POR RAFAEL E. QUEZADA
1) El rojizo mediodía arde como el café de la máquina. El envase desprende vapor, espejo del pavimento que se derrite allá afuera. La temperatura en la pecera aumenta con la llegada del cardumen. Somos veintiséis sardinas en la lata. Suena fuerte el tránsito de voces. Es la hora más concurrida en la cafetería de la sirena.
2) Estoy sentado en una silla del rincón, la computadora en el regazo, una gorra densa sobre la mata de cabello que ya exige su recorte bimestral. He intentado escribir un cuento, pero la parálisis del calor se interpuso, barrera invisible que convierte las palabras en patéticas cenizas. Mi cerebro es un magma, el sabor amargo en mi boca exuda el flujo piroclástico del aliento. El bloqueo del escritor no se crea ni se destruye: sólo se transforma en un pueril panorama del Starbucks.
3) Dicen que aquí se escribe, se hacen reuniones de trabajo, se cierran tratos; los estudiantes hacen su tarea; los nómadas digitales ganan sus dólares y no pagan impuestos; tres chicas en la mesa de atrás se toman una selfie (y otra, y otra, y otra más). Una enorme fila de adictos —aceptemos de una vez que el café es una droga— aguarda para hacer su pedido, escoger el tamaño de su bebida (la mediana se llama “grande”; la pequeña tiene el nombre irónico de “alta”). Los pastelillos desbordan calorías y azúcar. Un café no puede costar menos de cincuenta pesos.
4) Dicen que aquí nada te distrae, pero todo es un caos de distracciones incontables. Cuento cuatro personas frente a mí. Dos hombres con camisa a cuadros, ambos con jeans, ambos con el celular en la mano; se limpian la boca entre tragos y mordidas. No hablan, pero a veces hablan; no dicen nada, pero a veces articulan palabras para comunicar absoluta vacuidad. ¿Cómo va el trabajo? El trabajo siempre va bien aunque no vaya. Junto a mí, una chica bebe con popote de su smoothie, mientras lee. Lo agita para desprender del plástico las últimas partículas de chocolate y hielo. Dicen que los popotes ya son biodegradables, pero no les creo. (Ya se va la señora que hablaba sola y limpiaba compulsivamente la mesa; ¡hasta pronto, querida colega!)
5) Dicen que aquí no venden café ni bocadillos, venden “experiencias”. Curioso verbo y curioso sustantivo. Todo lo que se vive a diario entra en la categoría del hábito, la mundología, la vida misma. Aquí no se experimenta nada: todas son fórmulas ya bien demostradas. Yo estoy en una esquina y escribo porque no puedo escribir. Quiero sacar partido a la experiencia que he comprado: la veo de cerca, la huelo (metálica, moneda que ha tocado muchas manos mercaderes), la calo con los dientes como pepita de oro. Claro que es falsa, pero tal vez sea útil. Ah, la experiencia, el experimento, la experimentación. Algo que se hace y se vive y se huele y se compra.
6) Me molesta este sitio que me gusta tanto. Algunas de mis mejores páginas han nacido en sucursales idénticas a esta, con los mismos actores en el fondo, extras de una pantomima de consumo. Veo las marcas en las computadoras: Mac, Dell, Lenovo. La mía es HP. Ahora que los audífonos ya no tienen cable, es sencillo confundir a un demente en soliloquio con alguien que canta o hace una llamada telefónica. Yo, sin duda, soy de los primeros. Me leo en voz alta: es decir, leo las cosas que no escribo por tener este bloqueo.
7) Sí. Siete parrafitos. No está nada mal para un Starbucks. No te recomiendo el café, buen lector, pero te sugiero juzgar con tus sentidos la experiencia.
Rafael E. Quezada (Ciudad de México, 1995). Maestro en Literatura Mexicana Contemporánea por la UAM-Azcapotzalco. Autor del libro de cuentos El hambre del mundo (México: Ediciones del Lirio, 2023. ISBN: 978-607-8837-88-5). Ganador del premio «Memorial 68» de cuento en 2015; del premio «Punto de Partida» de cuento en 2017; y del «Concurso Iberoamericano de Ensayo para Jóvenes Fondo de Cultura Económica» en 2017.