I
Tenía dos noticias para mi esposa: una era mala y la otra pésima. La mala era que mi jefe me había despedido por perder el tiempo mientras leía un libro en la oficina. La pésima era que asesiné al jefe.
Los hechos pasaron más o menos así:
Registré la hora de entrada a las ocho de la mañana, saludé a los compañeros, ascendí por el elevador hasta el piso nueve, entré a mi cubículo, encendí la computadora y la cafetera, saqué la novela de casi mil páginas que estuve leyendo durante la noche anterior y empecé a devorar otro capítulo más, a pesar de las advertencias de no leer durante el horario laboral.
Percibí unos pasos que se aproximaban por el piso alfombrado, pero decenas de empleados deambulaban por los pasillos a toda marcha, intentando aparentar que tienen algo urgente por resolver, de modo que no lo tomé en cuenta hasta que escuché una respiración entrecortada.
—Ya le había dicho, Almeida. Si lo volvía a sorprender leyendo en horas laborales… lo iba a echar.
Quedé tan atrapado en la trama que no me di cuenta de que el señor Valenzuela estaba parado detrás de mí.
—Disculpe. Solo verificaba unas cuantas líneas mientras prende la computadora.
El señor Valenzuela aplastaba como un enajenado el botón de su bolígrafo. Algo en su mirada era distinto, sin contar que uno de sus párpados palpitaba.
—No debe traer libros a este lugar. Usted viene a trabajar.
Cerré el libro, cuidando de posicionar el dedo índice en la parte en la que me había quedado. Solo me faltaba media página para terminar otro capítulo. Estaba seguro de que mi jefe pronto se marcharía y que todo quedaría en una llamada de atención.
—No volverá a ocurrir.
La mandíbula del señor Valenzuela se tensó. No recordaba haberlo visto así. Quizá era cierto lo que se rumoraba por los pasillos: la empresa iba en picada.
—No pasará de nuevo porque usted está despedido.
Todo transcurrió tan rápido: tragué saliva, pestañeé más de lo normal, saqué el dedo del libro, mis axilas empezaron a transpirar, apreté el puño izquierdo hasta enrojecer la mano, encogí los dedos de los pies y deseé tener una pistola para matar a ese pendejo engreído, así que me levanté dispuesto a matarlo; al final de cuentas, me volví a sentar y hablé hasta por las orejas.
—No puede hacer eso. Tengo que mantener a mi familia. Estoy hasta el suelo de deudas. He trabajado para ustedes por más de ocho años y llevó dos años esperando el dichoso aumento que usted me prometió si estudiaba un posgrado, para el cual me endeudé. Dése cuenta, señor, de todas maneras, la computadora no acaba por iniciar. Ni siquiera me han proporcionado una nueva. ¿Está seguro de lo que acaba de decir o escuché mal? No pasa nada si leo un par de minutos en lo que…
—Lo siento, Mario, la decisión está tomada. Pase a la oficina de recursos humanos.
¿Qué le iba a decir a mi mujer? ¿Le diría que me habían despedido por leer el libro de pasta dura que ella no quería que comprara? ¿Que los arreglos de la casa se volvían a posponer? ¿Que tampoco este mes podría llevar el coche con el mecánico? Y de las vacaciones a la playa mejor ni hablemos. ¡Las facturas no se pagan solas y continúan acumulándose en el cajón de los horrores! Era difícil hallar un trabajo decente en estos tiempos, aún con mi maestría en Contabilidad. Y yo le había prometido a Marito que le iba a comprar unos zapatos nuevos en la siguiente quincena. Apreté el libro con la mano derecha, me puse de pie, tomé vuelo como un golfista profesional, giré la cadera y…
—Le dije que fuera a la oficina de recursos humanos, no que se quedara parado ahí como…
Y golpeé al señor Valenzuela con el lomo del libro.
Le atiné en el mero botón: entre ceja y oreja. Ahí donde se reinicia el casete.
Mi jefe trastabilló y, al caer de espalda, se pegó en la nuca con la esquina de la mesita donde descansan los documentos más importantes.
—¿Señor Valenzuela?
Estaba tirado, con los ojos abiertos, con los brazos extendidos como un Cristo con traje caro y con el cuello torcido de una forma antinatural. Moví su cuerpo con la punta de mi zapato: sin reacción. Una tirita de sangre emergió por su oreja derecha y pronto empezó a gotear sobre la alfombra. El único ruido que escuchaba, aparte del agua de la cafetera, era el de mi corazón desbocado.
Maté al señor Valenzuela, me dije, soy un asesino. Voy a ir a la cárcel.
Sin meditarlo guardé el libro en mi maletín y noté que por fin había terminado de encender la computadora. Ya para qué.
Salí de mi cubículo. Traté de pasar desapercibido, pero…
—¿Ocurre algo, Mario? —preguntó la secretaria.
Me limpié el sudor de la frente con la corbata.
