COSAS EXTRAÑAS QUE HACEN LAS PLANTAS

POR HUMBERTO MENDOZA

El paisaje era hermoso, por supuesto, no podía negarlo. Todo era de color verde: los árboles, los troncos cubiertos de musgo, el dosel de ramas que colgaba de los mismos, el suelo cubierto de helechos. Incluso el aire que se filtraba entre las hojas tenía un matiz de verdor. Era demasiado verde, un planeta alienígena.

Stephenie Meyer, Crepúsculo

Afuera llovía.

Las gruesas gotitas caían con un golpe seco contra las hojas anchas de la vegetación; resbalaban en ellas por un momento, deslizándose sobre su superficie acerada y reflejándose unas con otras. En el centro de cada una, comprimida por algún efecto óptico, la visión deforme de la hoja completa simulaba el iris en un ojo cristalino. Así pues, cada planta tenía en su interior un millar de diminutos ojos regados sobre su superficie; ojos sin párpados y de mirada fija que duraban apenas un segundo, antes de que otras gotas cayeran y las movieran de sitio, arrastrándolas al piso.

No podíamos salir del salón porque los pasillos de afuera estaban inundados, y el profesor, luego de habernos dado la noticia alegre de nuestra aprobación al curso, dejó vagar su mirada por el exterior. Como habíamos agotado los temas del semestre, y quizá motivado por la caída de la tarde y el ambiente de expectación que vivíamos tras haber, finalmente, terminado la carrera, uno de mis compañeros preguntó:

—Profesor, ¿le ha pasado a usted alguna cosa rara ejerciendo esta profesión?

Eso lo sacó de su ensimismamiento.

—Pero claro que sí —respondió él, sin apartar los ojos de la ventana—. A muchos nos pasan cosas raras, es muy frecuente en los paseos a campo abierto. Probablemente a ustedes también les vaya a ocurrir algo así…

—¿Cómo dice? —preguntó otro sujeto, manifestando el interés general que su respuesta había provocado en el grupo.

—Ya deberían saberlo; alguno de sus otros profesores tuvo que habérselos advertido antes. Será muy frecuente escuchar anécdotas de sucesos extraños que le han ocurrido a sus, ahora, colegas, en comidas u otra clase de reuniones. Se dice mucho puertas adentro, pero por fuera, ni se mencionan: son cosas que se ocultan porque le quitan a uno todo el prestigio. Sin embargo, ya que están por enfrentarse al mundo real, creo que están en condiciones de que se los diga.

—¿Cómo cuáles cosas, profesor? —quiso saber alguien más.

El profesor nos echó una mirada suspicaz y, tras meditarlo un segundo, cerró la puerta y nos contó la siguiente historia:

Jamás pasen por alto el grado de perversidad que puede tener la naturaleza. Soy biólogo: sé de lo que hablo. Según internet, la flor carnívora más grande del mundo medirá casi medio metro de alto y está en el Amazonas. Pero es mentira. La razón por la que no se sabe ni se sabrá realmente cuál es la más grande del mundo es porque no hay pruebas certeras de otras existencias, mucho más discretas, que han convivido con nosotros durante quién sabe cuántos años.

Lo descubrí hace mucho, cuando fui a una exploración de campo con mis amigos. Éramos, por supuesto, muy jóvenes. Tendríamos apenas un par de años más que ustedes, mejor resistencia que ahora y estábamos habituados a esos recorridos tan largos y peligrosos. Pues resulta que visitábamos por entonces, en una de las sierras del norte del país, unas cuevas extrañas a las que se podía acceder con una cuidadosa técnica de rappel. Nuestra misión era entrar en ellas y recopilar muestras de flora lucífuga para explorarla en nuestros microscopios. Arribamos al pueblo más cercano por la mañana, y preguntamos a algunos locales por la manera más sencilla de abrirnos paso hasta allá. Al ver nuestro uniforme, y tras recibir una paga más bien exigua (imagino que el trabajo ahí no era una constante), un par de ellos nos guiaron con una pequeña advertencia: de aquellos lugares, más valía mantenerse alejados. No quisimos indagar la razón, pero fue sencillo adivinarlo al llegar: era un territorio singular, rocoso, en donde la vida se desarrollaba apenas; las pocas plantas que crecían allí tenían un tono oscuro y extraño. Era algo realmente impactante para nosotros, acostumbrados a ver en la naturaleza su inmutable traje verde. Ustedes pensarán que eran especies conocidas, pero extravagantes; la verdad es que ninguno de nosotros recordaba haber visto jamás algo por el estilo. Eran territorios antiguos, alejados de las poblaciones regulares y apenas frecuentados por viajeros como nosotros, que no conocían el rumbo. Los lugareños decían que preferían evitar pasar por aquellos territorios marcados por una amenaza más allá de la memoria, y en su lugar, cada que debían transitar por esos lugares, daban un amplio rodeo. 

Encontramos unas pinturas rupestres y alguna otra curiosidad que ninguno de nosotros se atrevió a tocar, dado el espíritu de reverencia que los guías tenían hacia ellas.

