ME PREOCUPAN LAS HORMIGAS | POR ISMAEL HERNÁNDEZ

Ayer bajaba por una hermosa calle llena de árboles, saturada del canto de las cigarras. Cuando miré al suelo vi a las hormigas trabajando entre las abundantes hojas caídas. Llevaban su carga a cuestas, esos trocitos de hoja más grandes y pesados que sus propios cuerpos. Caminaban en fila, en orden, disciplinadas; formaban una larga caravana que iba a perderse en ese pedazo de tierra que quedó en medio del asfalto y los edificios, donde crecen enormes árboles como si estuvieran en la selva, como si ignoraran todo el concreto a su alrededor. Seguramente ahí, en esa diminuta selva aislada entre la urbanización, está su hormiguero. 

Pensé que las hormigas prestan un gran servicio a la naturaleza, que hacen girar el ciclo de la vida al llevarse las hojas caídas y con ellas elaboran su alimento, pues de ese modo transforman materia muerta en nutrientes para los suelos. También pensé en la soberbia humana, que nos hace sentir tan especiales con nuestros pulgares oponibles, nuestro lenguaje articulado y todas esas cosas que pensamos nos son exclusivas. Pero no somos tan distintos, ya que ellas se comunican entre sí mediante señales químicas y conforman sociedades envidiablemente ordenadas, mucho más ordenadas que Caracas o la Ciudad de México. Ya quisiéramos los habitantes de las grandes urbes que entre nosotros privara la misma coordinación cronométrica que hay en el andar de las hormigas, tanto dentro de sus hormigueros como afuera. Claro, alguien podría replicar que el costo de esa armonía es que las hormigas no tienen personalidad ni individualidad, que ese orden es producto de una monstruosa uniformidad donde cada uno de los individuos es indistinguible del otro y solamente es un engranaje de la maquinaria social… pero si lo pensamos un poco, esa descripción bien podría ajustarse a la sociedad de masas actual, donde la producción en serie y la publicidad aplanan nuestros gustos y deseos, donde los algoritmos nos manipulan en lo más profundo y donde desempeñamos trabajos alienantes que nos convierten en una tuerca más del sistema. En verdad, las hormigas realizan varias actividades que pensaríamos son exclusivamente humanas y, aún más, que son exclusivas del ser humano civilizado. Algunas especies, como las que miré en la calle, practican la agricultura; en realidad no se alimentan de los trozos de hojas que recogen, sino que con ellos alimentan y cultivan dentro de su nido un hongo que es su verdadero alimento. Otras especies practican la ganadería, crían pulgones que les proporcionan un dulce néctar. De hecho, las hormigas empezaron a practicar la agricultura y la ganadería millones de años antes de que el ser humano. Son grandes constructoras, no solamente de ciudades subterráneas sino también de ciudades áreas, como las hormigas tejedoras, que hacen sus nidos en las copas de los árboles enrollando unas hojas sobre otras y pegándolas con la seda que proporcionan sus larvas, y aún más asombrosas son las temibles hormigas legionarias o marabunta, cuyos nidos están formados por los propios cuerpos de miles de hormigas sujetas entre sí por las patas y cuyas paredes llegan a tener hasta un metro de grosor. Por si fuera poco, también construyen caminos de cientos de metros, una verdadera red de autopistas en medio de la selva. Lamentablemente, también tienen otras costumbres que desearíamos fueran exclusivas del ser humano por su maldad; las hormigas también hacen la guerra, tanto entre especies diferentes como entre hormigueros de la misma especie. Incluso, las hormigas conocen la deleznable práctica de la esclavitud. 

Pensando todas esas cosas quedé maravillado y, en consecuencia, caminé con cuidado, tratando de no pisarlas; de hecho, bajé de la acera y me acerqué peligrosamente al paso de los vehículos, exponiéndome a que me atropellaran. Seguí caminando, salí de la zona arbolada absorto en mis pensamientos. Entonces recordé a las hormigas de mi cocina. Estas son de otro tipo, negras y diminutas, y alegremente se alimentan de todo lo que dejo a su alcance, incluidos los restos de comida que quedan en los platos en el fregadero. He observado que en cuanto empiezo a mover los trastes se ponen en alerta y en un minuto evacúan el lugar, lo cual nos habla de su eficiencia en el manejo de desastres. En más de una ocasión he dado golpes al fregadero y esperado a que se retiren antes de ponerme a lavar los trastos. 

Todo esto me hizo recordar el cuento de Mario Benedetti “A imagen y semejanza”, en el que nos cuenta los inmensos esfuerzos de una pobre hormiga para levantar un terrón de azúcar, cómo lo pierde por el viento, luego toma un palito y también lo pierde por un golpe en la superficie sobre la que caminaba o por una caída y cómo lo recupera una y otra vez, salva los obstáculos de su camino y, cuando ya se encontraba solamente “a dos centímetros de su meta, la hormiga se detuvo, de nuevo alertada. Entonces, de lo alto apareció un pulgar, un ancho dedo humano y concienzudamente aplastó carga y hormiga”. También me hizo recordar aquella fábula de Augusto Monterroso sobre el búho que se puso a reflexionar sobre las injusticias que ocurrían a su alrededor, entre otras, “sobre la debilidad de la Hormiga, que era aplastada todos los días, tal vez cuanto más ocupada se hallaba”. Efectivamente, las hormigas son aplastadas todos los días y nadie se inmuta, a veces quien las aplasta ni cuenta se da; parece que así es el orden de las cosas. Las hormigas son símbolo de lo diminuto, lo insignificante, lo débil y frágil pues, en verdad, una hormiga por sí misma, es una nada. Sin embargo, cuando se unen y se organizan, son capaces de cosas admirables. 

