su padre con la intención de mostrarle las cosas que había traído de la ciudad, pero apenas cruzó la puerta, el brazo le cayó como si le hubieran soltado de repente.
Entonces la abuela se le acercó y con voz triste le habló, poniéndose a su altura: -ellos no pueden entrar, pequeño, solo existen bajo la lluvia. Solo así podemos verlos y tocarlos otra vez, y solo así ellos pueden hablarnos. Pero cuando el agua deje de caer se irán con ella, y no volverán hasta las próximas lluvias de junio-
Cuando el sol comenzó a repuntar por detrás de la colina en la lejanía, la intensidad de la lluvia bajó. Las nubes permanecían, pero ahora eran claras y no guardaban más agua en su interior. Entonces las risas y los cantos se fueron apagando, dejando un silencio cargado de amarga tristeza. De forma aislada, se podía oír uno que otro llanto y el grito de enojo pidiendo por más, otros se resignaban y lanzaban al aire un solemne adiós.
Y cuando por fin hubo amanecido y el agua encharcada reflejaba la luz del sol, los habitantes del pueblo comenzaron a volver a sus casas, totalmente empapados y con la mirada en el suelo, dejando las calles que anoche retozaran con el agua, ahora completamente vacías.
Pero no todos abandonaron la calle. Desde su cuarto, Daniel miró a varias personas sentadas en la calle, en los bancos, bajo los árboles. Parecían dormir. Pero lo cierto era que, así como la lluvia traía, también tomaba. Y algunas personas aceptaban la oferta, acompañando a aquellos seres; dejando todo atrás para seguir bailando en las nubes, esperando volver en las próximas lluvias de junio.
Bryan Pichardo Gallegos (Aguascalientes, 1995). Comunicólogo de profesión y escritor por vocación. Fiel creyente del poder de la palabra escrita para crear emociones, generar sentimiento y producir magia en la mente de los lectores. Actualmente laboro como redactor freelance para un par de revistas y un periódico; tratando de demostrar, una letra a la vez, que se puede vivir de este noble arte.