TE TOCÓ BAILAR CON LA MÁS GORDA

POR VICTORIA SOHE

Nos formaron por estatura con las demás parejas para ensayar el bailable del Día de las Madres. Niño y niña, como debe de ser. Le pidieron a David que me tomara de las manos y que diéramos vueltas. Un, dos, tres. Un, dos, tres. Un, dos, tres. Imitamos torpemente las indicaciones de la profesora de educación física. Un, dos, tres. Un, dos, tres. Un, dos, tres. continuar con el ensayo. Detrás de nosotros estaban Marlene y Luis. A mí siempre me gustaron los peinados que le hacían a Marlene, los adornaba con pasadores chiquitos de mariposa de varios colores, muy coquetos ellos.

Y un, dos, tres. Un, dos, tres. Un, dos, tres. Las manos me sudaban del calor y de los nervios que sentía por estar tan cerca de David. Intenté mantenerme cabizbaja para que no notara lo sonrosada que estaba. Pero después de un rato, creí que sería mejor verlo a los ojos. Me imaginaba que en algún momento fantástico del baile, su mirada y la mía se cruzarían para no despegarse jamás. Esa era mi fantasía Disney que Luis interrumpió cuando le gritó a David que le había tocado bailar con una gorda. David reparó en las manos regordetas que sostenía, me inspeccionó de arriba a abajo y se dio cuenta. Luego hizo lo mismo con Marlene. Me soltó para formar dos ces con las manos, las acercó a sus cachetes y le contestó a Luis que la suya estaba más gorda. 

Marlene y yo no pronunciamos palabra. No sé lo que pensaba ella, pero en mi cabeza la palabra gorda se comenzó a hinchar, sus letras infladas se alejaban rodando de la o, que no dejó de agrandarse hasta que mi cabeza salió de ella con un «plop», una explosión mental que me botó fuera de esa terrible alucinación. 

Se acabó el ensayo y comenzó el recreo, el cual ocupé en observar a todas las demás niñas. Era cierto. El perímetro de sus faldas era la mitad que el mío, carecían de cachetes y sus calcetas no se enrollaban por el grosor de sus piernas. Ahí me di cuenta de que yo era una gorda. 

Comencé a estar a dieta enseguida y me apunté a la clase de gimnasia antes de la escuela. Comía solo verduras y bebía únicamente agua. A veces no comía nada y hacía mucho ejercicio. Pero la o de gorda no desaparecía. Era una gorda y sabía que lo notaban. Aunque yo era ágil y fuerte, no me elegían en los equipos para jugar. No les gustaba a los niños y yo quería gustarles. Mi determinación para dejar de ser gorda me llevó a tomar medidas desesperadas. 

Lo clásico: me embuté un frasco completo de laxantes para sacar todo lo que había en esa bola redonda que me invadía como un alienígena. Mi magnífico plan terminó en un lavado de estómago. Tan pronto salimos del hospital, mi mamá me sujetó la cabeza, como queriéndomela acomodar y me dijo: «No más dietas». Así que dejé de intentarlo. Me resigné a ser así: gorda, fea y sola. 

Y así estaba viviendo. Pero a los 18 años, algo mágico sucedió. Mi cuerpo comenzó a cooperar. Sin necesidad de matarme de hambre, ni tomar jugos verdes, mi panza se desinfló. Mis pechos eran mucho más prominentes que mi estómago y mis nalgas iban más allá de la ahora inexistente lonja trasera. Era mágico. Era ideal. Entonces le empecé a gustar a los hombres, a todos los hombres. Tuve mi primer beso con mi primer novio y tuve sexo por primera vez. En mi cumpleaños me llegaban flores, poemas, globos, peluches. A nadie le decía que no. Comencé a hacer más amigas y hasta me fui con ellas a la playa. Usamos bikinis y todo. Era mi vida soñada. 

