LA SUERTE DE CADA MARTES

POR A. P. GODOY

La probabilidad de ganar la lotería era de 1 entre 120,000. Normalmente esto hubiera apabullado a cualquiera, pero no a ella, era su cuarta vez llevándose el gordo. Nadie sabía cómo lo hacía, y aún más curioso, nadie lo discutía en voz alta.

Todos los martes sin falta desde hacía cuatro semanas llegaba a comprar su cachito. Solo compraba uno con el dinero exacto, y solo ese día. Al principio no me había dado cuenta de que estaba ganando; para mí era una clienta más. Pero a la tercera semana empecé a escuchar rumores de los otros clientes. “Mi hermana dice que es una adivina de Catemaco”, “oí que le sabe un escándalo al gobierno, por eso le dan todo”; en fin, todo de lo que podrías imaginar ya lo había escuchado. 

Aunque en esa ocasión a mí también me parecía curioso. Llevaba más de veinte años trabajando en el expendio de lotería; vi a un cliente hacerse rico una vez y vi a muchos más hacerse pobres varias veces. La gente olvidaba que después de todo era una apuesta, una vuelta de rueda si lo querías ver de esa forma. Sin embargo, ahí estaba ella, tranquilamente escaneando las tiras a través del cristal mientras desafiaba todas las probabilidades, no parecía que tuviera un método, solo llegaba, los veía unos minutos y me señalaba un cachito pegando su dedo a la vitrina. Yo, por supuesto, la despachaba eficientemente. 

Ese martes no era la excepción, veía a lo lejos cómo bajaba de un camión y cruzaba el puente que estaba enfrente del expendio. Caminaba lenta y tranquilamente, casi sin darse cuenta de lo que pasaba a su alrededor. Sol, lluvia, viento, no importaba, ella se movía igual. Después de todo el dinero que había ganado aún no entendía porque seguía tomando ese camión; “ya hubiera comprado un carro, señorita”, le dije una vez, ella solo asintió y nunca lo hizo.

Cuando por fin llegó, me dio los buenos días como siempre y se enfrascó en la vitrina. Yo solo la saludaba de vuelta y la dejaba en sus propias cosas. Si trabajas en una tienda es importante darle al cliente un poco de privacidad, dejarlos que conozcan el producto en su propio espacio. Aquí en mi cabina yo solo era chaperón de una cita a ciegas. 

Ya había pasado casi media hora cuando escuché el tud de su dedo en el cristal. Me apresuré a sacar el que me señalaba, pero negó con la cabeza diciéndome, “el de atrás, el de la tercera fila”. No era la primera vez que me hacía pedidos de este tipo, así que no dudé en dárselo. Al poco tiempo que se fuera, llegaban otros clientes preguntando si la señorita ya había pasado. Si les decía que no, me respondían que volverían más al rato, pero si les decía que sí, me compraban el billete anterior y el que seguía del que ella hubiera elegido. Lo hacían con la esperanza de que se equivocase, que por un error del destino escogiera un digito fatídico. Pero nunca lo hacía y aun así ellos volvían.

No lo entendía realmente, toda esa emoción por la lotería. En cuanto a mí, me era suficiente hacer bien el trabajo y cuidar de mi expendio. Cuando llevas tanto tiempo en un solo lugar terminas volviéndote en cierta manera parte de él. Sabes cómo funciona, cómo se ven sus estaciones y su gente, por eso sabía que ella no era de por ahí y que no muchas personas desvían su camino para comprar un billete cuando puedes encontrar cabinas como la mía a cada vuelta de esquina. 

Cuando regresó el siguiente martes era un día soleado de abril, no había muchas nubes y el aire era mejor que en las semanas anteriores. Siguiendo su rutina se acercó y después de un educado saludo se puso a considerar los cachitos. No bien pasaron unos minutos escuché el familiar sonido que había terminado, pero esta vez en el lugar de su dedo se encontraba una pequeña mancha roja. “Señorita”, le dije, “¿está usted bien?”, ella me miró extrañada y asintió, “no es mía”.  Sin darle más importancia al asunto continuó buscando y al final se fue sin decir nada. Esa misma noche salí a limpiar el vidrio, ya se había secado y solo por esa ocasión fue fácil quitarlo. 

Durante esa semana me visitaron más clientes de lo habitual, tal vez se había esparcido el rumor de los billetes ganadores. Fuera lo que fuera, era bastante agradable ver tanto movimiento. Todo tipo de personas llegó a elegir su suerte. Algunos intentaron hablarme acerca de la señorita, otros solo pasaban unos segundos, e incluso dos o tres me pedían una foto. Yo los atendí a todos por igual. Fueron unos días entretenidos, y pensé que si continuaran de esa manera no estaría tan mal.

