POR MARÍA JOSÉ MARTÍNEZ DELFÍN
Cuando Will huyó de casa, no miró atrás. ¿Cómo podía hacerlo cuando sus ojos estaban fijos hacia los cielos, intentando divisar un nuevo mundo abriéndose entre las nubes tras una tempestad? ¿Debía contentarse con el ruido de la cotidianidad cuando su corazón latía en yambos al compás de las estrellas danzantes? ¿Por qué resignarse a hacer guantes cuando podía revestir regimientos enteros con palabras doradas?
Los actores llegaron un día de mercado como hadas pícaras. Sus rostros pintados revoloteaban cual mariposas entre serpentinas coloridas mientras destellos de música envolvían sus formas de sombra. La compañía lo acogió y Will se sintió en casa como nunca lo había hecho en aquella choza de la calle Henley que lo vio nacer. Tan veloz como un giro de frase, él se disfrazó de asno y se unió a la mágica procesión para no volver nunca al mundo mortal. Ya en la capital de la Reina Hada, la realidad se tergiversaba cada noche ante sus ojos en su querida “O” de madera. Era un microcosmos donde el cielo y el inframundo congeniaban, las profecías se cumplían, grandes héroes, tiranos y emperadores por igual caían en picada para revivir con cada amanecer y bellos pajes tenían el aspecto de las doncellas más hermosas. Y Will, cual “cuervo advenedizo”, lo quería todo. Sin embargo, tras vivir tanto tiempo entre espejismos, sólo era cuestión de tiempo que se encontrara con espectros verdaderos.
El primero era un viejo conocido. La Peste lo había seguido toda su vida, arrebatándole dos hermanas con su baile macabro, y ahora perseguía a las musas de su proscenio. El visitante le pisaba los talones y aunque Will le tendía la mano, él lo rodeada como a una presa en los hostigamientos de osos que tanto frecuentaba en Bankside. La Peste vino en su búsqueda y se marchó con las manos vacías, pero como todos saben, los fantasmas vienen en grupo y uno le abre la puerta a otro, incesantemente, igual que el prolífico linaje de un rey legítimo. Sin duda, cuando Will llegó a la ciudad perdido en sus fantasías, nunca imaginó que cargó a los fantasmas de Stratford consigo, ni que ellos finalmente lo encontrarían una sofocante noche de agosto…
Como todo hombre pasado en sus copas, Will declamaba como un sabio bufón, revelando verdades a la corte de su taberna preferida. Repentinamente, pausó sus letanías celebrando el genio de Kit o el talento de Burbage y sus maldiciones por el cierre de los teatros, cuando creyó reconocer la brillante silueta de su esposa que abandonó en casa, erguida cual profetiza, entre la gente que frecuentaban la posada de La cabeza del jabalí. Miró a la aparición extrañado como a una estatua que súbitamente cobró vida o a un muerto vuelto de los infiernos. Ella sostuvo su mirada con desdén, sus ojos fulminantes lo penetraron como dagas flotantes y de ellos brotaban lágrimas de ira. Su rostro era un espejo quebrado, una herida sangrante. Anonadado por su presencia, Will vio el mundo a su alrededor trastornado y oscurecido, donde las caras de sus colegas, como el del siempre alegre Kemp, se volvieron calaveras flotantes viéndolo con sonrisas lastimeras. Parpadeó y el inesperado huésped se había esfumado, pero el festejo se había arruinado. El dramaturgo arrojó su copa como si estuviera envenenada y culpó su agotamiento al potente hechizo de la cerveza antes de despedirse de su feliz compañía.
Una vez que salió por aire a la calle, Will se tambaleó por el ensordecedor repique de campanas funerarias y, en la confusión del furioso sonido, huyó del recuerdo de su precoz matrimonio fallido. Volvió a sepultarlo en la cripta de su mente, pero apenas dio dos pasos, cuando se encontró con una nueva aparición. Ahora, vio a un niño de negro, esquelético, de piel amarillenta cubierta con pústulas supurantes y cuyos ojos reconoció por ser iguales a los de su mujer. Will sabía a qué había venido. ¿A qué más sino a cobrar su deuda con carne? Le gritó a la sombra que explicara el porqué de su venida, el motivo de su disfraz ofensivo y la encomienda para enmendar su error. Así, Will podría dar fin al juicio de su conciencia y aquel purgatorio en vida. Sin embargo, el visitante permaneció callado, viéndolo con melancolía hasta que alzó su raquítico brazo hacia él, suplicante. En su joven mirada había una sabiduría temible, una sentencia muda, pero lo más desgarrador era su familiaridad. Aterrado por su saber sagaz, el dramaturgo apartó los ojos hacia sus manos temblorosas, y por un momento horrible, las manchas de tinta en sus palmas le parecieron tan oscuras como la sangre.
El gallo cantó repentinamente y cuando Will volteó de nuevo, el espectro se había esfumado como un discurso en el escenario. Su recuerdo fantasmal era una promesa. Así que huyó de nuevo, desapareciendo entre los claroscuros de la madrugada y cruzando umbrales hasta llegar a sus aposentos en St. Helen’s. Para su infortunio y la burla de los astros que tanto alabó antes, ahí se encontró con un tercer visitante, aunque esta vez tomó la apariencia de su más grande amor: las palabras. Tomó la carta a su nombre enviada desde Warwickshire y reconoció en ella la letra de su distanciada esposa, comunicando el fallecimiento, tras una larga lucha contra la enfermedad, de su hijo Hamnet. Sometido por el peso de su culpa y como un sonámbulo que confiesa sus pecados, Will le dio voz a su duelo, semi enloquecido. Como alguien poseído, empezó a escribir el boceto de sus pesadillas. Finalmente, el escapista no pudo correr más. Escribió sobre espíritus vengativos en pena, sangre que corre mezclada con el vino, cráneos parlantes que se lamentan por la inocencia cruelmente arrebatada como las flores en las tumbas y, principalmente, sobre padres ausentes. Después de la tormenta, esperaba encontrar un camino o una respuesta a la nada en el corazón de esta tragedia familiar. Sin embargo, siguió atorado, perdido por el movimiento perpetuo de la inacción, porque existen verdades secretas del mundo que ni siquiera su arte podía deletrear. Al final, todo lo que Will pudo hacer para atar su alma errante fue conformarse con una última pregunta tan corta como la vida, tan real como los campos embrujados de Stratford y las aguas letales del Avon, y se la preguntó a sí mismo una y otra vez, hasta la eternidad…
María José Martínez Delfín (Nueva Orleans, 1992). Lic. en Letras Inglesas, UNAM. Especialidad en crítica literaria y Shakespeare. Experiencia en subtitulaje, traducción de guiones y actuación de voz. Escritora aspirante. Ha participado en podcasts (Sin aliento, Vanya Reads), revistas digitales (Revista Marabunta) y próximamente otros proyectos literarios (ant. Ochenta Cuentos y Gramarye Journal por University of Chichester).