CLÁSICO DE CULTO, DE TERRY PRATCHETT

TRADUCCIÓN DE JORGE DE LA VEGA

El Señor de los Anillos es un clásico de culto. Sé que es verdad, pues lo leo en los periódicos, lo veo en la televisión, lo escucho en el radio.

Sabemos lo que “culto” significa. Es un peyorativo. Quiere decir “inexplicablemente popular, pero indigno de ello.” Es una palabra que usan los autoproclamados guardianes de la llama de la verdad para desdeñar cualquier cosa de la que gusta el tipo equivocado de personas. También significa “pequeño, hermético, impenetrable.” Se le asocia con bebidas refrescantes en Jonestown.

El Señor de los Anillos tiene más de cien millones de lectores. ¿Qué tan grande necesita ser para escapar de su estatus de culto? O, habiendo sido clasificado como tal –dígase, lleva la marca de Caín–, ¿es acaso posible que se le pueda considerar clásico hecho y derecho?

Pero la democracia ha hecho lo suyo en años recientes. Una cadena británica de librerías sometió a votación el libro favorito del país. Ganó El Señor de los Anillos. En otro plebiscito poco después, esta vez para encontrar a su autor favorito, ganó J.R.R. Tolkien.

Los críticos se pararon de pestañas, lo cual era de esperarse pero sin dejar de ser extraño. Después de todo, las librerías meramente usaron el adjetivo favorito. Esa es una palabra muy personal. Nadie nunca dijo que fuera sinónimo de mejor. Pero igual se armó tremendo coro de críticos denunciando los resultados como una terrible confirmación del mal gusto del público británico, al que se le otorgó el precioso regalo de la democracia y lo había desperdiciado en elecciones inadecuadas. Se habló, incluso, de indicios de una conspiración por parte de fanáticos de pies peludos. Pero había otro mensaje anexo, y era: “¡Miren, llevamos años intentado decirles qué libros son buenos! ¡Y simplemente no escuchan! ¡No están escuchando ahora! ¡Están saliendo a comprar ese maldito libro! ¡Y lo peor es que no podemos impedirlo! Podemos decirles que es una tontería, que es irrelevante, escapismo nefasto escrito por un autor que nunca asistió a nuestras fiestas y no le importaba nuestra opinión. Pero, por desgracia, la ley les permite no hacernos caso. ¡Son estúpidos, estúpidos, estúpidos!”

Y, una vez más, nadie los escuchó. En cambio, un par de años más tarde, la encuesta Millennium Masterworks de un periódico nacional extrajo cinco obras de lo que podría referirse vagamente como “ficción narrativa” entre las cincuenta “obras maestras” más importantes de los últimos mil años, y sí, ahí estaba El Señor de los Anillos de nueva cuenta.

La “Mona Lisa” también estuvo entre esas cincuenta mejores obras maestras. Y sospecho que muchos de los votantes la incluyeron por pura reacción cultural instintiva, levemente deshonesta pero bien intencionada. ¡Rápido, rápido, nombra una de las mejores obras de arte de los últimos mil años! Este… bueno, la Mona Lisa, obviamente. Bien, bien, ¿has visto la Mona Lisa? ¿Te paraste frente a ella? ¿Te cautivó su sonrisa, te siguieron sus ojos por la habitación y hasta tu hotel? Este… no, no… pero… bueno, es la Mona Lisa, ¿de acuerdo? Tienes que incluir a la Mona Lisa. Y a ese tipo de la hoja de parra, sí. Y a la mujer sin brazos también.

Eso es honestidad, en cierto modo. Es un voto al buen gusto de tus conciudadanos, y de tus antepasados también. Juanito Promedio sabe que votar por una imagen de perros jugando póker probablemente no sea, cuando se considera en el contexto de mil años, algo muy sensato. Sospecho que El Señor de los Anillos se incluyó cuando la gente dejó de votar en nombre de su cultura y votó en silencio por lo que disfrutan. No todos podemos pararnos frente a una imagen y sentir que abre nuevos caminos en nuestro cerebro, pero podemos –la mayoría de nosotros– leer un libro impreso al por mayor.

