USB EN LAS ROCAS

POR ANDROS ERIK AGUILERA

Ahí está, ¿prendió la estufa? No sé qué rayos hace, ¿qué busca?, porque la luz del baño sigue encendida, pero oigo sus pasos en el comedor. ¿Por qué no se mete a bañar de una vez? Bien me lo decía mi madre: no te cases con un hombre mayor que tú; con la edad, se vuelven ideáticos y tercos, y terminarás cuidando a un anciano extra. Supuse que lo decía porque, como soy la menor, según sus ideas arcaicas, me correspondía cuidarla por default. Por eso no le hice caso, y porque tampoco quería terminar de criar a un hombre menor que yo. No señor, yo no nací para ser madre. Además, Javier era muy guapo cuando lo conocí: alto, fornido, de frente amplia y quijada fuerte. La edad le daba mayor seguridad en su mirada y en su forma de actuar; no como los idiotas melodramáticos con los que había salido hasta entonces. Además, me invitaba a salir de viaje seguido, entre las pausas de temporada en mi compañía de teatro. La primera vez que lo vi a contraluz en la costa, supe que debía casarme con él. Vamos, si no es tan grande, le decía yo a mi madre que lo veía con desconfianza; sólo son cinco años de diferencia, ¿qué es lo peor que puede pasar? Qué ingenua era. Pero más sabe el diablo por viejo que por diablo. Ahora llevamos veinte años de matrimonio y el mes pasado, por ejemplo, lo descubrí cortando sus playeras blancas a mitad de la noche, en la cocina. 

¿Qué demonios haces? Le pregunté mientras trataba de quitarle las tijeras. ¿Te has vuelto loco, Javier? Son las dos de la mañana, ya duérmete y deja de echar a perder la ropa. Es que necesito pañuelos, dijo como si eso explicara algo y levantó las tijeras muy alto para que no pudiera alcanzarlas. ¿Pañuelos? ¿De qué siglo vienes? En la cocina hay servilletas; no inventes… ya deja de estar de ocioso. Di tres saltos más antes de desistir. Las servilletas me irritan la nariz, dijo al fin. De un suspiro despejé los cabellos que cubrían mi frente y le contesté que eso ya lo sabía, y que salía más barato comprar pliegos de esa misma tela en Parisina, y rematé hastiada: no chingues, la ropa está bien cara. ¿Y eso qué?, preguntó mientras escondía detrás de sí las tijeras. Parpadeé dos veces. Fue la primera ocasión en que me sonó a viejito terco: es mi dinero, Josefina, ¿qué te cuesta? Nada, yo pago mis playeras y hago con ellas lo que se me pega la gana; además, son las viejitas. Tomó una del montón como prueba. Mira, está toda llena de agujeros; ya son puros andrajos. Me dio un ataque de calor y mientras agitaba mi camisón le dije ya molesta: por eso te compré nuevas y ahí siguen, en el clóset, todavía en su empaque. Es que me pican, respondió sin verme y atento a las tijeras, ya sabes que mi piel es muy sensible a lo nuevo; me siento más cómodo con las viejitas. Sentía que mis orejas iban a fundirse. Pues entonces deja de cortarlas, Javier; no te va a quedar ninguna. Se encogió de hombros y dijo: sólo estas y ya, porque no sé ni en qué agujero van mis brazos y en cuál mi cabeza. Bajo la luz amarilla de la cocina, su delgado cabello parecía más ralo y cano.

No tenía caso alargar la escena. Ópera bufa del matrimonio posmoderno. Me di la vuelta y volví a la cama, pero no pude dormir pensando en que ya había dado el viejazo. Siempre con sus pañuelos y sus alergias. Ya se ha vuelto un anciano farmacodependiente y cascarrabias, en serio. Se toma las pastillas antigripales como si fueran Tic-Tac’s. Pero siempre que le hago ver cuántas cajas de medicamento compro a la semana él se pone a la defensiva: yo no te digo nada del vino, Josefina, y eso que es más caro que mi medicamento. Mira, y abre la alacena, tres botellas al mes, porque una no te dura ni una quincena, caray. Cómo me choca que me anden contando las copas. Siento que me compara sutilmente con mi madre y su eterno vaso de whisky en las rocas, como anillo al dedo. Así sale retratada en todas las fotos con mi familia. Hasta parece chiste. Yo no soy una alcohólica como mi madre, le gritó. A veces le aviento sus medicamentos a la cara, pero sólo cuando se ríe con sarcasmo de mi reproche. 

