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POR CARMEN MACEDO ODILÓN

En la infancia es difícil medir el tiempo. En ocasiones, los días parecen durar semanas y los meses años. Los ciclos, por otra parte, figuran como épocas históricas por donde transitan generaciones enteras. Algo similar ocurre durante olimpiada y olimpiada. Un niño cursa la primaria cuando comienza el mundial de 1994, momento en el cual los demás están al pendiente de por qué no sacaron a Hugo Sánchez en el partido contra Bulgaria, y sigue en esa escuela poco más de cuatro años después, en el momento donde no faltará aquel que diga que Francia no debió llevarse la copa en la final contra Brasil. 

En ambos periodos, el niño, diferente a los demás, no comprende la pasión por el juego de pelota: noventa minutos (más el alargue) transcurren frente a sus ojos como un documental de cómo la gente corre o el pasto crece. No le interesan las estampas y Aguigol tampoco le es simpático. Cree que el mundial de fútbol ocurre cada cuatro años por lo aburrido que sería un evento anual. Ese niño es mi hijo; la historia, mi reconstrucción.

Tercer año de secundaria. Durante las vacaciones previas a ese último grado, el niño, llamémoslo Edgar, ha estado conviviendo con su primo Roque, a quien ve como una figura de autoridad a la que le gustaría acercarse. Roque es cinco años mayor, pero se entienden, él es fuerte, musculoso, bebe a escondidas y odia el fútbol porque le parece un deporte para nacos. Para festejar que Edgar está en su último año, Roque lo invita a quedarse en su casa un fin de semana, al cabo que sus padres no acostumbran interferir en sus asuntos. Edgar suplica por mi permiso, el cual le otorgo. Luego de la cena, ambos jóvenes se encierran en la recámara, ven la televisión y platican.

—Pues bueno, ya es hora —dice Roque, mientras busca debajo de su cama. Saca una botella de vino y dos vasos— vamos a celebrar, primi.

Edgar se emociona por fuera; por dentro quiere regresar a casa, pero se aguanta. A fin de cuentas, se trata de vino y no de algo más fuerte. El mayor le sirve medio vaso, mientras que él bebe directamente de la botella. El vino blanco sabe a corcho rancio, a jugos gástricos, pero Edgar dice que está bueno.

—Salucita —Roque lo alienta al segundo vaso. 

En pocos minutos se terminan la botella y Edgar quiere quitarse el sabor a podrido de la boca, pero su primo aparece con una nueva.

—Es vodka —Roque sirve en ambos vasos.

El vodka sabe a Esterbrook, Edgar gesticula como si bebiera tinta transparente, su primo suspira una nube de alcohol, y la plática de los dos se desvanece en la borrachera.

—Hidalgazo, que chingue su madre el que deje algo. Bien, bien, a tu edad se aguanta todo, primi.

Edgar se termina un vaso lleno, luego habla fuerte, ríe, canta, baila y va a vomitar al baño, pero la bebida continúa. Roque habla, se carcajea, resopla y sirve ese líquido transparente en vasos que al día siguiente aparecerán rotos por el suelo.

—¿Qué horas son?

—Las horas del panzón, súbete a la cama y bájate el calzón —dice Roque con risa simplona—. Las cinco de la mañana, ¿ya te quieres dormir? Yo en la cama y tú en…

Edgar niega con la cabeza, aunque duda si ésta sigue sobre sus hombros.

—No tengo sueño, prende la tele.

Roque accede, cambia los canales y, entre infomerciales y barras cromáticas, da con el canal 40 que transmite un partido de la fase de grupos del Mundial Corea-Japón 2002.

—¿Es lo único que hay?, chale. No manches, Roque, ve el marcador.

—Alemania 4, Arabia Saudita 0. Eso es una violación, primi, una señora violación y apenas va el primer tiempo.

Ven el resto del juego que parece un día de campo: Miroslav Klose anota tres veces y se perfila para ser campeón de goleo. Los demás tiros vienen de Ballack, Schneider, Linke, Jancker y Bierhoff. Ocho a cero, pero pudieron ser más.

Roque se acuesta en la cama y Edgar se acomoda donde puede hasta que sea hora de desayunar. Ronda en su cabeza la inclemencia el instinto asesino de los teutones y la fuerza que pueden contener veintidós juegos de piernas cuando él solo conoce uno. A escondidas de Roque, a quien se le pasa rápido el encanto por ese juego, sigue el desempeño de Alemania y se prende de Oliver Kahn a quien ve como un gigante del arco, un titán obsesionado con el fútbol. Compra periódicos y colecciona recortes de Alemania, junta taparroscas de Coca-Cola que por dentro guardan el nombre de una selección mundial con la intención de juntarlas todas. 

