POR LUIS MANUEL SOLÍS
El estudio se encontraba en silencio. Por los ventanales entraba la luz pálida de los autos que a esas horas de la noche circulaban a toda velocidad por las avenidas solitarias. Varios caballetes, una mesa enorme y un par de sofás ocupaban la mayor parte del piso de madera manchado de pinturas. La quietud del lugar contrastaba con el interior de Isabella. Ella permanecía como siempre, sentada en un banco alto de madera con la falda amarilla echada muy atrás y con las manos apresadas entre las piernas al aire; el verde agua de la blusa estaba en armonía con la piel bronceada de los hombros y el cuello, libres desde el escote. El cabello era una cascada hasta la mitad de su espalda, castaño, con pinceladas rojizas que hacían juego de modo casi infantil con el color de sus labios, apretados en una sonrisa poco convincente. Los ojos eran estampas del infierno, un infierno marrón con destellos de miel que permitían adivinar su interior.
Miraba por encima del hombro hacia el otro extremo del estudio. Su atención se centraba en la bata de su amado artista, ausente en esos momentos. Y en Vera.
¡La odiada, la maldita Vera! La que acaparaba toda la atención y energía de su amado desde hacía semanas. La jovencísima Vera. Con un cuerpo de líneas más seguras y firmes que el de Isabella y poseedora de un fuego y una voluptuosidad que ella nunca conoció pero que se hacían presentes en las delicadas curvas de los muslos y en la altivez de los senos de la muchachita. La colorida Vera. De rostro difuminado y cabello rubio que provocaba coquetos juegos de luz y sombra entre su cuello y nuca. Sus ojos eran una combinación de pigmento única e irrepetible y que apenas había alcanzado para llenarlos: un toque del verdor del musgo tierno y el aguamarina que poseen las joyas orientales. Vera. La de las prendas de cortes limpios, de colores plenos y bien definidos, ante las cuales las de Isabella eran burdos trapos que confundían y provocaban sonrisas a quien la miraba. En fin, Vera. La que solo conocía el halago y la felicitación, la que no sabía lo que era sufrir por su amado artista.
Isabella sí lo sabía. Había aparecido en la vida del artista, de nombre Mateo, casi desde que este salió de la escuela de artes en París para probar suerte en el inclemente mundo del arte. Debido a su juventud e inexperiencia, Mateo la había tratado de modo tosco, rudo, viéndola solo como un objeto apto para descargar toda su fogosa creatividad. Hasta ese momento ella había sido un manojo de sentimientos y energía desbordante que vagaba a voluntad por las calles de la ciudad luz, que se enamoraba lo mismo de los ojos soñadores de un escritor que de unas manos hábiles con el piano. El aura de misteriosa confianza que rodeaba al pintor la atrajo casi sin darse cuenta. Pese a todo, los primeros días estaba dispuesta a huir al estudio de otro artista o a regresar al éter mismo si era necesario, pero no ocurrió. El joven ahora parecía sentirla con el corazón, con una admiración y un respeto que la enternecieron. Un poco después de conseguir ese estudio, Mateo se emborracho y pintó durante horas sin parar hasta la madrugada, cuando lo venció el sueño. Se quedó dormido en uno de los sofás. Isabella lo contempló toda la noche, sintiendo algo que no podía ser posible. No estaba atrapada, sino encarnada en un cuadro. El muchacho despertó y, por primera vez que ella recordara, pronunció su nombre, saboreando todas y cada una de las letras. Dentro de Isabella algo nació y comenzó a percibir el mundo con los sentidos que da el amor. Decidió quedarse a vivir allí, con él. Los meses pasaron y juntos conocieron el hambre y las privaciones, el escarnio y la humillación. El escaso dinero que ganaba Mateo como retratista lo utilizaba para comprar alcohol y drogas. Isabella pasó muchas noches escuchando los larguísimos soliloquios de Mateo, llenos de amargura, sobre la vida y el arte, nunca pensó en interrumpirlo pues amaba con locura su voz, sus gestos, la manera en cómo el largo cabello negro del muchacho cubría sus ojos destellantes y cómo él lo acomodaba de nuevo en su espalda con un solo movimiento felino de su cuello. A menudo él la llamaba musa, pero eso no le resultaba suficiente a ella, deseaba ser mucho más para él, que sus vidas o lo que fuere estuvieran atadas para siempre, con ese amor profundo que Isabella sentía.
Poco a poco Mateo se fue forjando una reputación. Los críticos comenzaron a elogiar sus cuadros y la manera fresca y vigorosa en que capturaba las escenas. Isabella estaba sin falta en todas las exposiciones y eventos donde se mostraba la obra de su amado. Su continua aparición y belleza le había valido en el gran público el apodo de “la gitanilla”, ella adoraba ese mote y sabía que Mateo también. Eran felices.
