TÓTEM

POR ISMAEL GLAF

Estoy tumbada en un declive de Cabo da Roca, la costa más occidental del continente europeo. Garabateo en mi libreta posibles sonrisas de mi tótem.

—¿Crees que así me río? —me toma por sorpresa una voz sofocada. 

Proviene de un huevo que descubro entre las piedras, cerca de mi muslo. El cascarón se desmorona como si fuera de azúcar. Deja al descubierto a una dragona del tamaño de mi celular que repta a mi rodilla. Tiene pupilas polícromas capaces de aquietarme. 

—Soy Europa.

No respondo. 

Ella da un giro solemne. Con la gracia de una salamandra se desplaza sobre mi licra al empeine de mi tenis. De cara al horizonte del océano Atlántico yergue su cuello y suspira. No sé explicar lo que siento cuando se le revienta la giba al brotarle las alas. Tampoco la mecánica de desplegarlas para dramatizar sus gimoteos.

La dragona consterna de verdad, pero no me contagia su llanto. Entonces recrudece. De un segundo a otro iguala los lamentos de mis padres ante el fuego que exterminó nuestra casa y determinó nuestra partida. 

Sacudo el pie donde se apoya Europa. 

—Imítame —suelta un alarido. 

Entiendo su intención. Pretende mis lágrimas, todas las que reprimí desde el incendio que causó mi descuido en la cocina cuando era niña.

Me levanto con brusquedad y me ajusto el gorro del rompevientos. El sonido del nylon sacudido por el aire induce la migraña. Siento que mi cabeza explota. Termino encorvada, con la vista fija en el terreno pedregoso. En esa posición percibo un olor disonante a mis circunstancias: el de chiles asándose. Ese aroma son mis padres. De inmediato los escucho bajo un efecto soplado. Fantasean su plan de conquistar el viejo continente con su sazón.

Mis párpados arden.

Siento que mis lagrimales descargan la tormenta que se pronosticó para hoy.   

Ignoro cuánto tiempo transcurre antes de reparar en las palabras de la dragona, que vuela a la altura de mi nariz:

—Lloraste suficiente. Vámonos. 

Le asesto un manotazo con el propósito de mandarla de vuelta a la caja de mis delirios, a la libreta de donde la sustrajo mi cerebro. 

Ella repliega sus alas para elevarse como un pequeño cohete. Contra toda lógica, produce la ventisca que me empuja algunos metros hacia el filo del acantilado. Logro mantener el equilibrio, me tallo los ojos y recojo mis pertenencias. Lanzo mi libreta en dirección al mar. Aunque Europa ha demostrado de muchas maneras su legitimidad palpable, decido que ella no es más que una consecuencia de mi catarsis. 

Ahora lo único que quiero es regresar a Cascais a dormir lo que resta de la tarde. O de mi vida.

Corro cuesta arriba por la pendiente, me juro que nunca más derramaré otra lágrima. 

—¿Estás segura? —solloza Europa desde el interior de mis oídos. 

Experimento una súbita alteración sensorial, como si mi cuerpo se fundiera. Mi vista logra aferrarse a la belleza del atardecer. En ese momento la dragona emite el fragor de turbinas de avión. Así me recuerda el día en que me adoptó Portugal. 

A lágrima viva me precipito hacia el faro a recoger mi bicicleta y largarme de onde a terra acaba e o mar começa

—Volemos a donde podamos reírnos —resuella Europa detrás de mí antes de descargar una bocanada de fuego sobre mi espalda. 

A pesar de que ha descubierto mis alas, yo dudo en seguirla.

Ismael Glaf (CDMX, 1985). Autor de Estampas de aire aterciopelado (Palabra Herida, 2022). Cursó las licenciaturas en Comunicación y Lengua y Literaturas Hispánicas, en la UNAM. Trabaja en telecomunicaciones. Ha publicado crónica y ensayo a través de la UIA León y de la UNAM. Asimismo, narrativa en antologías y revistas. Acreditó diplomados del INBAL, SOGEM, UNAM, SEXTO PISO.