I Una guerra me convoca, infausta y extranjera. Asisto desnudo a un encuentro de pájaros muertos, a un campo descarnado donde Dios olvidó su sombra. Hay en esas tierras, cabezas de ángeles decapitados, risas infantiles colmadas de un polvo negro, un país con los pies en desazón inacabables. Hay en esas tierras una grave niebla, fantasmas que entran y salen de entre los escombros, angustia machacada como pólvora. Sin retorno al alba, con ojos agrandados de espanto, entro lento a una caverna que apesta a zapato viejo, duermo abrazado a la metralleta como una madre con su hijo y una esquelética luz que acaricia mi sien me nombra heredero de la ceniza. Visito el fondo más amargo, el vórtice de una patria hecha de púas y bocas grises, un sitio donde todo calla. II Una lánguida, sórdida, oscura guerra me convida, me arranca el rostro al final de una zanja y se burla de mi cuerpo golpeado por la lluvia. Se sienta con nosotros el hambre y unos perros largos, tristes, abandonados entre el barro lamen nuestras heridas; unas ratas gordas, sonrientes, bailan sobre los estómagos abiertos, meriendan el festival de nuestras llagas. III Una pradera con olor a pescado podrido me reúne junto a las amapolas, en el viento que atraviesa los pastos de sangre, mientras un batallón de hormigas se instala en la cuenca de mis ojos. Me disperso, me difumino, me disgrego en la onda sonora de una bala, atrás quedan los territorios del crepúsculo que no volverán, el paraíso en ruinas, el cual nunca habitaremos, una esperanza colgada como un pedazo de carne. IV Una guerra más allá de las casas de verano me cita, a una región donde el cielo ya no es azul y las promesas se desgarran, quedan prendidas entre los alambres, los sueños se queman bajo un golpe napalm. Mi corazón es una granada abierta al vacío, un agujero para abastecer lo siniestro. V Ahora mis manos tibiamente se hunden en el fango, hay un espeso gas naranja alrededor; los huesos se salen de sus coyunturas, la mirada asciende hacia la bóveda celestial y veo a mis hermanos descalzos, sordos, petrificados como estatuas de hierro. VI Oigo muy cerca el acero atravesando gargantas, el lenguaje que hablan los comidos por gusanos, la conquista del frío en los cuerpos calientes, los clamores vertidos sobre las piedras; nada amortaja el cansancio, en la tierra de nadie ningún pie está seguro sobre el fuego. Oigo cómo martillean el suelo las bombas y cómo el aire se agrieta, se parte en mil esquirlas de plata. Desde lo hondo nace una gran luz por encima de mis ojos, por todos lados el paisaje se despelleja, el fin del mundo crece en mis famélicos brazos, hay un flujo de rayos gamma que cierne mi alma, es la hora en que vuelvo a dormir como lo fui de niño.
Adrián Alejandro Arenas Córdova (Tabasco, 1993). Estudiante de la Licenciatura en Letras Hispánicas en la Universidad de Guadalajara; ha publicado en diversas revistas literarias como Pez Ciego, Página Salmón, Gaceta CUSur y Luvina Joven; ha ganado mención honorífica en los Juegos Florales de Zapotlán el Grande 2016 y 2022. Además, tiene como pasatiempo contar a las personas una por una en el centro de su ciudad en días de quincena.