Además de los antigripales, ya empezó con el vaporub. Todo el santo día inhalando ese pinche ungüento. Con lo caro que es. Entre ese aroma y mis calores, las jaquecas están a la orden del día. No sé si nos saldría más barato que inhalaras thinner, le dije la otra vez, medio en serio y medio de broma, pero no le hizo gracia. Tú nunca me escuchas, Josefina, ya te dije que me siento constipado y justo ahora no puedo faltar al trabajo, estamos con los cierres de fin de año. Yo sí te escucho, Javi, tú eres el sordo, le respondí aludiendo a su empeño por escuchar la tele a un volumen muy alto. Ah, ¿sí? ¿Y por qué tiraste mi aguacate la semana pasada? Siempre te gusta andar tirando mis cosas. Me quedé helada. Esa vez tenía razón. Me dijo varias veces que estaba guardando el hueso para sembrarlo, pero cuando lo vi junto a la ventana, apuñalado por dos palillos de dientes y flotando sobre una copa de agua turbia, pensé que era basura y lo tiré al cesto de la orgánica. Odio cuando yo soy la mala. 

Ya van varios días que me viene presumiendo su nueva memoria USB, y las pronuncia con solemnidad y cuidado, como si fueran las siglas de algún departamento gubernamental; fascinado con lo pequeña que es: ¿Lo puedes creer, Josefina? Mira, es más pequeña que una servilleta. ¿Recuerdas el disquete? Pues, en esta pulgada cabe toda la nómina del mes, ¿no es increíble? La tecnología avanza muy rápido…Yo sólo asentía y le subía un poco a la tele para que dejara de hablar. Pero juro que siempre lo vi guardarla en su cartera. Por eso, cuando anoche me agitó del hombro para que me despertara y me preguntó si había visto su memoria ni le hice caso. Debe estar en tu cartera. No, ahí no está; ya revisé. Entonces no sé, ni que anduviera esculcando tus cosas; ya déjame dormir. Es muy importante, Josefina, mañana hacemos los pagos provisionales. Respiré profundo para oxigenar mi cerebro y volver a relajarme. Tal vez, dijo, sólo tal vez limpiaste un poco el tocador y por accidente lo tiraste a la basura. Ahí sí me enojé y perdí el aura zen que tenía para dormir. Qué cosas dices, Javier, yo no soy tu sirvienta; también tengo un trabajo, ¿recuerdas? El jueves tengo una audición. Si quieres, revisa la basura, anda; yo seguiré durmiendo. Pero conforme dije eso, recordé que cuando llegó del trabajo dejó unas servilletas y pañuelos embadurnados con vaporub junto al control remoto, lo cual me dio asco, así que las tiré al cesto de basura sin miramientos y dejé los pañuelos en la ropa sucia. Tal vez, sólo tal vez, ahí estaba su memoria. Demonios. 

Javier todavía dio unas vueltas alrededor de la cama, nervioso, pero al poco apagó la luz y se acostó junto a mí. Yo seguía despierta, pero me fingí dormida y le di la espalda todo el rato para remarcar mi postura. Estaba sopesando si sería prudente levantarme a la mitad de la noche para revisar la basura o si mejor debía esperar hasta el otro día. Opté por la segunda opción. Creí que cuando se metiera a bañar por la mañana, antes de irse al trabajo, tendría mayor libertad para maniobrar. Y aquí estamos: hace media hora sonó su alarma. Por lo regular se mete a bañar en seguida, pero no hoy. No, señor, justo hoy tenía que romper su rutina. Lleva como media hora dando vueltas por la cocina y el comedor. Entonces, oigo que sus pasos se acercan. Me cubro el rostro con la sábana y me quedo quieta. Javier se detiene en el marco de la puerta. Josefina… dice muy suavecito. Decido gruñir un poco para que no siga hablándome, pero de nada sirve. Josefina… ¿estás despierta? 

Doy un suspiro largo y le respondo que ahora sí, por su culpa. Lo siento, es que estoy muy preocupado. Tengo información muy importante en mi memoria y si no la encuentro… ¿Qué no tienes un respaldo en la computadora de tu despacho? Lo interrumpo. No, me dice, no desde que compré la memoria. Tengo la sensación de que mis colegas andan husmeando mis cuentas y eso no me gusta. Siento que se me encoge el estómago; no sé por qué, si la basura sigue en el cuarto. Josefina…, repite mi nombre como si temiera que me haya dormido de nuevo. Aquí sigo, respondo para tranquilizarlo. ¿Me ayudas a buscarla mientras me meto a bañar? Le digo que sí, que de seguro aparecerá entre sus cosas. Me agradece y comenta que preparó un poco de avena, por si quiero. Luego se marcha. Sólo así vuelve a la rutina de los días hábiles. 