No recuerdo dónde estaba cuando le dispararon a Kennedy, pero puedo recordar exactamente dónde y cuándo leí por primera vez a J.R.R. Tolkien. Era la víspera de Año Nuevo de 1961. Me encontraba cuidando a los hijos de amigos de mis padres mientras todos salían de fiesta. No me importaba. Ese día había sacado de la biblioteca este libro de tres volúmenes del tamaño de un ancla para yate. Otros chicos de la escuela me habían hablado de él. Tiene mapas, dijeron. Esto me pareció, en aquel momento, un indiscutible sello de calidad.

Había esperado mucho este momento. Era esa clase de niño.

¿Qué puedo recordar? Puedo recordar la visión de los bosques de hayas en la Comarca; yo era un chico campirano, y los hobbits caminaban por un paisaje que, más o menos –quitando algunos desarrollos habitacionales–, era como aquel en el que había crecido. Lo recuerdo como una película. Allí estaba yo, sentado en un sillón frío al estilo de los sesenta, en una habitación vacía; pero en los bordes de la alfombra, comenzaba un bosque. Recuerdo la luz como verdosa, atravesando las hojas de los árboles. Desde entonces, no he vuelto a tener la experiencia tan vívida de sentirme dentro de una historia.

Puedo recordar el click del calefactor al apagarse y la habitación helada, pero estas cosas sucedían en el horizonte de mis sentidos y no eran relevantes. No recuerdo haber vuelto a casa con mis padres, pero recuerdo estar sentado en la cama, pasadas las tres de la mañana, todavía leyendo. No recuerdo haberme dormido. Recuerdo que desperté con el libro abierto en mi pecho, que encontré la página y seguí leyendo. Me tomó, tal vez, unas veintitrés horas llegar al final.

Entonces comencé de nuevo. Pasé mucho tiempo examinando las runas.

Al admitir esto, puedo conjurar un círculo de caras nuevas, ansiosas pero amistosas a mi alrededor: “Mi nombre es Terry, y solía dibujar runas enanas en mis cuadernos escolares. Comencé, ya sabes, con los trazos rectos, todos pueden hacerlos, pero luego me metí de lleno y antes de darme cuenta estaba escribiendo cursiva como los elfos, puntitos y todo. Y aguanta… se pone peor. Antes incluso de escuchar la palabra fandom, estaba escribiendo extraños fan fiction. Escribí una historia que ambienta Orgullo y Prejuicio, de Jane Austen, en la Tierra Media; al resto de los niños les encantó, porque un salón de niños de trece años con acné volcánico y anhelos inguinales no está en la mejor posición para apreciar la fina prosa de la señorita Austen. Se puso bueno cuando los orcos atacaron la rectoría…” Pero creo que para entonces el grupo de apoyo me habría echado.

Estaba obsesionado. Regresé entonces a la biblioteca e inquirí de esta manera: “¿Tiene más libros como estos? ¿Quizás con mapas? ¿Y runas?”

El bibliotecario me miró con leve desaprobación, pero terminé con Beowulf y un volumen de sagas nórdicas entre manos. La intención fue buena, pero no era lo mismo. A los personajes les tomaba varias estrofas tan sólo decir quiénes eran.

Pero eso me llevó a los estantes de Mitología. Los estantes de Mitología estaban al lado de los de Historia Antigua. ¡Qué diablos! Eran todos tipos con yelmos, ¿no? Adelante, adelante, ¡tal vez haya un anillo mágico! ¡O runas!

La búsqueda desesperada por el efecto Tolkien me abrió un mundo nuevo.

La historia, tal como se enseñaba entonces en las escuelas británicas, estaba llena de reyes y actos del Parlamento, y estaba llena de muertos. Tenía una extraña estructura mecánica. ¿Qué pasó en 1066? La Batalla de Hastings. ¿Y qué más pasó en 1066? ¿Qué quieres decir con qué más pasó? La Batalla de Hastings fue para lo que se inventó el año 1066. Habíamos “pasado” ya por los romanos (vinieron, vieron, se bañaron, construyeron caminos y se fueron), pero mi lectura privada coloreó la imagen. No habíamos “acabado” con los griegos. En cuanto a los imperios de África y Asia, ¿alguien los “vio” siquiera? Pero, oye, mira aquí en este libro; estos tipos no usan runas, sólo imágenes de pájaros y serpientes; pero, mira, saben cómo sacarle los sesos a un rey muerto por la nariz…