Seguí mi camino y llegué a la oficina, donde me ocupo de “tratar y discutir sobre los altos intereses de la paz y de la guerra”, como dijera Bolívar. Entre otras cosas, tengo la tarea de darle seguimiento a los movimientos en el tablero geopolítico donde las potencias se juegan el poder, al desarrollo de las guerras declaradas y las no declaradas, las convencionales y las no convencionales, y contemplo impotente cómo pueblos inocentes son bloqueados o arrasados. Y en medio de tan trascendentes asuntos… me preocupan las hormigas que vi en la mañana, que las pisen, que las arrollen, que las fumiguen, que la lluvia las ahogue y las arrastre. ¿Por qué? ¿Acaso soy tonto, blando, infantil? Ya no digamos frente a los grandes dramas de la humanidad actual, sino frente a los problemas personales de la vida cotidiana, ¡a quién le importan las hormigas!

Pertenezco a una de las primeras generaciones a la que se le enseñó desde la escuela primaria que existe una crisis ecológica, provocada por los seres humanos con nuestro modo de producir y consumir y, por tanto, mi generación tiene una particular sensibilidad que se manifiesta en gestos quizá intrascendentes como no tirar basura en la calle o no matar una araña que encontramos dentro de la casa. Las personas de mi generación tenemos una visión diferente sobre los bichos, no tenemos ese impulso de nuestros mayores de matarlos en cuanto los vemos.

Hoy volví a bajar por esa calle y ya no estaban las hojas en el suelo y tampoco las hormigas. El eficiente servicio de limpia de la alcaldía barrió con unas y otras, porque una municipalidad decente no puede tener las calles y las aceras llenas de hojarasca, esto no es una jungla. Para la mentalidad moderna y urbana, la civilización consiste en una particular asepsia que a veces raya en la esterilidad, en la aversión a cualquier cosa que nos recuerde la insistencia de la vida en surgir, crecer y multiplicarse en cualquier lugar, ya sea una telaraña en una esquina de la casa, el liquen en los muros, hojas en el piso o estrellas en el cielo. Me preocupé por las hormigas y me pregunté: ¿Cuántas habrán sobrevivido? ¿Serán suficientes para que la colonia se recupere y perdure? ¿Qué van a comer, sin hojas para alimentar su hongo?

Ayer las hormigas sucumbieron masivamente, indefensas, confundidas, asustadas, inocentes de su destino. Otra vez caigo en cuenta de que los seres humanos no somos muy diferentes a ellas: estamos muy ocupados haciendo la tarea que nos toca en la división social del trabajo, siguiendo a la multitud detrás de la cual marchamos, acumulando papelitos verdes o basura en nuestros nidos y preocupados por alimentar nuestras larvas, sin reparar en que mañana una escoba nuclear puede barrernos a todos si quienes se creen dueños del mundo deciden embarcarse en una guerra que ninguno puede ganar antes que renunciar a sus ambiciones hegemónicas.

Ayer fueron barridas las hormigas, sin embargo, la fuerza de la naturaleza no es fácil de doblegar, y así como unos cuántos árboles quedaron encerrados en un punto del trazo urbano y ahí resisten formando una pequeña selva en medio de la ciudad, las hojas volverán a caer y las hormigas volverán a salir a trozarlas y recogerlas. Las sobrevivientes del holocausto de la escoba heredarán la tierra y volverán a poblarla.

Hay que maravillarnos de este diminuto ser que no se conforma con tomar su alimento de la naturaleza y consumirlo tal cual, sino que lo produce con su trabajo, que practica la agricultura y la ganadería; este diminuto ser que construye ciudades hermosas y bullentes; que cada mañana se despierta para trabajar duro y buscar su sustento; que cuida y protege a sus crías; que con un lenguaje complejo le comunica a sus semejantes sus angustias, sus alegrías y sus sueños; hay que maravillarnos de este diminuto animal que también llega a ser terrible, que le hace la guerra a sus semejantes, que los sojuzga y esclaviza, pero que también se resiste a ser avasallado y lucha por su liberación; hay que maravillarnos de las potencialidades de esta alimaña, insignificante en el universo infinito, pues si algún día logran organizarse y unirse para planificar colectiva y democráticamente su trabajo, puede convertir al mundo en un paraíso para todos. Tenemos que tratar de salvar esas hormigas porque cada una es valiosa a pesar de su pequeñez; hay que alargar el paso para no pisar ni una sola; hay que interponer el brazo con firmeza y apuro para impedir que una escoba hipersónica las fulmine. Debemos evitar el Armagedón para que todos los seres, hasta los más humildes, sigan viviendo y tengan un lugar en el universo.

Ismael Hernández (Ciudad de México, 1981). Licenciado en Filosofía y Maestro en Estudios Latinoamericanos por la UNAM. Ha sido docente, sindicalista y editor. Actualmente es encargado de Asuntos Culturales de la embajada de México en la República Bolivariana de Venezuela.