PARA DISFRUTAR SOLO O ACOMPAÑADO | POR JONATHAN MIRUS

Nunca he sido alguien particularmente fiestero. Ciertamente, soy reacio a los ritos báquicos, a la congregación que prefiere a la masa que al individuo, sobre todo cuando hay personas que no conozco.

Comprendo que estaré dentro de un grupo de inadaptados sociales. Sin embargo, vale la pena aclarar que, aunque la psicología nos hable de los introvertidos, extrovertidos o tipos de personalidades Myers-Briggs, lo cierto es que muchas personas lo único que necesitamos es compartir algo con alguien, reconocernos en el otro. En mi caso, hay dos cosas que me han permitido experimentar esa sensación de comunidad: los libros y la música.

A los primeros resulta difícil desligarlos de la soledad. Se lee para uno, para hablar con los muertos, comprender otras latitudes, otros alcances. Algunos han visto en la novela, por ejemplo, la actitud solitaria por excelencia, el acto “burgués” del individualismo. Un reclamo por demás injusto y, además, quienes airados reclaman que así sea condicionan cualquier lectura al ágora y a la vox populi, la turba airada que te dirá qué puedes o qué no puedes leer, ver o escuchar dependiendo de tus condiciones materiales. Parece, entonces, que esto supone una actitud de dependencia más que de unión. Me pregunto si aquella gente disfrutaría una película sola: en la oscuridad de la sala de cine o viéndola en la fiel computadora, —ya sea teniéndola en el regazo, en una mesa o conectada a una televisión— para simplemente perderse. Pareciera que en el acto se lleva la penitencia.

Dicho esto, ha habido algunos sitios en los que he podido experimentar la sensación de regocijo y festejo. Particularmente quiero señalar un par de lugares que comparten el encanto en común de albergar a las personas: los cafés y los bares. En los primeros, la discusión cultural se ha dado al menos desde finales del siglo xvii, junto con el auge de los periódicos y las revistas. Hacer un viaje por los cafés sin duda sería recorrer espacios que han visto discusiones acaloradas y han sido protagonistas de diferentes momentos de disertación del pensamiento, basta con recordar los cafés parisinos para darse cuenta de que ellos vieron el nacimiento del surrealismo o los que sólo existen en la propia imaginación, piénsese en “El café de nadie” de los estridentistas.

Respecto a los bares, es suficiente con saber que son el lugar que reúne al pobre infeliz y al bebedor ocasional; a quien, después de una jornada de trabajo, busca relajarse y al alegre que festeja los triunfos propios o los ajenos. Pienso en los cánticos ingleses en la previa de un partido de fútbol. El bar es un lugar que, religiosamente, congrega distintos rostros que en momentos parecen disímiles, pero que están ahí en búsqueda de algo. No es sorpresa encontrar en los bares el escape de un Bukowski o la escritura de un Ernest Hemingway, William Faulkner o de Tennessee Williams. ¿Qué habría sido de la actitud festiva de los hobbits si J. R. R. Tolkien no se hubiera reunido en un pub con C. S. Lewis y otros académicos para comentar sus escritos? Desde que profundicé en el mundo de los libros, estos lugares han estado presentes, no sólo como divertimento, sino también como formación. Discutir ideas, divertirse, festejar la palabra y, sobre todo, hacerla hablar.

Hace no poco me encontré una conversación en las redes respecto al escritor Ricardo Castillo, ganador del vi premio Ibargüengoitia de Literatura de la Universidad de Guanajuato. En ésta, se leía, entre festejo y reclamo: “al fin, un poeta que se puede leer en un bar sin verse mamón”. En primera instancia, me parecería aún más presuntuoso fijarse en lo que hacen los demás en un lugar de esparcimiento, sobre todo en un bar. Sin miramientos ni fobias, simplemente hay reglas que existen y que son de mera convivencia: no acosaréis con la mirada a tu prójimo, no lo miraréis mientras orina, si tenéis un problema lo resolveréis afuera, etc. En segundo lugar, ¿quién dicta qué sí y que no se puede leer? La queja de la poesía en los bares me parece que no va de la mano con la poesía que se lee per se, sino de una actitud hacia la vida que no acepta la diferencia.

En ese sentido, este tipo de actitudes solo coartan la fiesta y el encanto que se produce al compartir entre un grupo de amigos el ánimo por leer poesía, sobre todo en un país como México donde la gestión cultural parece inoperante en favor de la promoción de la lectura. Si el establecimiento lo permite y además la felicidad se transmite con los versos que se recita en el diminuto grupo, no veo mayor problema si a quien se lee es a Góngora, Verlaine, Nervo, Plath, Celan, Kavafis o Carson, por tirar los dados de algunos nombres al azar.

