POR ARMANDO GUTIÉRREZ VICTORIA
Quién puede dudar ya que quizá lo que más profundamente hermana a nuestra generación es un irremediable sentimiento de derrota. Una extraña sensación que recorre nuestros esfuerzos y nos agota hasta el extremo de la apatía y de la depresión. La sentimos en nuestros imaginarios no cumplidos, en las canciones y películas que tan desesperadamente consumimos y en las cuales, a veces, llegamos a encontrarnos.
Concluidas y caducas quedaron ya las narrativas fabulosas de éxito y realización personal. Ya no nos ilusiona el “trabajo soñado” porque somos nosotros quienes hemos descubierto lo poco que vale tu nombre en la nómina de una empresa. Tampoco creemos ya en la intelectualidad y en la profesionalización académica que sólo saben verse a sí mismas, sin respuestas para el mundo. Ya no más golpe de suerte, el momento preciso en que alguien, quien sea, llegue un buen día para descubrir nuestro enorme talento y que al hacerlo nos dé por montones la validación externa que a veces nos hace sentir tan bien con nosotros mismos.
Hay cosas que simplemente no pasan, nos hemos llegado a dar cuenta, aunque todavía haya quien nos quiera hacer creer que no es así. Que si tan sólo te esfuerzas lo suficiente, que si sacrificas tu estabilidad emocional, el tiempo con tus amigos, con tu familia, que si sigues todas las reglas y das lo mejor de ti, al final tendrás tu mágica recompensa. Pero no. Porque la generación de la derrota también es la generación del desengaño, del grito ensordecedor porque ya no está en edad para creerlo todo. Somos la generación que ya dejó de intentarlo porque realmente nos percatamos de que las reglas han sido diseñadas para que siempre perdamos y, lo que es peor, para que nos sintamos culpables con nosotros mismos, miserables ante nuestra terrible incompetencia. Porque nunca seremos suficiente, tan brillantes y capaces como él, como ella, como cualquier persona que a nuestra edad ya había conquistado tantos logros, ya tenía la vida resuelta, que se la pasa viajando, de fiesta, con montones de amigos, estudiando posgrados en el extranjero, que sale sonriendo en todas sus fotos, anunciando las posibilidades que hemos perdido ya.
Creo yo que ya nos dimos cuenta de lo absurda y monótona que es la vida, ésa que tanto y tan bien nos han vendido como modelo aspiracional. El tanto tiempo que desperdiciamos intentando sobresalir del resto, haciendo todo para ganarle a nuestro propio abismo, a los años que se acumulan como nuestros silenciados fracasos, a las expectativas de nuestros padres, al dinero que siempre hace falta, a la soledad terrible que desde hace tanto nos acompaña. Realmente te sientes estúpido al darte cuenta que aquello que estimabas tus más grandes tragedias, por lo que tanto te has desvelado sin poder conciliar el sueño, no vale tanto como para arruinarte la vida. Que perder en lo que sea a nadie importa o ciertamente a nadie debería importar. Pero cómo no hacerlo si nos han dicho hasta el cansancio que hay que competir, que hay que llegar a la meta y ser exitosos, nunca rendirnos y echarle ganas, lo importante es echarle ganas.
De nada vale, ahora lo sabemos muy bien, que te hayas esforzado en todas las tareas, que hayas sacado 10 en todas las materias, que asistas todos los días al colegio, al trabajo, que te levantes temprano, aun en contra del insomnio que no’más no te deja. Nada vale todo eso si ahora sufres de una cabrona depresión porque no lo estás logrando, porque las tremendas expectativas siguen sin cumplirse, porque te esfuerzas y te esfuerzas y luego vienen esos pinches días en que nada sale, en que tienes una tremenda pesadez en el alma que no te deja ni arrastrar los pies. Hay una tristeza infinita que nos colma, una que pronto se transforma en apatía y odio por nosotros mismos, una enorme nada contra la que no hay cosa que valga. Y entonces preferimos paliar el dolor con satisfacciones efímeras, con sentimientos impostados, con personas rotas, como nosotros, aunque sea por un momento nos sentimos a salvo, del otro lado y nada más.
Pero hay quien cree fervientemente que todo está bien, tan sólo porque ahora mismo el sistema le es favorable, porque quizá ha logrado, aunque sea por un momento, cumplir con los estándares. Pero también hay otros que miran al resto con recelo, porque les han enseñado que en la competencia no se tiene amigos, porque es muy fácil envilecerse el alma y pensar que el otro es un enemigo imaginario, aunque en secreto compartamos el mismo sentido de fracaso y abandono. Porque a veces hay algunos que nos parece que no dudan y que lo tienen muy fácil, no están habituados a no dar el ancho, aun cuando nada de eso sea cierto, porque también una enorme inseguridad los recorre, porque hay veces que ellos también han querido renunciar y dejar todo atrás como todos nosotros, la confianza es una fachada ante la insuficiencia, ante el miedo de quien triunfa y debe volver a triunfar porque la caída sería estrepitosa y bien merecida si no lo consigues.