Conforme escucho que se cierra la puerta del baño, salto de la cama y reviso el cesto de basura. Siento que se me acelera el corazón cada vez que veo una servilleta, la cual aplasto para tentar si guarda dentro suyo la memoria, hasta que doy con uno de sus pañuelos. ¿Cómo pude tirarlo junto a las servilletas después de la riña por las playeras? Como me temía, la memoria estaba ahí. Me salvé, ahora sólo queda dejarla en un lugar donde pueda verla, porque si se la entrego yo misma, temo que pueda quebrarme y le cuente todo, y me acusará nuevamente de no tener respeto por sus cosas. ¿Dónde será bueno? Ya sé, en el cajón de la cómoda donde guarda sus medicamentos. Siempre saca una tira de pastillas antes de irse al trabajo. Me lavo las manos, le doy una enjuagada a la USB y la dejo encima de las cajas de antigripales y tan tan, este cuento se ha terminado. El crimen perfecto. En eso escucho que la regadera se cierra. No queda mucho tiempo. Apenas abre la puerta del baño, yo finjo que reviso sus sacos y pantalones. Al entrar al cuarto pregunta si todavía no hay novedad. Yo niego con la cabeza. ¿Dónde la habrás dejado? Digo por decir cualquier cosa, para seguir con mi papel, pero veo que su rostro se ensombrece. ¿La habré perdido? No puede ser, siempre la pongo aquí, y hace la pantomima de tocarse el pecho, en el bolsillo interior del saco, para que pueda comprobar que sigue ahí con una palmadita. No te preocupes, detengo su tren, aquí tiene que estar entonces; ya la encontraremos. 

Javier baja la cabeza y se quita la toalla que trae como falda irlandesa; se cambia con rapidez, pero parece distraído: se anuda la corbata sin verse realmente al espejo; se pone los zapatos con calzador, pero apenas se mira los pies, concentrado en escrutar una esquina del cuarto. Tiene la mirada perdida. Me quedo pensando en eso cuando de pronto parece que ya está listo para irse, porque se me acerca bruscamente con la intención de darme un beso, mientras dice: bueno, ya ni modo; tengo que irme al trabajo. Espera, lo detengo con los labios estirados al aire, ¿ya te tomaste algo para tus alergias? ¡Cierto!, me dice, y retrocede hasta la cómoda; abre el cajón y toma una tira de pastillas. Entonces, se queda quieto, casi petrificado. Parpadea dos veces. Ya la vio, pienso. Pero voltea y me pregunta: ¿tenemos algún antiácido? Me toma por sorpresa y le respondo entre balbuceos que sí, que en la cocina hay una caja, donde están las copas. Lo sabía, dice y sale corriendo del cuarto mientras dice que más vale prevenir: hoy tendré un largo día en la oficina. Maldita sea. ¿Cómo no vio la memoria? ¿Y ahora qué hago, si ya casi se va? Tengo que actuar rápido. Abro el cajón, tomo la USB, y corro para alcanzarlo a la mitad de la sala. Hey, casi le grito, te vas sin despedirte. Le acaricio la mejilla con la mano izquierda y lo atraigo hacia mí para darle un beso apasionado, mientras de reojo busco el platillo donde dejamos nuestras llaves, sobre la mesa que está junto a la puerta de la entrada. Sólo tengo un tiro limpio, así que estiro mi brazo derecho y aviento la memoria en un lanzamiento hiperbólico. Tengo miedo de que no llegue así que en los segundos finales también cierro los ojos y casi me cuelgo de su cuello. 

Javier me separa cariñosamente y me pregunta qué fue eso. Nada, respondo titubeante, pero veo que tuve buena puntería y recupero la confianza: sólo creí que necesitarías fuerzas extras para este día. Me sonríe como la primera vez que lo conocí, coqueto y seguro de sí mismo como esa primera vez en la playa, mientras camina de espaldas y abre la puerta casi sin ver. No te olvides de llevarte tus llaves, le digo con la voz más dulce del mundo. Él reacciona, se concentra para distinguir sus llaves de las mías y, por fin, ve la memoria. Siento un poco de celos al ver que su sonrisa es mayor por encontrar la estúpida USB. Aquí estuvieron todo el tiempo, dice aliviado, ¿cómo no revisé antes? Tenías razón, cariño, soy un tonto. Guarda la memoria en el bolsillo interior de su saco, le da una palmada y me guiña un ojo antes de cerrar la puerta. Me tiemblan ligeramente las piernas y suspiro por segunda vez en el mañana. Mi madre solía decir que la vida se me iba en suspiros y que por eso me volví actriz. ¡Qué día!, grito al cabo de unos minutos. Y eso que apenas es martes. Necesito una copa de vino.

Andros Erik Aguilera (1998, CDMX). Estudió la licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas en la FFyL, de la UNAM, con efectos agridulces. Ha sido ayudante de materia y de cocina, y escribe ficción de vez en cuando. Va a los coloquios de literatura por el café y las galletas.