De esta misma forma, no debería haber problema si alguien quiere leer un cuento en voz alta o un ensayo, reseña o cualquier actividad escritural. Vale señalar, de nueva cuenta, que muchos de estos sitios también abren sus puertas como lugares donde se practica la escritura a modo de taller. Conviene recordar que Ricardo Castillo y otros escritores de Guadalajara también se reunían en bares y cafés de esa ciudad, para encontrar una diversidad en la palabra, para escuchar. Podríamos estar de acuerdo con tal o cual estética, pero lo que me parece triste es tratar de justificar algo que es más una posición o postura, una pose, acusando, además, a otras personas de hacer poses.

Lo preocupante, entonces, es que esa actitud es una que parece estar presente, ahora más que nunca, en las nuevas generaciones. Por ejemplo, las nuevas formas “aestethics” de relacionarse entre sí. Navegando por la red, se puede dar cuenta que existen páginas que te dicen exactamente cómo vestir, qué películas ver, qué leer, qué escuchar, qué pensar si quieres ser Dark academia, White academia, Hardcore Barbie, Vintage y demás etiquetas.

Y aquí entro al segundo punto del disfrute: la música. Y es que, si bien con la música uno se puede volver participe de los ritos, también están las exigencias grupales por la pertenencia. Si tienes tal o cual playera, si escuchas tal o cual álbum, si prefieres este género o el otro. La pose sigue siendo, bajo esos términos, la falta o búsqueda de una identidad personal, algo que sobresalga de la masa a pesar de querer parecer algo que quizá no se es. En tiempos pasados, lo mismo pasaba bajo los estandartes de las llamadas tribus urbanas: punks, darks, góticos… La pose y el aparente conocimiento eran propios en ese entonces de posers o wannabes.

El problema es que la actitud de algunas de estas tribus que te dicen que sí se puede y qué no se puede, más que cuidar una postura, simplemente homogenizan y no permiten a las personas disfrutar, conocer y reconocerse. Parece que esto se decanta en una eterna lucha de contrarios, para el placer de los comentaristas de Heráclito, y lo único que suscita es que el individuo queda en el fuego cruzado del querer ser o del querer aparentar. Lamentablemente ante esta actitud se perdía lo más importante, la música.

En mi experiencia, lo más cercano que he podido pertenecer a algo de este tipo es la escena (scene), una suerte de movimiento que reúne distintos tipos de géneros relevantes por allá de los años 2000. La escena esencialmente es un oxímoron del underdog o el wallflower, el exiliado, un lugar al que además se pertenece y no se pertenece, por eso ahí era donde coincidían diversos géneros.

El problema se da nuevamente cuando la masa deja de lado lo festivo y lo vuelve identitario ad nauseam, para prueba la famosa pelea de los punks contra los emos, en la cual una subcultura reclamaba a la otra un tipo de pose, tratando de legitimarse a través de la fuerza. La ceguera colectivista de los punks no permitía darse cuenta de que actuaban de la misma forma impositiva por la cual nació su movimiento, aunque culturalmente ambos grupos sean bastante diferentes.

Dentro de la escena, ambos géneros musicales coexistían, al igual que distintas subvertientes del alternativo, rock, pop, punk y metal (lo siento por aquellos que se denominan trues, pero ellos mismos rechazarían bandas porque no son lo suficientemente “pesadas”). El regocijo, al menos en mí, partía desde la música y para la música, no hacia la pertenencia. Dentro de la diferencia de estilos y tonos, podías reconocer que al otro le gustaba algo que a ti también, ahí es donde radicaba la pertenencia, una suerte de anagnórisis aristotélica. Para mí, la escena representa la esencia vitalista de la fiesta porque precisamente reunía muchos géneros. Pienso en la actitud del alternativo (Smashing Pumpkins o Placebo) y el Punk más cercano a nosotros (Green Day o Blink-182), aunque, de nuevo, a varios true (pero ahora del punk) les molestará. Así, existían una diversidad de bandas que, como he mencionado, podían fácilmente coexistir, aunque en el género diferían. No importaba si eran catalogadas como Alterantive & Punk, Happy Punk, Hard Rock, Nu Metal, Post-hardocre, Alternative Metal o de miles de formas que las quisieran nombrar.