Somos la generación de la derrota y del desengaño, pero también somos la generación de la ironía elegíaca, los que promovemos la salud mental y, al mismo tiempo, hacemos chistes sobre nuestra propia muerte. Lo cotidiano nos lleva a rondar de manera constante la idea del suicidio como liberación imaginaria a todos nuestros males. Está bien ir al psicólogo una vez por semana, aunque seas incapaz de expresar cómo te sientes a tu familia. Está bien decir en voz alta que estás triste y agotado, pero también fantasear con la muerte, no como liberación espiritual o trascendencia eterna, sino como una vasta nada donde no hay cosa que nos haga daño.
Pero tampoco hay que alzar tanto la voz y decir sin más que te quieres morir, porque pronto llegan todos preocupados por tu falta de vitalidad, porque “preocuparse” es lo correcto, un gesto reflejo de empatía que pocos, realmente, están dispuestos a prolongar más allá de los comentarios de rutina. La idea de la muerte ronda nuestras cabezas como los escenarios imaginarios de un mundo sin nosotros, lo mucho que haríamos llorar a mamá, a nuestros hermanos, a la abuela que tanto nos quiere y que se preguntará constantemente por qué no pudo rescatarnos de nosotros mismos, por qué no habló más con su nieto y nos llevó a su lado, confortando un poco nuestro adolorido corazón.
Somos intrusos del mundo que nos toca, de las formas limitadas de ser que cada día renuevan su fuerza destructora en nuestra carne y nuestra mente. Satisfechos y aterrorizados nos damos cuenta una tarde de lo mucho que hacemos por reflejo, de lo poco que nos importa nuestro trabajo, nuestra inacabada tesis, que se ha llegado a transformar de un genuino interés en un tormento del cerebro y otra irrefutable prueba de nuestra inmensa mediocridad. Un sentimiento de melancolía recorre nuestra generación porque ya sabemos que por los caminos usuales no llegaremos a nada. Hijos del desarraigo, no nos queda otra alternativa que construir nuestros propios discursos, nuestras propias iniciativas, reformular los frágiles cimientos de la estrecha realidad. Ser fraternos con nosotros mismos, como nadie quizá lo será si no empezamos de una buena vez.
Pero también nos queda la alternativa del arte y de nuestro presente. Basta ya de la fantasía utópica y absurda, así como de la tragedia esquizofrénica de la violencia de los noticieros televisivos. Hay que escribir sobre nosotros mismos, sobre nuestro dolor y nuestra ruptura, sobre volver cansado del trabajo, sin ganas para nada, sentirte sin amigos, perder otro concurso literario, no saber cómo decir lo que sientes, mirar incesantemente las redes sociales en busca de un ápice de aprobación. Hay que escribir sobre lo que somos, sobre la vastedad de nuestra nada, sobre nuestra carne, sobre las cosas que nos rondan la cabeza, sobre nuestra tragedia personal, tan tragedia y tan dolorosa como otras, porque a nadie más le importa nuestra experiencia, porque hay que dar cuenta de todo eso para que la gente sepa que no está sola, que ése es nuestro mundo, nuestros asideros, extraños a sus anhelos, pero reales de un modo hasta entonces no visto. Nos queda la alternativa de la literatura, no como documento de la historia o de la sociología, sino como nervio vivo, tensión concreta de nuestra individualidad, ésa que tanto nos han hecho creer que poco importa si no es en favor de los otros. Una vuelta al realismo, no como estudio, no como radiografía de clase, sino como experiencia primera de nuestro tiempo, de eso que nos aqueja. Nos queda la alternativa abierta de nosotros mismos y un autorretrato con amigos.
Tecámac, septiembre de 2023
Armando Gutiérrez Victoria (CDMX, 1995). Estudia el Doctorado en Literatura en El Colegio de México. Autor del poemario Week-end en Zipolite y otros poemas póstumos (Escrúpulos, 2023). Ha colaborado con ensayo, crítica, narrativa y poesía en Punto de Partida, La Palabra y el Hombre, Punto en Línea, Campos de Plumas, Primera Página, Tintero Blanco, Didasko, Espora, Plástico, Ibídem, etc.