En las madrugadas, Edgar sintoniza los partidos y mientras estudia para su examen Comipems ve el partido de octavos de final: Dinamarca vs Senegal. No sabía nada de fútbol y ahora admira a David Beckham, Michael Owen, Ümit Davala y Jon Dahl Tomasson. Atrás quedó la Argentina de Batistuta, eliminada junto a Francia pese a Zidane. México le es indiferente porque, aunque pasó como líder de su grupo, lo ve eliminado en los octavos de final. El fin de semana se reúne con Roque y beben ron, Edgar vomita tanto como el número de goles que se suman a la numeralia de Corea-Japón, pero no discute con Roque, porque éste, borracho, llega a portarse impredecible, incluso a la hora de acostarse. Para dormir, Edgar cuenta los goles de Alemania, del más reciente al más viejo. Una señora violación. 

En la escuela, Edgar platica de fútbol y sus compañeros se sorprenden porque le interese, incluso apuesta el resultado de la final. Edgar va con Alemania, su amigo sabe que ganará Brasil. Edgar graba en VHS los mejores momentos de las notas de Alemania, entrevistas a Ballack a quien idolatra: el héroe de la fase de cuartos y en las semifinales, jugador estrella que se perderá el último partido por acumulación de tarjetas amarillas. La confianza está en Kahn, en todo el mundial solo le han anotado una vez y fue en la fase de grupos contra la República de Irlanda, pasado el minuto noventa, un chispazo de genialidad; partidazo, no como el carnaval de faltas y tarjetas rojas que fue el juego contra Camerún, el soporífero partido en contra de Paraguay y los cardíacos enfrentamientos con Estados Unidos y la anfitriona Corea a la que el arbitraje estuvo cobijando.

Edgar es un balón que necesita ser pateado para convertirse en anotación, quiere romper la red y huir al estadio, pero siempre se encuentra con el poste. La noche previa a la final, ambos primos se emborrachan con mezcal que sabe a césped húmedo y orina de los animales que antes pastaron sobre él. Roque termina fulminado en la cama y ronca. Edgar tiene que cambiarse los pantalones por unos que le quedan grandes, descansa un poco y muy temprano sintoniza, a oscuras y casi sin volumen, el gran partido. Se angustia cuando Kahn recibe el primer gol y llora después del segundo. Ronaldo es campeón de goleo y Brasil gana el mundial. Roque se burla por la debilidad de sus lágrimas ante dos insignificantes metidas. 

Las noticias de la DW que transmite el canal 34 muestran a personas llorando en las calles de Berlín: fotos de sus ídolos y cantos futboleros acompañan un resultado que fue más de lo que esperaban en su país ante una selección sin grandes figuras, pero para Edgar, la derrota de aquel que lo había hecho todo bien le muestra la futilidad de la vida y sabe que al final la gente solo recordará la victoria del que supo hacer bien sus jugadas.

Edgar no regresa a la habitación de Roque y trata de olvidar por cuatro años. Ve el mundial de Alemania en una placentera soledad y se pinta la cara en su cuarto para el partido contra Italia. Desde ese entonces odia a Brasil e Italia, (por lo que agradece el cabezazo de Zidane, aunque le costara la copa) después suma a España a la lista negra, odia a los dominantes, a los activos que revientan las porterías. En el 2014 Alemania gana y aunque aún sigue Miroslav Klose, Edgar llora porque ese triunfo le pertenecía en el 2002 cuando era joven y quería creer en el mérito del azar, pero ahora sabe que las victorias pertenecen al implacable y que el que «juega bonito», el de sangre caliente, siempre gana de una u otra forma.

 Es el momento en que deja de ver el fútbol y se deshace de todos los recuerdos que guardó de aquella etapa adoradora de ese ritual masculino aderezado con la audacia que pretendía mostrarle a su primo para que éste no se burlara de su inmadurez. Decide no volver a beber, así como se promete no dejarse ilusionar por las promesas de conquista de las piernas de un hombre, sin importar qué tan atractivo, fuerte y convincente le parezca, así no volverá a hacer nada que en realidad no quiera.

Hasta aquí su historia con «el fútbol», excepto que Edgar no era un niño, sino una niña y en el partido de su vida, tras una angustiante espera, «el invitado» llegó. Saque usted sus propias conclusiones.

Carmen Macedo Odilón (Ciudad de México, 1987). Autora de Pequeñas desaparecidas (Ediciones Arboreto, 2022). Ha publicado en antologías de cuento como: IV Antología de escritoras mexicanas (Escritoras Mexicanas, 2022); Liminales II (Casa Futura, 2023). Revistas: Ágora (Colmex), Palabrijes (UACM), Acuarela humanística (UAEMEX); Punto de partida (UNAM), y en los sitios: Penumbria, Cósmica fanzine; Espejo humeante; Pirocromo; Verso inefable; Teoría Omicrón; Especulativas, etc.