Bien se podría debatir qué bandas son, por ejemplo, emo o no, sobre todo y como ya he escrito, por la vaga incomprensión que se tiene del término como género musical y cómo se entendió en los 00s como una suerte de invento aesthetic, que incluso podría sonar muy actual. Lo curioso es que aquellos más devotos a este tipo de “envoltura” defendían (y lo siguen haciendo) a una sola banda mexicana con plagios musicales comprobados. Preferían escucharlos a ellos que a otros grupos que luchaban por darle su propio giro a su música. 

Podría citar a Foucault o a Bloom, pero para eso tendría que haber cierto grado de conciencia. No es lo mismo apropiarse de la tradición, reinventarla, dotarla de sentido, que decir que tú descubriste el hilo negro. No eran los Plagios de Ulalume González de León o el reconocerse en la tradición como Alejandra Pizarnik construyendo su Palais du vocabulaire, ellos estaban más cerca de la famosa frase mexicana en referencia a los políticos que llegan al poder: “robaron, pero robaron poquito”. Regresando al tema de los emo, sólo diré al respecto que muchas bandas de la escena no lo eran y que el término aplica más a bandas que surgieron en los 90s que las que lo hicieron en los 00s. 

Uno podría entrar en un debate al pensar si Thursday o Taking Back Sunday son bandas emo o no, o si el Screamo es una subvertiente, pero lo que me interesa rescatar aquí es que, si bien estas bandas podían coexistir, vale señalar también uno de los espacios donde lo hacían: los conciertos. Sin ellos, parece que no hay una comprensión total del artista, quizá sean el rito más sagrado. Hay un gusto por la música en vivo que resulta en lo emotivo de la festividad. Sea un concierto de música clásica o uno de cumbia al aire libre, lo cierto es que son un punto que reúne a las personas, las congrega, de la misma forma que la palabra hablada hace vivir al poema. En el caso particular de algunos músicos, esto se traduce en sentir las voces del coro de espectadores, las miradas de las personas que se entregan totalmente, que bailan, sudan y observan con devoción. Otros, que simplemente acompañaban, tiene la oportunidad de volverse participes de su entorno, de disfrutar el extrañamiento que produce el no entregarse totalmente, para quizá ceder en el último momento y entender el amor que se puede vivir en un espacio habitado por miles.

Parece entonces un momento entre el individualismo y la masa, donde el primero se reconoce con el otro, no por lo que se lleva puesto, sino por lo que escucha al momento. Por entrar, si acaso el concierto lo amerita y los músculos lo permiten, al moshpit, por alzar su cerveza en lo alto y brindar por ese momento que quizá no se repita, a menos que los dioses estén de su lado, por sentir el peso de las personas coreando una simple canción.

Después de las restricciones más fuertes de la pandemia, regresaron los conciertos. Para mí esto no significaba mucho, por más que genuinamente los disfrute, puesto que desde 2016 no había podido entregarme a estos eventos. Esperar un poco más o un poco menos, hasta cierto punto me seguía pareciendo lejano. Quizá, una parte de mí no sabía cómo regresar, los años de ser un estudiante de letras y la lucha por sobrevivir el día a día me había enseñado algo que agradezco, mesura. Sin embargo, cuando se empezaron a reactivar los conciertos a lo largo del mundo sabía que el momento había llegado. Mi banda favorita, la cual se habían separado en 2013, planeaba regresar a México en 2022, lo suspendido por años tomó fuerza, me entregué al rito, al regocijo, a la fiesta, por saberme uno entre la multitud, por escuchar religiosamente el canto y dejar atrás todo por un instante en el que fui eternamente feliz.

El regocijo que encuentro en estas dos expresiones es más de lo que puedo describir, es algo que se vive y es probable que muchas personas lo compartan conmigo. Yo entro a este esparcimiento no para ser parte del todo, sino para saberme uno entre la multitud con la infinitud de posibilidades que se despliegan entre sí, la de reconocerme entre la palabra que toma vida cuando se recita, el diálogo que se tiene con el otro, aunque éste se oculte entre el papel o se despliegue a través de unos audífonos o de un escenario.

Jonathan Mirus (Guanajuato, 1993). Licenciado en Letras Españolas por la Universidad de Guanajuato. Es co-creador y editor de la revista El Gallo Galante. Ha colaborado en la revista Polen de la Universidad de Guanajuato, Cardenal, Los Demonios y los Días y Punto de Partida UNAM, entre otras. Participó en el VIII y X Festival de Poesía de Fusagasugá, Colombia.