Y seguí adelante, obteniendo el mejor tipo de educación posible, que es la que sucede mientras crees que te estás divirtiendo. ¿Habría sucedido de todos modos? Posiblemente. Nunca sabemos dónde están los desencadenantes. El Señor de los Anillos supuso un cambio radical en mi hábito lector. Ya lo estaba disfrutando, pero El Señor de los Anillos me abrió al resto de la biblioteca.

Solía ​​leerlo una vez al año, en primavera.

Me he dado cuenta de que ya no lo hago y me pregunto por qué. No es el lenguaje denso y, a veces, pesado. No es porque la escenografía tenga más carácter que los personajes, o la falta de partes para las mujeres, u otras ofensas percibidas o reales contra los códigos sociales vigentes.

Es simplemente porque tengo aquella película en mi cabeza, y ha estado ahí durante cuarenta años. Todavía puedo recordar el verde luminoso de los bosques de hayas, el aire helado de las montañas, la oscuridad aterradora de las minas enanas, el verdor en las laderas de Ithilien, al oeste de Mordor, aún resistiendo contra la sombra invasora. Los protagonistas no figuran mucho en esa película, porque para mí nunca fueron más que figuras en un paisaje que era, en sí mismo, el héroe. Lo recuerdo al menos con tanta claridad como –no, ahora que lo pienso, con más claridad que– muchos de los lugares que he visitado en lo que nos gusta llamar el mundo real. De hecho, es extraño escribir esto y darme cuenta de que puedo recordar tramos del paisaje de la Tierra Media como lugares reales. Los personajes son anónimos, meros puntos en el espacio desde donde se originó su diálogo. Pero la Tierra Media es un lugar al que fui.

Supongo que el viaje fue una forma de escapismo. Ese era un crimen terrible en mi escuela. Es un crimen terrible en una prisión; al menos, es un crimen terrible a decir del carcelero. A principios de los sesenta, la palabra no tenía un significado positivo. Pero puedes escapar tanto hacia como desde. En mi caso, la fuga fue una verdadera experiencia Tolkien, como se registra en su Árbol y Hoja. Empecé con un libro, y eso me llevó a una biblioteca, y eso me llevó a todas partes.

¿Sigo pensando, como pensaba entonces, que Tolkien es el mejor escritor del mundo? En sentido estricto, no. Puedes pensar eso a los trece. Si todavía lo piensas a los cincuenta y tres, algo ha salido mal en tu vida. Pero a veces, todo se junta en el momento adecuado y en el lugar adecuado: libro, autor, estilo, tema y lector. El momento fue mágico.

Y seguí leyendo; y, dado que si lees suficientes libros te desbordas, eventualmente me convertí en escritor.

Un día estaba firmando autógrafos en una librería de Londres y la siguiente en la fila era una dama vestida con lo que, en los ochenta, se denominaba un power suit a pesar de su ridícula falta de armadura de titanio y armas de protones. Me entregó un libro para que lo firmara. Le pregunté cuál era su nombre. Murmuró algo. Pregunté de nuevo… después de todo, era una librería ruidosa. Hubo otro murmullo que no pude descifrar del todo. Cuando abrí la boca para el tercer intento, dijo: “Es Galadriel, ¿de acuerdo?”

Le dije: “¿Naciste por casualidad en una plantación de cannabis en Gales?” Ella sonrió con tristeza. “Era una caravana en Cornwall”, dijo, “pero es la idea correcta”.

No fue culpa de Tolkien, pero recordemos con compañerismo y simpatía a todos los Bilbos que hay.

PERFIL IRRADIACIÓN

Jorge de la Vega (CDMX, 1987). Escritor, traductor, bloguero y co-conductor del programa en línea de difusión literaria Crónicas D&D. Ha participado como conferencista y tallerista en numerosos foros y eventos culturales nacionales e internacionales. Es aficionado a la lectura, los videojuegos, el rock clásico y la ficción imaginativa en general.