POR ÁNGEL ALEXANDRO PORRAS ORTEGA
Me gusta, me encanta, comparto, reacciono, comento. Un golpe, una simple percusión con el dedo pulgar o el índice; lo que antes era apenas un signo es ahora el mensaje mismo. Los cables no son más las vías de tránsito; hoy se emplea una dimensión intangible en donde se codifican y decodifican los mensajes. En la actualidad el universo está cifrado en un pulgar arriba. Esos hallazgos tecnológicos han permitido la rapidez de la comunicación, la libertad de expresión y la diversidad en las opiniones. El contacto se vuelve inmediato y efectivo.
Más allá de todas las ventajas comunicativas que esto representa, la era posmoderna también conduce a la enajenación y, sobre todo, a la angustia. Nuestra complacencia se sustenta cada vez más en ese entorno virtual, que, en términos prácticos, es inexistente. Esto no quiere decir que los sufrimientos de angustia y enajenación hayan surgido a partir de las redes sociales, ya que estos males nos acechan desde el principio de la era moderna, y tienen que ver con un problema existencial. En ese sentido, nuestra condición de mortales contamina nuestra libertad. Es la máxima frontera para nuestro libre albedrío, para el cumplimiento de todas nuestras aspiraciones; sólo nos queda el refugio del instante.
Al enfrentarse a la congoja de su breve existencia, la humanidad no puede más que experimentar la angustia, la sensación de vacío, la infinita insignificancia de su ser. Cierto es que la libertad no es una garantía en el mundo; algunos lugares continúan sufriendo la rudeza de la esclavitud en todas sus formas. La lucha por su liberación no debe cesar; sin embargo, no por ello se debe restar importancia a la congoja de los individuos libres de condición pero oprimidos en el alma. Porque eso es precisamente lo que ocurre ante la angustia moderna: una opresión del alma, una esclavitud para el espíritu y la imaginación.
La era moderna fijó en el panorama una cultura del mañana, es decir, la veneración del progreso. Así pues, todas las personas se volvieron libres para pensar en su porvenir y forjar su futuro de la manera que mejor les conviniera. Mas la vida está compuesta de instantes, y lo que el mundo moderno provocó es la muerte del instante, a cambio de la vida del mañana. Tras los ideales modernos de libertad, surgió la incertidumbre, la inseguridad y la angustia. Se produjo un vértigo en las relaciones humanas y se menospreció la importancia del instante; todo ello en detrimento del goce del individuo, de la libertad de su alma.
Con el surgimiento de las redes sociales, y con el avance de todas las tecnologías de comunicación, la vida posmoderna ha alcanzado una celeridad impresionante. Los mensajes se precipitan hacia sus destinatarios, y las noticias y novedades son cada vez más efímeras. Precisamente en un instante se modifica nuestra percepción de la actualidad; así, comenzó un aprecio por lo insignificante. Se acostumbra recorrer con ojos fugaces y escasa atención los pormenores de mensajes de burla, morbo o información. De pronto la mirada se detiene: hay un contacto, una empatía; de golpe surge una risa, un enojo, una mueca discreta que se traduce finalmente en un like, un me encanta, me divierte o me enfurece. ¿Se trata realmente de una aprehensión del instante? ¿Detrás del globalizado mundo de las redes sociales está la verdadera clave para nuestra libertad completa, para la completitud del cuerpo y el alma?
Es innegable que las redes sociales favorecen la libertad. Hoy las opiniones de cada individuo son, si no significativas, sí potencialmente escuchadas. Ésa es la principal virtud de las redes sociales: la diversidad, la libertad de expresión en alcances que antes no se concebían. La distancia entre la difusión masiva y un insignificante comentario se ha estrechado gracias a estas herramientas de comunicación. Tanto Twitter como Facebook permiten la propagación de lo cotidiano y de lo significativo; del pensamiento más simple y de la más impactante noticia. Asimismo, las discusiones son frecuentes y necesarias. El hábito de debatir se vuelve imprescindible para los seres humanos, aun cuando se escuden en avatares intangibles.
Pero esa clase de comunicación y contacto no es la que conjuga la libertad del alma y el cuerpo. Me parece que ni siquiera provoca una verdadera liberación del alma ni una aprehensión del momento. Es cierto: el meme y el like son una celebración del instante, de lo efímero de un comentario, mas no provocan un peso significativo en la experiencia vivida. Podemos olvidar un meme al encontrar uno nuevo, y desconocer una publicación que nos encantó en un par de meses. Además, el objetivo de las imágenes compartidas, los videos chuscos y los memes ingeniosos es el de convertirse en un lugar común; es decir, perder el peso de la imaginación para automatizarse en la mente de las personas.
