POR CLAUDIA GIL DE LA PIEDRA
Son las 9 de la noche. Otra vez se paró el metro. Vas de regreso a tu casa, con la misma cara triste de todos los días. Pero hoy te tocó sentado, menos mal. Tus piernas pesan muchísimo. Parece que hoy no te fue tan mal. Tus brazos están tensos, las venas saltadas, aferrados a un pequeño camión de juguete. ¿Dónde compraste el camioncito de plástico envuelto en una red y con un casco infantil del mismo color? Ese casco, amarillo, aún tiene las rebabas del plástico y podría rasguñar la cara de tu hijo. Es lo mejor que pudiste comprar. Lo compraste y tardaste más en tomar el metro. Ahora hay más gente. Todos vienen de trabajar. Hay muchos olores entremezclados: el sudor, la grasa de la torta de la señora sentada frente a ti, la salsa de las papas del estudiante de atrás, la humedad de la ropa del de al lado. Tú no hueles, sólo hueles el pipián en tu casa y el pino del piso del comedor.
Anoche, ¿qué hiciste anoche? Fue un día malo, como muchos. El pago se pospuso un día más, saliste más tarde, hubo que cargar más cajas. Llovió muy fuerte, te mojaste, tenías hambre y ni veinte pesos para una torta. ¿Fue eso lo que te puso mal? Sigue pensando… ¿cómo pasó? No lo recuerdas, hay cosas que se hacen mecánicamente. Ella hizo todo, como siempre. La cocina estaba limpia, oliendo a pino. Los trastes lavados, y ellos durmiendo. Eran casi las diez, ¿o las once? Ya todos se habían dormido, pero tú querías comer. Pudiste abrir el refrigerador, calentar algo en la estufa, un huevo en la sartén, un café, algo. En cambio, abriste la puerta del cuarto, la despertaste, discutieron y ya no recuerdas qué pasó después. Recuerdas haber oído gritos, el niño lloraba. ¿Por qué no te acuerdas? No estabas ebrio, no has tomado desde hace mucho tiempo. No duermes bien. No comes bien. Las cosas se te olvidan, quizá te vuelves loco.
El pequeño gritó, te dijo que no te quiere y que le das miedo. No se te acerca. Cada vez habla menos contigo. Lo oyes hablar, cuenta cuentos y canta canciones, de esas que le enseñan en la escuela, le cuenta a su mamá. ¿Lo has notado? Cuando tú entras, se calla, a veces hasta se pone pálido o se va. ¿Cuántas veces le has pegado? Tampoco te acuerdas. Siempre estás enojado, todos los días pasa algo malo. Seguramente tú no quieres ser así y te preguntas si es tu culpa o si de verdad estás loco. Cada vez más seguido te preguntas qué será ese hueco en tu estómago, ese furor interno que parece un volcán.
No te duermas en el asiento, ya casi llegamos, sólo dos estaciones más. Ya sólo falta la combi, media hora más. No sueltes el camión. Ojalá que le guste, aunque tú sabes que un juguete no puede borrar lo que pasó. Aún así, cuidas el camioncito como si fuera tuyo, como si tú fueras el niño que jugará con él. Tal vez, si tu papá te hubiera traído alguna vez un regalo, lo habrías perdonado. Por lo menos, hubieras visto en él un intento de pedir perdón, de acercarse a ti. Nunca jugó contigo y tus hermanos ya eran muy grandes, pero tú sí puedes jugar. Esta vez sí piensas cumplir. El próximo domingo vamos a jugar fútbol. Debes hacer un esfuerzo, levantarte temprano en vez de dormir hasta el mediodía, qué importa que sea tu único día de descanso. ¿Te acuerdas de cuando jugabas fútbol en la escuela? Hace tanto de eso que ya hasta se te olvidó también.
Súbete rápido a la combi, ya está lloviendo otra vez. Al menos nos tocó aquí y no entrando al metro. La combi no avanza. Otra vez llegamos tarde. ¿Qué pasó? No se ve nada, los vidrios están empañados por la respiración apretada de la gente. Sientes el vaho caliente y el olor a comida grasienta. La gente en sus celulares, jugando, chateando y avisando que están en camino. La próxima quincena quizás ya te alcanza para comprarle a ella un celular. Quieres llamar, pero otra vez no tienes datos. Sólo está el número de la casa. El agua se empieza a encharcar, ya se ve el semáforo. Cambia a verde, avanzamos un poco. Rojo. Verde. Casi no avanza esta chingadera. Siempre es así en época de lluvias, ya sabes eso. Estás muy cansado, ya casi llegamos. Se cobra uno, dos calles después del tope. Por fin, en casa. Otra vez las luces apagadas y tu sientes de nuevo ese hueco en la panza, el ardor del volcán.
Contrólate. No puedes hacer lo mismo de ayer. No es tan tarde. No puede ser. Hoy llegas más temprano. Piensas que ya no quieren verte, ¿verdad? Piensas que se duermen temprano para no verte, para no hablarte y no oírte gritar. La cocina limpia y un plato de arroz frío. Al menos te dejaron algo de comer… frío, para comerlo solo… como perro. ¿Para qué demonios querías familia? Solo, para tener más deudas, menos dinero, más trabajo… de todos modos estás solo. Te vas cuando está oscuro, y regresas a oscuras. Nadie despierto. Solo estamos tú y yo.
Apúrate a mear y lávate las manos. Al menos hay que comer. A ver si ya te rasuras que ahora sí se ve mucho tu barba, ¿cuando nos bañamos la última vez? Mira al espejo, que mal me veo, todo por tu culpa, maldita sea, si no éramos así. De jóvenes no nos veíamos tan mal. ¿Cuándo empezaste a cambiar, a tener ojeras, el cabello shirgo y la piel rasposa? Creo que hasta tienes caspa. Cada semana decimos lo mismo. El domingo me voy a levantar temprano, a jugar con el niño, a comer con mi familia. Temprano me baño, me arreglo para dormir a las nueve. Siempre despiertas tarde, cuando ellos ya desayunaron, a veces ya hasta se fueron al mercado y tú te quedas solo. Ella llega y discuten. Ya se cagó el día otra vez.
Ya deja de verme, son las once y media. ¿No te vas mañana cinco y media? Perdón, al rato. Pobre diablo, ya mejor ni cenes. Dormirás media hora menos. En este espejo ni se ve bien, además, ¿qué quieres ver? Ya no me veas. No llores. Mamá decía que los hombres no lloran. Otra vez no vimos al niño, déjale el camioncito en la mesa. Al menos, que sepa que piensas en él. Y tú, mejor ya vete. No hay que regresar. Todos los días es una chinga venir hasta acá. Hay que quedarnos allá en la obra. ¿Qué? ¿Me odias? y ¿qué ganas con eso? Así no se puede cambiar el reflejo y ni se te ocurra romper el espejo. Aunque tengas muchas ganas de madrear a alguien y aunque no tengas hoy a nadie con quien desquitarte, debes acordarte que soy todo lo que tienes.
Claudia Gil de la Piedra estudió la licenciatura en letras francesas en la FFyL de la UNAM y la maestría en literatura mexicana contemporánea en la UAM-Azcapotzalco. Ha publicado diversos artículos de crítica literaria y traducción y ha participado en diversos congresos literarios nacionales e internacionales. Actualmente, es profesora en el Instituto Tecnológico de estudios superiores de Monterrey y en la ENALLT-UNAM.