—El señor Valenzuela se sintió mal y se cayó. Voy a pedir ayuda. Parece que es algo grave.
—Bien —dijo ella con desgana y siguió pintando sus uñas.
Bajé los peldaños de la escalera de dos en dos. Al abandonar aquel edificio, marqué de inmediato al 911 desde un teléfono público e informé que el señor Valenzuela había tenido un accidente laboral.
Sabía que lo más tonto era largarse y dejar el cadáver tirado, ya que de ese modo sería el sospechoso principal de aquella muerte. Sin embargo, quería ver a mi familia, pues quizá pasaría el resto de mi vida encerrado en una prisión.
Deambulé por las calles de la ciudad, pensando en cómo salir del atolladero.
Cada vez que pasaba una patrulla me detenía a mirar los escaparates de las tiendas, luego intentaba seguir como si nada, pero sin un destino fijo.
Si llegaba temprano, mi esposa desconfiaría y empezaría a bombardearme con preguntas, y todavía no quería confesar mi delito.
Ingresé a un bar de mala vida. Dos oficinistas veían un partido de fútbol diferido. La televisión estaba en mute. Me apoltroné en un banco que estaba pegado a la pared. Y dejé el maletín encima de la barra.
—Usted debe ser un gran empresario —dijo el cantinero, señalando mi maletín.
Sí…, pensé mirando el cuero desgastado del maletín, seguramente lo soy.
—Deme una bien helada.
Mi voz sonaba tímida. Metí la mano en mi bolsillo y palpé tres billetes, dos monedas de denominación desconocida, una bolita de pelusa y un clip: suficiente para dos tarros de cerveza de barril.
Bebí mientras reflexionaba sobre cómo sería vivir dentro de la cárcel. ¿Cuántos años me darían si me declaraban culpable? ¿Podría trabajar en prisión y mandarle dinero a mi mujer? ¿Había tiempo de escapar al extranjero? ¿Por qué no puse la panadería que siempre quise? Ése era mi sueño, pero decidí trabajar para una gran empresa con el objetivo de no correr riesgos… y el tiro me salió por la culata. Me miré en el espejo aceitoso que estaba detrás del cantinero y me imaginé con un uniforme y cachucha de reo.
Los boleros antiguos que salían de la rocola me ponían más afligido. No podía perder el tiempo en una cantina que olía a sudor y a meados. Abandoné el lugar y los dos oficinistas alzaron la mano para decir adiós. Aún me quedaban dos billetes: lo suficiente para pagar un taxi. Paré un carro a media calle, me trepé en el asiento trasero y le pedí al conductor que me llevara.
—¿Se siente bien? —preguntó el taxista mientras me veía por el espejo retrovisor.
Le dije que me sentía magnífico.
—Tiene la cara de haber matado a alguien —dijo y lanzó un cigarrillo por la ventanilla.
No respondí y él dijo que era una broma para romper el hielo, pero yo no estaba para bromas.
—Me llamo Antonio —se presentó. Se me hizo conocido, a la mejor de otros viajes. Decidí inventarle un nombre y un apellido para no comprometerme.
Le dije al taxista que me bajara al dar vuelta de mi dirección; no quería que supiera dónde vivía y, además, no pretendía que mi esposa se diera cuenta que pagué otro taxi por perder el autobús.
Dios, estaba paranoico.
Al arribar a casa respiré diez veces antes de empujar la puerta. Mi mujer cocinaba algo que olía delicioso.
—Hola, cariño —saludó mi esposa—. ¿Por qué tan temprano?
Si no quería que ella sospechara, debía soltar respuestas precisas y cortas, nada de incoherencias. Me tumbé sobre mi sillón predilecto e hice como que leía mi libro para cubrir mi cara de espanto.
—El señor Valenzuela nos dejó salir una hora antes.
—Es una buena noticia.
—Sí.
Vi que mi hijo se oprimía las sienes con los puños. Lo saludé y él me devolvió su silencio. Pensé en hablar con el muchacho de hombre a hombre sobre sus malas calificaciones y sobre sus arranques de ira, pero no era el momento adecuado y no sabía cómo afrontarlo. ¿Qué problemas estarían pasando por su cabeza?
A veces me daba la impresión de que los dos vivíamos en la misma casa, pero en mundos paralelos.
—Sería bueno pasar la tarde en familia —sugirió mi esposa—. Quizá podríamos ver una película en la sala, como en los viejos tiempos.
Mi hijo tomó un cuaderno y golpeó la mesa.
Servando Clemens (Sonora, 1981). Escritor de cuentos breves, crónicas urbanas y de varios intentos de novela. Ganador del Concurso Internacional Oscar Wilde de Cuento 2020; además, ha participado en revistas digitales e impresas como Espejo Humeante, Revista El Axioma, Anapoyesis, Palabrerías, La Náusea Lit, Masticadores, Winged, El Submarino, Minilibros de Sonora, libre e independiente entre otras.