MATANDO POR PAZ

POR GERARDO SÁNCHEZ

II

Llego a casa con antelación para encubrir la camiseta manchada de sangre, avanzo a la lavandería y me deshago de la última evidencia criminal. El calor aprisionado en el cuarto provoca que vuelva a oler el óxido del rojo carmesí teñido en mi prenda, la meto en el túnel del centrifugado para lavar la mancha esparcida en la parte del torso. No, así no. 

Reacomodo mis pensamientos. ¿De qué forma debo eliminar toda vinculación con el asesinato? Recuerdo lo que hice quince años atrás. Debo cortar la camiseta en pequeños trozos y arrojarla en un contenedor a varios kilómetros de aquí, pero en una dirección contraria donde tiré el cuchillo, los guantes de látex y su teléfono móvil.

Espero no haberme expuesto cuando decidí botar el cuchillo al pasar por la esquina de un barrio conflictivo. El primer poblador de esta villa que asome la nariz tomará el arma para fanfarronear con su pandilla, antes de esto, el imbécil vagabundo abrirá el grifo de agua para limpiar la sangre de la víctima y mis huellas incriminatorias desaparecerán. 

Después de cumplir con la desaparición del cuchillo reduje la velocidad y con estrépito arrojé los guantes y el móvil hacia el pútrido orificio de una alcantarilla sin bajarme del coche, a una distancia de seis calles donde permanece el primer artilugio. Antes del crimen esbocé un plan para destruir los guantes con desengrasante casero, pero descarté la idea porque se requería pulverizar el látex y tomar prestado utensilios del edificio. 

Y tengo la certeza de ser observado por mi compañero de cuarto; me abstendré de causar molestias para que este lacayo no estudie mi conducta. Ya de por sí me señala de excéntrico. Causa ánimo al corazón comprobar que el paquete que despojé del muerto está en buenas condiciones, sin deterioro visible. Será un gran regalo de cumpleaños.  

I

Llego al estacionamiento techado para ocultarme de la agotadora luz vespertina, determiné el punto de encuentro con el vendedor del paquete ofreciendo remunerar con más dinero. Le pedí encontrarnos en zona transitada para otorgar confianza,  pero ahí mismo una constructora recién ha levantado un edificio que tiene  aparcamiento subterráneo y por consecuencia vacío. Ya en el interior del subterráneo, me instalé prematuro en un sitio con punto ciego para amortiguar obstáculos y lograr la escapatoria con sigilo. 

Abro una nueva conversación de texto en mi móvil para localizarlo:

“Buen día. Ya estoy aquí, en la planta baja. Busca el sedán color rojo, es el único coche en todo el piso.”

El individuo me responde:

“okis” 

“aterriso en 5 je je”

“creo q ay un semaforo apagado je je”

Sus faltas de ortografía chamuscan mis ojos. Es esperanzador saber que compensaré el peso del planeta con un ignorante menos. Casi media hora después, el miserable se presenta para completar el trueque. Tengo más ganas de matarlo, no existe otra cosa que me cause erupción que la impuntualidad.

Me extiende su mano y yo le extiendo mi cuchillo. Justo en el centro para atravesar los cartílagos en medio de sus costillas. El filo resbala sin presión, la victima puja un chillido mientras se lanza hacia atrás. El imbécil no me ataca. Clavo y clavo sin contar las puñaladas. No miro su tronco, solo irrumpo en sus ojos para infundirle miedo. La muñeca de mi mano derecha se afirma con la sangre derramada, mientras con la otra mano arrebato la bolsa que contiene el regalo de cumpleaños que debo entregar el día siguiente. Huyo.

III

Llego a la reunión de amigos. Reparo en los olores agridulces que despide el horno de la cocina, rezo por que el anfitrión haya preparado sus famosas costillas de cerdo término medio. Los espacios de la sala principal ayudan a convivir sin apretujarnos, dejo en la mesa el paquete envuelto de celofán junto con el resto de los regalos. 

El cumpleañero es un cuate que admiro. No sabía qué cosa darle de obsequio porque tiene poco interés por las cosas materiales, sin embargo, hace tiempo mencionó que suspiraba por un libro en particular. Ese libro fue el motivo del sangriento trueque: una edición limitada.

Se escucha por todas partes la efervescencia de las cervezas al abrir los corchos de las botellas, doy un trago a la mía y regreso a la vida. Se acerca otro cuate y me presiona para contratarle el servicio de un sistema cerrado con cámaras de seguridad en el hogar. ¡Cámaras grabándome! 

De golpe me ausento de la conversación, desplomado por el pánico recreo la escena del delito y me siento como liebre encandilada por las cámaras dispersas que puede haber en cada punto estratégico del estacionamiento. Encima de esto, los mensajes de texto del encuentro se almacenan con reservada custodia en una fría habitación atiborrada de cables muy lejos de aquí. La situación me pone hostil con el instalador de cámaras, prefiero escapar de allí.  

Entre mi colección de Novelas Clásicas Criminales, ninguna de ellas relata la crisis con el enemigo sintético que todo lo ve: el ojo que almacena imágenes en su hipermemoria. Creí que la teoría del Gran Hermano se conservaría exenta solo para la Ciencia Ficción sin llegar a importunar mi tranquilidad para matar. 

¿Por qué no lo pensé antes? He sido vencido por el progreso. Solo espero el milagro de haber elegido un lugar de encuentro desprotegido y que los dueños del edificio nunca consideren que siguen existiendo asesinos anticuados en la calle.

Y todo por un libro de Octavio Paz.

Gerardo Sánchez (Monterrey, Nuevo León, 1981). Es un entusiasta en colaborar con nuevas corrientes y mejores voces literarias. Sus cuentos han sido publicados en revistas de tiraje electrónico, además de generar una delatora contradicción entre los lectores con el título de su libro “El extraño caso de Stephen King” ofrecido por Amazon.