MEMORIA DE LO INVISIBLE | POR ANDREA ORTIZ MORALES

Venimos a la Presa del Llano, Estado de México. Nos sentamos en una pendiente a almorzar después de un viaje de tres horas y una caminata por el bosque de dos. Escucho el sonido del agua que lleva el arroyo hasta la presa. Me da miedo que sea artificial, pero, en lo que descubro si es natural o no, me dedico a guardar silencio y respirar. Hay perros, humanos grandes y pequeños, caballos; todos hacen ruidos. Escucho las bocas que mastican sandwiches, papas fritas y frutas; agua embotellada que entra por la boca y resbala por la garganta, percibo el movimiento del cuello entre trago y trago: “glú, glú, glú, ¡aaaah!”. Volteo al frente. Otros aires y sonidos, menos humanos, más silencio, eso necesitaba. En una de mis listas mentales de actividades por hacer, le di “check” al contacto con el medio ambiente: arrastrarme por el suelo, reír entre la maleza, descubrir seres que no conocía; sorprenderme. 

Estamos sentadas en silencio, satisfechas, reposando la comida. Entonces, aparece frente a mí, como invocada por la manifestación interna de los últimos meses, una libélula. “¡Qué grande es!, ¡mueve mucho sus alas!”. Reconozco esa ansiedad en mí misma. Ella vive suspendida por la velocidad de sus aleteos. Yo vivo suspendida por la velocidad de la ciudad; absorta entre tantas personas, que a veces no soy consciente de las necesidades y deseos de mi cuerpo, mucho menos de que las libélulas están desapareciendo. Por eso, meses antes, cuando me enteré de su cambio cromático, me pasmé en medio del caos: todos a mi alrededor andaban amorfos, me quedé dentro de la sorpresa que causó ese descubrimiento. Las libélulas serán invisibles en unos años, ya lo dijo la ciencia. 

Y ellas, ¿qué relevancia tienen en mis decisiones cotidianas? Hasta el primer momento en que me cuestioné su existencia, ninguna. George Kubler dijo que “siempre podemos estar seguros que todo objeto hecho por el hombre proviene de un problema como solución intencional”. Vuelvo a Kubler cuando quiero repensar mi tiempo y su velocidad y, aunque lo hago muy a menudo, me quedo pensando por horas en cómo podría explicarme lo que planteó de manera sencilla. Para que fuera más claro, tendría que escribir un artículo sobre un objeto material histórico o podría escribir un ensayo sobre el cambio cromático de las libélulas para explicarme cómo este objeto textual busca dialogar con un problema cuya solución es no olvidar que existen seres no-humanos. 

Si viviera en la costa, en un bosque de coníferas, cerca de un arroyo o una laguna, probablemente no tendría esta inquietud, tendría otras. Quise ser citadina unos años y aquí estoy, entre la comodidad de rodearme de fauna y flora domesticadas y la duda que me confronta todos los días desde hace unos meses: ¿cuándo fue la última vez que vi una libélula? Mi memoria decidió suprimir el recuerdo de algo que consideró insignificante. En cambio, los individuos que administran la información de mi cerebro decidieron guardar un recuerdo de mi infancia que no esperé atesorar tanto: la época en que vi más catarinas, otras que también están cambiando de color. 

Mi hermano y yo acompañábamos a mi mamá a todos lados, fueran aburridos o divertidos. El banco era uno recurrente, íbamos casi cada semana. No obstante su constancia, como si mi mente infantil quisiera autosabotearme, casi olvido la aventura que era acercarse a la fuente en medio de los edificios del banco y del hotel Real de Minas. Una pequeña fuente de cantera con agua mugrosa en donde caminaban y se bañaban un montón de catarinas rojas. En cuanto mi mamá se formaba en la fila del banco, mi hermano y yo íbamos ahí, las observábamos, intentábamos invitarlas a caminar por nuestros brazos. Recuerdo que siempre me dieron miedo o repulsión sus patitas recorriendo mi piel. Sé que era por lo desconocido, además, no soy mundialmente reconocida por la afición a las emociones extremas, mucho menos a que algo o alguien extraño roce mi cuerpo. Las catarinas y yo, sin embargo, creábamos un lazo de complicidad efímero: se acababa en cuanto nos íbamos de ahí y volvería a trabarse cuando mi mamá tuviera que volver al banco. Un día me di cuenta que no había más en esa fuente. No sé cuánto tiempo pasó entre la última vez que vi una catarina y el momento en que reconocí que ya no estaban ahí. Mi mamá dejó de llevarnos a todos lados y nos concedió la confianza de estar solos en casa. Tal vez. Tampoco recuerdo el momento exacto. 

