LA HERIDA

POR ÁNGELO PÉREZ BERTOLDI

A esas células algo les había pasado, o algo habían hecho, o decidido. Sea como sea –por una discusión violenta que no llegó a una síntesis pacífica, o por un acuerdo racional luego de analizar las posibles opciones, o por una causa mayor que simplemente descargó sus fuerzas en ellas–, sus caminos se vieron en la imposibilidad de seguir unidos, y se distanciaron. Pero nada consultaron a la sangre, que de repente se encontraba con un precipicio desapareciendo sus vías, y a veces podía saltarlo, pero otras veces no. Por eso la dueña del tejido surcado se fue al hospital, y ni bien entró al consultorio, la médica observó la laceración enrojecida y empezó a disparar diagnósticos:

―Es un corte poco profundo. Se cerrará en cuestión de uno o dos días y cicatrizará quizá en dos semanas. Desaparecerá todo rastro en dos meses o dos meses y medio.

Y ella abrió la boca, intentando convertir toda esa masacre verbal en una guerra, en un intercambio más o menos equilibrado, pero la profesional, más preparada y con menos tiempo, volvió a atacar. Esta vez con recomendaciones:

―No se la toque. Póngase este desinfectante para prevenir. Y si en algún momento le duele tome una de estas pastillas.

Cuando se dio cuenta, ya estaba de regreso en la sala de espera, y en el consultorio otro paciente recibía los verborrágicos saberes profesionales de la doctora. No pudo abrir la boca más de un centímetro, y no alcanzó a decirle que la herida no era suya. No necesitaba aquel spray aniquila-microorganismos ni ese sutil estupefaciente que aparecían anotados en el papelito. La herida estaba en su cuerpo, en su carne, pero no era suya. La inquietaba el desconcierto, y la visita al consultorio no la había ayudado mucho (además de que le quemó setecientos pesos).

Regresó a casa. No sabía cómo proceder, y se preguntaba si el verdadero dueño estaría buscándola. Tal vez pensaría que se le cayó entre las sábanas al dormir, o que se le quedó pegada a la espalda de alguien cuando se apiñaba y se sacudía en el transporte público. Ella tampoco sabía dónde la había conseguido: cuando se desvistió para ducharse el día anterior la encontró ahí, debajo de su clavícula, por encima de las costillas que sostienen el esternón.

Por la tarde llamó a algunos compañeros de trabajo para preguntarles. Ninguno había perdido una herida. Tampoco era una de esas bromas inocentonas en que alguien te pega algo al cuerpo o a la ropa sin que te des cuenta. ¿En qué otro lugar había estado? Había visitado a una amiga, pero ella también negaba tener alguna relación con esa apertura cutánea.

Empezaba a sospechar que alguien se la echó encima a propósito, ya fuera por resentimiento hacia su persona, o por simple intolerancia al dolor. ¿Y si se la habían arrojado desde algún balcón mientras iba por la ciudad? Si hay quien tira globos con agua o piropos desde las esquinas, ¿por qué no existirían quienes tiran heridas?

Sin demasiadas ideas, prefirió dejar pasar el tiempo. Supuso que simplemente se disolvería con los días, y que seguro ni ella ni su verdadero dueño la extrañarían.

Pero no, los días pasaron y la herida no mejoró: estaba ya un poco más violeta, y pequeños coágulos de sangre parecían estar a punto de licuarse. Necesitaba regresar con su cuerpo original, así que tomó medidas más trabajosas: fotografió la herida, imprimió volantes, y pegó algunos por los muros y los postes de las calles que frecuentaba; otros los deslizó por debajo de las puertas.

Encontré esta HERIDA EXTRAVIADA. De profundidad desconocida, en zona alta del pecho. Sin infección. Si es tuya o sabés quién es el dueño o la dueña, por favor comunicate al 3644-739150.

Regresó a casa fatigada. Ahora sólo podía esperar. Alguien se preocuparía por su herida perdida y la reclamaría. Después de todo, era una parte de su cuerpo. Nadie anda dejando un brazo o una oreja a los demás (¿y las donaciones de un riñón o parte del hígado, las de sangre? Es algo diferente). Y por eso justamente su teléfono sonó: casi se le escapó de las manos por apurarse a responderlo, de lo ansiosa que estaba. Se saludaron cordialmente.

―¿Cómo está? ―preguntó él.

―¿Yo o la herida?

―Usted con la herida.

―Está ahí. Duele un poco, pero se ve peor.

―Siento el dolor, a veces, algo.

―Tengo antisépticos y calmantes para usted.

―No voy a reclamarle la herida.

―¿Cómo?

―Le pido perdón por los inconvenientes que seguramente está causándole, pero no la quiero de regreso.

―Es suya, señor.

―No tengo tiempo para ella. Cargarla va a atrasarme en mis planes.

―Entonces, ¿usted me la pegó a propósito?

―No, señorita, por favor… Yo sólo la tiré a la calle por la ventana, y no sé, habrá pasado por ahí y se le pegó.

―¡No puede ser tan despreocupado!

―Ni me imaginaba que pasaría algo así.

―¿Y yo qué hago con esto ahora?

―No lo sé. Ya tengo que colgar, discúlpeme. La mujer le gritó pero el hombre había desaparecido. Sólo el aparato quedó chillando ese pitido monotonal y eterno. Se sintió furiosa, burlada, y hasta nacida en el lugar equivocado, aunque sabía que si tiraba el teléfono contra la pared nada se solucionaría (sólo tendría que invertir algunos billetes en uno nuevo, y probablemente dejaría un raspón o un agujero en el empapelado). Angustia fue lo próximo que invadió su cabeza, y observó la ventana con culpa. Se corrió la blusa. La herida seguía ahí. ¿Qué era eso? ¿Había empezado a supurar? De repente sintió miedo de que la lastimadura se volviera propia. ¿Qué ocurriría si…? No podía permitirse saberlo. No quería saberlo. La ventana seguía ahí, quieta, accesible. Raramente su especie escapa de las paredes. Suelen quedarse ahí por años y años. Ni los piedrazos ocasionales las espantan. Y nunca algo tan fácil le había resultado tan tentador. Se acercó a ella y miró la calle. No andaba nadie por la vereda. No había riesgo de que le cayera a alguien más. ¿Pero si se le pegaba a alguien conocido mientras pasaba? ¿Pero si se infectaba aún más estando ahí, tan cerca de su cuello? ¿Pero si la agarraba una niña mientras jugaba inocentemente? ¿Pero si empezaba a producirse gangrena? La lanzó. No hizo ningún ruido al caer. Sintió tibio su cuerpo. Pasó los dedos por su pecho, y lo sintió suave otra vez. Una especie de alivio acelerado le dibujó la mueca de una sonrisa. Su corazón parecía aplaudir bajo los huesos. Qué bien se sentían las yemas sobre la piel antes lacerada. Ah… No tenía que preocuparse tanto. No conocía a nadie que no tuviera una ventana en su casa.

PERFIL IRRADIACIÓN

Ángelo Pérez Bertoldi (Sáenz Peña, Argentina, 1996). Cursó tres años de una licenciatura en artes, luego desertó; ocasionalmente fue fotógrafo de eventos, editor audiovisual, artista callejero, vendedor de flores, viajero, corrector en grupos independientes, instructor de yoga y vendedor en una librería y una tienda de alimentos. Actualmente cultiva hierbas aromáticas y comestibles.