Después de un periodo de vacaciones, el muchacho llegó al estudio con un brillo raro en los ojos, aseguraba en voz alta haber conocido a un hermoso ángel y deseaba que pronto estuviera allí, con ellos. En los siguientes días, mientras su amado trabajaba como un poseído, Isabella sentía algo raro, sabía que en la vida de su joven artista habían existido amoríos, mujeres sin importancia, de un par de noches, tenían que haber existido, ya que Mateo era muy atractivo y la vida nocturna de Paris estaba llena de seductoras tentaciones que revoloteaban entre los teatros y los restaurantes, pero por lo menos siempre tuvo la decencia de no llevarlas nunca al estudio y de este modo evitar que Isabella las conociera, pues ella vivía allí.
El amor de ellos estaba más allá de lo físico… o eso pensaba.
La relación entre ambos cambió, Mateo ya solo hablaba de “su Vera” y de cómo su belleza ayudaría a su carrera. Una especie de tinta quemante parecía llenar ahora los pensamientos y emociones de Isabella, pero lo ocultó, temerosa de que su relación se fracturara más. Por más que se decía a sí misma que la tal “Vera” no era alguien importante y que su vida con el pintor no se vería amenazada, se sentía insegura y ya no podía estar tranquila imaginando a la tal “Vera”.
Antes de una semana Vera apareció en el estudio. Isabella no podía creerlo. Era bellísima. Mucho más que ella. ¡Y tan joven! Con una mirada de recién nacida que provocaba ternura y afecto en todos los amigos del joven artista que comenzaron a peregrinar a diario al estudio para conocerla. Su expresión era afable, lánguida, lejos de los rasgos ahora un poco duros de la gitanilla. Mateo estaba extasiado. La contemplaba, la olía y la tocaba con una delicadeza que enfureció a Isabella. Cuando todos se fueron lanzó un alarido de pura furia que, aunque nadie lo escuchó, hizo estremecer los vidrios de los ventanales.
La luz de los faros de un auto iluminó fugazmente a Isabella, dándole a su piel un matiz “amarillo # 5” como diría en broma Mateo, su amado Mateo. Vera estaba del otro lado del estudio, vistiendo sus prendas sugerentes, como siempre. Esa misma mañana se había inaugurado la más importante de las exposiciones en las que había participado Mateo. Y por primera vez no había llevado a Isabella. En cambio, Vera había sido la estrella por lo que alcanzó a oír horas antes en voz de los amigos del muchacho, que no paraban de felicitarlo y de llamar a Vera “sensación”. Al parecer, después del evento, el pintor había sido invitado una fiesta y solo fue al estudio a dejar a Vera pues la consideraba demasiado importante como para arriesgarla. Le dio un beso en los labios y se fue. Isabella sintió que su cara se ponía de color negro al ver aquello.
Las horas pasaron pero su enojo no palidecía, si acaso se había endurecido, como los colores al óleo, y era ahora algo sólido. Sin grumos. No podía soportarlo, ¡la tipa era una caricatura! ¡Un adorno! La imagen cursi y simplona que se pone en los calendarios para no hacerlos tediosos. Algo sin sentimientos y que era incapaz de entender y ver el mundo del modo que Isabella lo hacía. Sobre la mesa de trabajo de Mateo había una bandeja ancha con un solvente corrosivo, usado para limpiar algunos instrumentos del pintor. Isabella la contempló durante horas hasta que no pudo más y tomó una decisión: actuaría por amor. Utilizó toda su voluntad para llevar a cabo lo que acababa de decidir. Su figura se movió de manera acartonada, torpe, sobre el suelo de madera, pero sin hacer ningún ruido. Llegó a un lado de Vera que, como siempre, la ignoró. Isabella tomó la bandeja.
Mateo llegó tarde al estudio. La borrachera fue histórica y se sentía muy mal, pero por alguna razón no dejaba de pensar en sus pinturas. Se paró en la puerta y se quedó boquiabierto: “Vera”, su más reciente y mejor pintura, su obra maestra, estaba destruida. Alguien había arrojado solvente sobre ella y ahora, la “Ninfa de la primavera”, se había convertido en un salpicón multicolor que goteaba de manera apestosa sobre el piso de madera. Pero lo que en verdad puso a prueba su cordura y lo hizo temblar, fue descubrir que en “Isabella”, su primer gran cuadro, el hermoso rostro había cambiado: no sonreía, estaba ceñudo, con arrugas alrededor de los ojos, esos ojos eran estampas del infierno, un infierno marrón con destellos de miel que permitían adivinar su interior.
Luis Manuel Solís (Veracruz, 1977). Participante de talleres literarios desde hace ocho años. Microficcionista. Publicado en diversas antologías como Microhorror-año uno, La tinta del silencio: Homenaje a David Bowie y Texturas Linguales-Antología de minificciones. Autor de La tumba innombrable (2018) y coautor de 2020 La vida no guarda luto (2020).