Armamos nuestras tiendas de campaña y aguardamos un rato. Hicimos un registro visual del lugar y, al explorar más detenidamente, encontramos algunos objetos curiosos: botas de otros campistas, retazos de casas de campaña dispersados por el paso de los elementos, carteras con monedas antiguas y algunos vestigios más provenientes de otros tiempos que nadie sabría definir con precisión. Luego, por la tarde, acomodamos las cosas, anclamos a la boca de la cueva unas cuerdas gruesas y comenzamos a descender. Mientras bajábamos escalando, con la técnica que llevábamos aprendida desde la escuela y ayudados de unas linternas atadas sobre nuestros cascos, pudimos observar aquel interior oscuro: adentro parecía no habitar nada, pero los dibujos seguían apareciendo, camino abajo, de manera inexplicable. Y cada vez se volvían más reconocibles, más terroríficos.

El descenso parecía interminable y, desde hacía rato, percibíamos un desagradable olor a podredumbre. Llegados a cierto punto, en donde la luz de arriba era solo una estrella perdida en un pozo de oscuridad, uno de mis amigos que iba primero creyó escuchar algo. Al bajar el rostro y apuntar su linterna hacia un borde, se encontró con una raíz pequeña y rosa que se sacudía como un gusano. Yo iba tercero o cuarto en la expedición, y sus gritos me llegaron multiplicados por aquellas paredes que de pronto parecían comprimirse sobre nosotros. «¡Suban, suban!» nos gritó, aterrado. El olor nauseabundo se hizo de pronto más potente. Como su tono no daba espacio para la discusión, obedecimos, ascendiendo lo más rápido que pudimos.

Allá arriba le preguntamos qué había visto, por qué se había alterado tanto. Y nos indicó que, ya cerca del suelo, creyó ver restos de animales y hombres podridos en el fondo, devorados por una presencia vegetal que no se parecía en nada a lo conocido. Y que aquella cosa que vio, semejante a una raíz, era en realidad una extremidad de algo más que, en silencio, había extendido sus orillas hacia nosotros, intentando alcanzarnos.

No supimos si creerle o no hasta más tarde, cuando, al subir las cuerdas para retirarnos, lo vimos: un filamento rojo que latía despacio se había adherido a ellas, chorreando un líquido oscuro por el extremo en el que se había desprendido de la planta de origen. No tenía hojitas ni espinas, ningún aditamento del que suelen revestir siempre las plantas; lo que tenía, en cambio, era un leve parecido a las venas y arterias del cuerpo, contenido por una gruesa película traslúcida. Su olor fétido nos repelía varios pasos. Ninguno de nosotros quiso tocarlo y, aunque nuestra vocación de biólogos nos incitaba a llevarnos la muestra a un laboratorio para estudiarla a profundidad, la verdad es que no quisimos indagar más en el asunto. Uno de los guías partió la cuerda a la altura de la rama, y la lanzó de nuevo al vacío. Dijo que le costó trabajo desprendérsela de los dedos y que, mientras iba cayendo, la planta adherida a la cuerda se había agitado con violencia. Por alguna razón, no lo dudamos.

Soy biólogo, igual que ustedes. Y como recordarán de estos cursos de botánica, hay algunas cosas que las plantas no deberían hacer y, de hecho, no hacen. Tener un sistema de venas y capilares como las nuestras, devorar cuerpos y desarrollar la inteligencia necesaria para alcanzarnos con esa rapidez y a ese nivel de precisión son algunas de ellas. Esas no son características propias del Plantae; si acaso, se acercan más bien al mundo animal… En fin. Ahora que se enfrentarán a ella por sus propios medios, les sugiero jamás pasar por alto el grado de perversidad que a veces, les repito, tiene la naturaleza.

Y tras decir esto, nos deseó suerte.

El salón comenzó a vaciarse poco a poco. El profesor fue de los primeros en irse. Algunos de mis amigos, algo perturbados por el consejo, permanecieron en sus asientos un buen rato antes de salir, esperando a que regresara a decirnos que todo había sido una broma. 

Pero eso no sucedió. Antes de seguirlos, no pude evitar detenerme y echar un vistazo afuera.

La lluvia había amainado y, al mirar por la ventana, fue como si viera por primera vez aquellas gotitas estáticas y cristalinas salpicando el terreno verdoso. El efecto que producían sobre las plantas no había cambiado: simulaban un millar de enormes ojos que nos miraban de vuelta, esperando el momento de encontrarse con nosotros lo más cerca posible, lo más cerca…

Humberto Mendoza Fuentes (Palmillas, Guerrero, 1994). Estudió la licenciatura en Lengua y Literatura Hispánicas en la UNAM, pero la verdad es que no sabe qué hacer con su vida, así que escribe mucho acerca de lo que más le gusta: el horror. También ama el patinaje y espera, algún día, poder publicar una novela al respecto. Los domingos se reúne con su grupo de amigos para trabajar sus textos online. Ha participado en talleres literarios, revistas electrónicas y ganado uno que otro concurso literario. Es feliz.