Hasta que Luis reapareció. Por supuesto que él no me reconoció y mucho menos tenía idea de que un chiste suyo casi me provocó la muerte. Lo conocí en una fiesta de Miranda, era amigo de su primo o algo así. Cuando me lo presentaron, se le iluminó la cara. Casi de inmediato me dijo que lo había enamorado. 

Desde esa noche, mi mala suerte me lo plantaba enfrente una y otra vez. En una de esas ocasiones, me agarró de sorpresa en una plaza. Llegó por detrás de mí, posó su mano sobre mi espalda, cerca de la cintura y se me paró a un lado. Cuando volteé, cambió de costado y acercó sus labios a los míos. ¡Querreque! Me fui sin decirle ni una palabra, lo único que le di a escuchar fueron mis tacones enfurecidos contra el suelo. 

Traté de rechazarlo muchas veces más. Nunca le acepté ni un chocolate, ni una salida al cine. Prefería no involucrarme con él. Aun así, me mandaba mensajes elogiando mi sonrisa perfecta, mis preciosos ojos y mi escultural figura. Le pedí que no me buscara, pero no se detenía. Lo peor llegó en San Valentín: se plantó en la entrada de mi casa a cantarme serenata. La flaca duerme de día, dice que así el hambre engaña... Esto es demasiado. Y bailar y bailar… Abrí la puerta. Por un beso de la flaca, yo daría lo que fuera… Le arrebaté la guitarra y la rompí contra el suelo. Él no lo podía creer. Me gritó muchas cosas de las que ya no me quiero acordar, como que me estaba perdiendo de un hombre bueno, que me iba a arrepentir, que si lo escuchaba, que le respondiera, que eso no se iba a quedar así. 

Entonces, comenzó la acechanza. Me seguía en su auto a todos lados y cuando salía o llegaba de mi trabajo, ahí estaba sin importar la hora. Traté de hacer como que no pasaba nada, pero después de un tiempo comenzó a darme mucho miedo. Entendí que quería hacerme daño. Me empecé a aislar. Dejé de salir de mi casa. Cerré todas las cortinas y le puse llave a todas las puertas. De vez en cuando, me acercaba a la ventana y ahí estaba. Esperando. Pasó un mes y seguía ahí. Esa no era vida. Él no tenía derecho a arruinarla. No otra vez.

Así que comencé a comer, a atiborrarme de comida, a usar embudos que desembocaran en lo más profundo de mi garganta. Comía, comía y comía. Un, dos, tres kilos de proteína. Un, dos, tres botes de helado. Un, dos, tres refrescos diarios. Mi cuerpo se resistía, vomitaba pero no me importó. Logré regresar a mi forma original. Pero seguí comiendo aún más. Ya no me daba miedo ser gorda. Me convertí en una gorda esperpéntica, una gorda interminable. 

No era suficiente. Debía convertirme en un verdadero monstruo. Me saqué dos dientes de adelante con unas pinzas. Aunque no pude sacarme un ojo, sí logré que botara chorros de sangre. Ya no había ropa que me quedara. Me eché una cobija encima tratando de cubrirme lo más posible. Salí a la calle a enfrentarme con Luis y él aprovechó mi primera salida en meses para acercarse. 

Bajé la vista, sonriendo. Un, dos, tres. Tomó la punta de la cobija y la tiró al suelo. Un, dos, tres. Apenas me vio, quedó paralizado. Un, dos, tres. Me transformé en Medusa. Un, dos, tres. Tenía la boca abierta, a punto de gritar, pero no emitía ningún sonido. Un, dos, tres. No sabía cómo abarcar la deformidad de mi cara sangrante y lo colosal de mi corporalidad. Un, dos, tres.

Saqué mi cuchillo. 

—Ahora sí te tocó bailar con la más gorda.

Victoria Sohe (Gutiérrez Zamora, 1999). Estudia Letras Hispánicas en la UNAM. Se denomina escritora desde que participa en el Taller de Ensayo de la FFyL. Ha publicado en Primera Página, Punto de Partida, Amarantine, entre otras. Se ha propuesto crear una escritura, más que crítica, quejumbrosa.