Como siempre que se hace un recuento de la historia, la transición entre un periodo histórico y otro no es tajante; el cambio entre ser niña y puberta insoportable, tampoco; mucho menos el salto entre haber muchas catarinas en la fuente de un banco a no haber más. Como siempre que se hace un recuento de la historia, solo puedo especular y, para este caso, lo hago a partir de tres afirmaciones: crecer es inevitable, la adultez te ciega, la crisis climática es real. Cien planas. 

Este ensayo como solución al problema del olvido de la adultez. Al problema de ponerse la venda negra que significa fe en el porvenir y no querer ver ni dentro ni fuera de mí. Ver una libélula me recuerda a que he crecido, ya dije que es inevitable; que me estoy quedando ciega; sin embargo, entre la nubosidad de mi visión, que pronto se volverá oscuridad, decido preguntarme en voz alta, ¿por qué ya no veo a las especies que antes sí? Antes, mucho antes, en una época histórica a la que, me acabo de dar cuenta, ya no pertenezco. Soy adulta. Dejé de ser niña y adolescente, para ser antropocentrista. 

Tal vez si lo escribo, lo releeré, y solo entonces no olvide esto que para la adulta joven de hoy es importante, porque quizá la adulta de en diez años, en la completa penumbra, e incluso sordera, respecto al entorno natural, no lo reconozca como relevante.

Similitudes entre las libélulas y las catarinas:

1) son insectos que no nos causan repulsión o miedo,

2) es común representarlas de manera gráfica,

3) vuelan,

4) se están adaptando al cambio climático,

5) su color está cambiando de un espectro en el que es posible percibirlas para el ojo humano, a uno en el que no será posible.

Diferencias entre las libélulas y las catarinas

LibélulasCatarinas
Son muy grandes.Son muy pequeñas.
Sus alas son visibles: tienen dos a cada lado. Las delanteras se mueven a diferente velocidad que las traseras.Sus alas están plegadas como “origami” y se extienden cuando van a alzar el vuelo.
Alcanzan los 98 km/h.???
Viven cerca de cuerpos de agua.Pueden vivir en las ciudades.
Hay 6,000 especies en México.Hay 200 especies en México.
Pertenecen al orden Odonato.Orden Coleoptera.
Viven algunos meses.Viven entre 3 y 6 semanas.
Son entomófagas.Son vegetarianas.

Aunque hay tantas especies presentes en México, las libélulas son invisibles. Aunque vuelan aceleradas y a velocidades increíbles, puedo contemplar una en Presa del Llano. Un ejemplar de una especie de 6,000. Ver animales no-domésticos es todo un acontecimiento. Vuelvo a la infancia. Redescubro a las libélulas desde su invisibilización. Me preocupo desde mi posición de humana citadina y, sin embargo, pese a esta problemática que reconozco, no dejan de retumbarme una posibilidad y dos preguntas en mi cabeza: Si tan solo pudiéramos crear un artefacto que, pese al cambio de estos insectos dentro del espectro visible, permitiera que las siguiéramos viendo, ¿eso de qué nos serviría?, ¿de qué les serviría a los adultos seguir viendo a las libélulas, si no las ven?

Andrea Ortiz Morales (Guanajuato, 1996). Lectora y restauradora. Editora en Página Salmón. Coordina Espacio Compacta, donde acompaña escrituras e imparte talleres. Ha publicado cuento y ensayo en Página Salmón, Penumbria, Plástico, Cósmica Fanzine, Especulativas MX, Bastardilla y Punto de Partida (marzo-abril 2024). Escritura poco constante en: zaraterendon.tumblr.com.