Llegó de nuevo el día de cita para la señorita, y el clima en esa ocasión tenía un diferente tipo de encanto. El cielo se veía añil con las pesadas gotas de lluvia que golpeaban el pavimento y dejaban a su paso un tono más oscuro. En ese tipo de tarde no se veían muchas personas en la calle, así que esperaba con paciencia la que probablemente sería mi única visita. 

Después de varias horas empecé a extrañarme. Casi era la hora de cerrar y no aparecía. Tal vez había decidido dejar de jugar, bien por ella. Tenía que admitir que la extrañaría un poco, pero así era el negocio, clientes aparecían y desaparecían sin ningún aviso. Me consoló pensar que aquellos que llegaran los siguientes días tratando de encontrar noticias de la señorita se sentarían igual que yo. Y quién sabe, a lo mejor hasta tendría otros ganadores que eligieran los billetes que ella ya no reclamaría.

La lluvia, habían dicho en los noticieros, se transformaría en un ciclón por lo que exhortaban a la población en buscar y permanecer en refugios asignados por las autoridades. Me pareció una recomendación prudente, sin embargo, de nuevo ese martes abrí el expendio. No tardó mucho para que el viento sacudiera violentamente las vitrinas amenazando romperlas y mi trapeador ya no era suficiente para el agua que empezaba a ganar camino. Pero desde que inauguré se abría a la misma hora y a la misma hora se cerraba. Mis clientes, por su parte, lo sabían; si yo llegara a faltar alguien más tomará mi silla, pero el negocio nunca desaparecería.

Ya me encontraba resignado a que estuviera desierto desde que escuché el aviso, así que imaginen mi sorpresa cuando la vi acercarse luchando contra el vendaval. No mencioné su ausencia de la otra semana ni ella lo hizo, simplemente se limitó a escoger su cachito como si el mundo no se estuviera cayendo a nuestro alrededor. En ese momento supe que siempre volvería. 

Para el próximo martes, el cielo ya se notaba atenuado y volvían a cantar las aves mientras los árboles que quedaban en pie se mecían perezosos. La señorita se mostró madrugadora en esa ocasión y llegó a primera hora. En ese momento se estaba tomando su tiempo; llegaron y partieron otros clientes y ella seguía ahí con la vista fija en los billetes. Para cuando se veía anaranjado el horizonte escuché el golpeteo, me asomé para ver si había elegido cuando vi en sus manos un pequeño pajarillo. “¿Se ha golpeado contra el vidrio? No se preocupe que a veces pasa”, dije casualmente para no alarmarla. En ese instante no sabía que yo necesitaría, en cambio, calmarme, porque aquellos días restantes no lograría mantener limpia más mi vitrina

Una tarde, decidí hacerle una pequeña jugarreta y puse las tiras encima del mostrador en lugar de colgarlas en el aparador. Al llegar, le propuse que si encontraba el cachito que había marcado entre las tiras se lo daría de regalo, no mostró ni el más mínimo desconcierto, simplemente se dispuso a ver los billetes sin tocarlos. 

Al cabo de un rato, para mi sorpresa, señaló con el dedo un extremo de la pila. Agarré el que se encontraba hasta arriba, pero me detuvo diciéndome, “ese no”, entonces procedí a tomar el que se encontraba al lado, “el de atrás”, me indicó. Pensé que si había llegado hasta ahí probaría empujar mi suerte, y su paciencia, un poco más y fingiéndome el desentendido pesqué el más profundo, esta vez no dijo nada así que creí haber ganado mi pequeño juego, pero al levantar la cabeza lo vi en sus ojos. Ella lo sabía y ya no estaba dispuesta en seguirme la corriente.

Entendí que esa partida la había ganado ella, pero pensé que al final era más un maratón que una carrera. Las visitas que le siguieron traté de esconderlo mejor, pero siempre lo encontraba diciéndome con una leve irritación la locación exacta. Empezaba a creer que era una adivina o una bruja como murmuraban y hasta llegué a preguntárselo en más de una ocasión. Ella solo meneaba la cabeza. 

El expendio, por lo demás, siempre se encontraba a reventar. Clientes y turistas por igual se acercaban para ver o comprar, hasta se podía decir que no me daba abasto. Fascinados manoseaban los vidrios y pasaban encima de los animalillos muertos que se estaban acumulando, por lo que pasaba los días atendiendo y despachando sin descanso. Solo los martes se encontraba tranquilo y solo los martes llegaba ella sin falta. 

Pasaron años de esa forma. Yo envejecía, pero ella no cambiaba y cuando sentía que el tiempo empezaba a pesarme sobre los hombros le pregunté por qué lo hacía. Ella me miró seriamente y respondió: “verá, es que no quiero que me caiga un rayo”.

A. P. Godoy (Tuxtla Gutiérrez, 1996). Escribo porque es mi manera de crear una conexión con los demás, de compartir lo que veo, lo que entiendo y lo que aún no le encuentro sentido, y en ese proceso llegar a conocerme un poco más.