Las redes sociales han conectado al mundo; han construido una nube mensajera en la que caben infinitas opiniones. Los memes celebran y contagian a los individuos, producen la agonía de la imaginación y de la originalidad. Además, el contexto reciente de espionaje detona cuestionamientos: en ese mundo de redes sociales, ¿somos realmente libres? ¿No está igualmente vulnerable a la posibilidad de control y sumisión? Compartir de manera masiva esos comentarios desembocará necesariamente en la enajenación y, por consiguiente, en la angustia. Ese mundo virtual es tan frágil como nuestra propia existencia; en cuanto cuestionemos la esencia de esa otredad, notaremos que tampoco nos deja un valor duradero, una justificación de nuestra existencia. Así pues, la solución se ahoga en las mismas aguas que el problema.
Nacemos libres e iguales, pero detrás de ello se encuentra el vértigo de la individualidad. En los primeros años de la modernidad se utilizó la conciencia del mañana para aminorar la carga de nuestra existencia; hoy se intenta curar esa angustia con la veneración de lo banal, con un goce instantáneo sin peso. No obstante, ninguna de las dos sirve para la liberación de nuestra alma. En aras de que eso ocurra, se requiere un momento de completa libertad, de placer único que rebase los límites del tiempo y le dé significación a la leve existencia de los seres humanos. Me parece que la respuesta ha estado desde todos los tiempos, más allá de los factores culturales y de los avances tecnológicos.
Imaginemos las siguientes escenas: una pareja de exiliados bailando en la oscuridad mentirosa de unas velas; un preso que navega en las islas no exploradas de su lenguaje y consigue el hallazgo de sus 77 más asombrosos poemas; un sordo que acaricia los acordes de un piano y siente las vibraciones en lo profundo de sus entrañas. Desde mi punto de vista, esos instantes son realmente significativos. El ejercicio artístico consigue la máxima libertad al desligarse de toda retribución; es un auténtico goce del instante, pues su único motivo es el placer estético, el gozo inefable, la complacencia del alma.
Tal como en el uso de Facebook o Twitter, los artistas celebran el instante, lo capturan en la belleza de símbolos efímeros. No obstante, la diferencia es que el arte no es un virus; es un bálsamo. La expresión artística no busca la difusión masiva, sino el contacto íntimo entre dos seres, un puente invisible que provoca la sensación liberadora por excelencia: el goce estético. El valor del arte no se refleja en una utilidad ni en lo inmediato de su mensaje, sino en el placer por el placer mismo.
Ahora bien, se podría caer en el error de pensar que uno experimenta ese placer del instante sólo cuando aprecia obras maestras; sin embargo, creo que el valor del ejercicio artístico es que puede practicarse sin restricciones. Uno no baila con la intención de volverse famoso ni para ser contratado por un productor. Se baila por el placer de hacerlo, y entonces es un placer estético, el gozo del instante.
La condición de libertad no está garantizada para todos; nada es más importante que buscar esa utopía en que todos los seres humanos gocen de la libertad de elegir. Pero esa libertad no es un fin en sí mismo; hay que buscar el goce en nuestra vida efímera como verdadera finalidad. La satisfacción del instante es ese bálsamo para la angustia de nuestra existencia. Facebook, Twitter y todas las otras plataformas celebran ese instante, aunque sólo en la comunicación. Hay que darle a Facebook lo que es de Facebook y al arte, la esperanza de nuestra existencia.Creo fervientemente que la libertad del ser humano se completará en cuerpo y alma cuando se entienda la relevancia del instante. Incluso me parece factible que el arte evoque una sensación liberadora en el preso o en el oprimido, puesto que se gozará del momento, sin importar la condición del individuo. Estará más cerca una persona de su liberación al cobijo de un poema, de un acorde o al ritmo vibrante de la salsa o el jazz. He ahí la verdadera aprehensión del instante; el arte produce un like vibrante en nuestras almas; y en el placer estético se cifra el significado de nuestra existencia, nuestra verdadera liberación.
Ángel Alexandro Porras Ortega (Ciudad de México, 1995). Es licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Fue corrector y redactor en la revista de arquitectura Mejores Acabados. Algunos de sus textos de creación literaria han aparecido en las publicaciones digitales Marabunta, Tlacuache y El gallo galante. Actualmente es maestrante en el posgrado de Literatura Mexicana Contemporánea de la UAM-Azcapotzalco.