POR MARÍA JOSÉ MARTÍNEZ DELFÍN
Hay tres ancianas sabias que viven en mi edificio. Toda la cuadra las conoce porque han estado ahí desde antes que cualquiera de los vecinos se mudara y, aunque son queridas, nadie puede decir a ciencia cierta cómo se llaman. Día a día, escucho nombres nuevos en las bocas de otros, mezclando cuál es cuál. Yo me divierto bautizándolas cada mañana según el día o mi humor. Supongo nombres sonoros, nombre sutiles, nombres antiguos, nombres legendarios… A veces son Fátima, Sofía y Dalia; otras Diana, Urania y Lamia. Y aunque mi favorita sea la trinidad de las “ces” encabalgadas (Consuelo, Concepción y Caridad), la mayoría de las veces simplemente son Lunes, Miércoles y Viernes.
Nadie sabe si son familia, pareja o solo buenas amigas solteronas que decidieron crear su propia comuna en cuanto fueron alcanzadas por la vejez. Lo que sí sé es que su pequeño aquelarre siempre se mueve en conjunto, en compases de tres en tres, y marco las horas con el acordeón de sus pisadas un piso abajo del mío. Su olor a especias fuertes, cardamomo, clavo, chocolate y copal se filtra por los azulejos de mi cocina como una visita y me hacen sentir acompañada. Creo que los demás sienten lo mismo porque todos los días cuando paso por su puerta camino al trabajo, veo regalos de los vecinos y pequeñas ofrendas que se renuevan cada mañana.
Bien a bien, no sé qué hacen o si alguien las mantiene, pero las tres viven cómodamente en su cuartito, menguando de un amanecer a otro, repitiendo sus rituales. Por designio, hay una anciana para cada estación: una para las flores, otra para la temporada de lluvias y la tercera para las heladas. Cada inicio de semana, cuando el frío te cala hasta los dientes, Miércoles desdobla una mesa y silla plegables en el zaguán para vender comida. Sólo gana unas cuantas monedas, pero cobra tan barato que la rutina es meramente simbólica y es más bien un gesto de buena fe para encarar la jornada laboral. Sonríe maternalmente sin decir una palabra, mientras sirve con sus manos de papel las tortillas calientes, arroz rojo y aguacate tatemado, cuchareando frijolitos de una cazuela de barro y vertiendo atole sacro en un vaso de unicel. Comulgamos en silencio, absortas por la sencillez de comer. Sus almuerzos siempre saben a reuniones con la familia, al cigarro y café quemado de la sobremesa.
Viernes es un colibrí que revolotea en su balcón rebosante de plantas como cuerno de alce, suculentas, jazmín, lengua de suegra, aves del paraíso, huele de noche y buganvilias. De sus dedos largos crecen raíces que abrazan los muros de concreto del edificio y su sonrisa es una corona perenne de jacarandas que lo embellecen. Cada tarde, llena los pasillos con los suspiros nostálgicos de boleros viejos o la charla incesante de canarios que cantan al son de Juan Luis Guerra. Y para mi frustración cuando cruzamos caminos en el elevador, durante el segundo engañoso que la veo de reojo, siempre me parece como si fuera 60 años más joven. Pero parpadeo y el espejismo pasa. Su frágil ternura invita a abrir puertas y la música flota detrás de ella cada vez que la acompaño a dar la vuelta a la manzana para alimentar a los gatos de la colonia. Y si tenemos la suerte de encontrarnos con uno negro, ella suelta una carcajada brillante como el sol de mediodía, profetizando que es un buen augurio.
En cambio, Lunes aúlla todas las noches en la regadera como perro moribundo. Puedo escuchar su lluvia ahogada desde mi habitación y siempre siento como si me hubiera tragado una piedra. Su lamento es profundo y sofocante, pero ese es el precio de cargar con los misterios que el mundo calla. Cuando invoca sus hechicerías, ella se desdibuja como neblina, llenando el interior del departamento de un extremo a otro con veladoras de colores. Veo en las ventanas el centellar de las mechas cual gajos de estrellas y los frascos relucientes con agua de luna sobre el alféizar. La percibo; sus palabras me alcanzan antes que su figura, como las sombras, y en el umbral del sueño reconozco sus Padres Nuestros febriles. Al caer el sol, ella recibe a las comadres de la calle para salvaguardar sus secretos, vierte su té especial para la vecina que se escabulle cuando el marido regresa bebido. Regala santos en bolsitas como figuras coleccionables o talismanes que parecen dulces contra el mal de ojo. Ella reparte plegarias bajo mis pies y vela mientras el resto dormimos.
Así es cada día. Extrañamente, estas tres mujeres que no conozco se han vuelto una parte intrínseca de mi vida. Ya sea la comida de Miércoles, la canción de Viernes o los rezos de Lunes, de alguna manera le han dado sentido a lo cotidiano; un verdadero acto mágico. Y por eso, cuando las veo en la calle regresando juntas de la tiendita de la esquina con algo tan ordinario como el mandado, sé que simultáneamente están hilando caminos: los suyos, los ajenos y el mío.
María José Martínez Delfín (Nueva Orleans, EE. UU., 1992). Licenciada en Letras Inglesas, UNAM. Especialidad en crítica literaria y Shakespeare. Experiencia en subtitulaje, traducción de guiones y actuación de voz. Escritora aspirante. Ha participado en podcasts (Sin aliento, Vanya Reads), revistas digitales (Revista Marabunta) y próximamente otros proyectos literarios (ant. Ochenta Cuentos y Gramarye Journal por University of Chichester).