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No sé en qué momento la melancolía llegó a mi vida, en todo caso sé que no lo hizo durante mi infancia, sino un poco después, o no tan poco, ya cuando la adolescencia iba bastante avanzada. Tampoco sé en qué momento decidió quedarse, intermitentemente, hacer de mí una residencia en la cual pasar ciertos días para descansar de quién sabe qué extrañas obligaciones. Puede que yo mismo la buscara, en los libros que leía, en la música que escuchaba y las caricaturas que veía, puede que de alguna manera, sin saberlo, me haya promocionado como un buen lugar donde las emociones podían pasar el rato, una suerte de Airbnb de los sustantivos abstractos. Porque entonces me parecía muy atractiva, algo así como una canción muy triste pero muy hermosa; aunque la principal razón debió ser la vanidad, creía que la melancolía embellecía todo lo que tocaba, lo volvía más interesante, más enigmático y profundo… Como un pozo, pienso ahora. Lo bueno es que al día de hoy, con el paso del tiempo, he aprendido a controlarla hasta cierto punto. Vamos por partes.
¿Qué es la melancolía? Una definición parece un buen punto de partida a la hora de estudiar cualquier fenómeno, pero no es tan sencillo con este caso particular. Leí en Pessoa, casi estoy seguro que en el Libro del Desasosiego, aunque también pudo ser en alguno de los poemas de Álvaro de Campos, que la melancolía es una tristeza embellecida, esto es, que mientras la tristeza sólo transmite sensaciones tristes, la melancolía transmite sensaciones tristes y también belleza. Esto me parece acertado, el arte triste es en realidad arte melancólico. Sin embargo, mi definición favorita, que no recuerdo en absoluto donde la escuché o leí, es la siguiente: la melancolía es la nostalgia de lo no vivido. Solemos asociar la nostalgia con el pasado, con la infancia, algún lugar que visitábamos y que ya no existe, una persona amada que ya murió, pero en todos los casos con algo real que el tiempo se encargó de aniquilar. No obstante, qué es lo que ocurre cuando extrañamos un lugar que no existió nunca, o suspiramos por los amores que no tuvimos en la adolescencia, o queremos volver al río de nuestro pueblo en el que jugábamos de niños, cuando la realidad es que en nuestro pueblo no hay ni hubo nunca ningún río. Es así como entiendo la melancolía, pero es algo muy personal.
Finalmente, me gustaría proporcionar una definición sintética que la medicina hace de la melancolía: “estado patológico caracterizado por una depresión profunda acompañada de diversas alteraciones físicas y de comportamiento”. Aquí la belleza ya no se nombra en ningún sitio. Aquí la melancolía muestra los colmillos y descubrimos que esta no es en absoluto inofensiva, como creíamos en un primer momento, sino que más bien se parece a la arena movediza, que nos ataca tan silenciosa y lentamente, que no nos damos cuenta hasta que ya es demasiado tarde. Creo que esta última especie de melancolía no es otra cosa que la acumulación de las dos anteriores. Y es que yo lo he visto en primera fila, muchas de las personas que más he amado, por sus inclinaciones naturales se acercaron descuidadamente a la melancolía. Al final, muchas de ellas se volvieron gente perezosa, deprimida, dependiente de la marihuana y el alcohol; nihilista, suicida. Y es que, precisamente, la consecuencia más grave de un exceso de melancolía es el suicidio.
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Ahora pasaré a hablarles del mar, no lo conozco tanto como a la melancolía, ni he pasado tanto tiempo con él, pero me gusta y me ha enseñado muchas cosas. Creo en el Principio Holográfico del Universo, en que la información completa de una totalidad está contenida en cada una de sus partes. Observen el mar, no se comporta igual todo el tiempo. Muy de mañana, cuando el sol apenas se insinúa por el este, es apacible, casi sin oleaje, la luz no nos lastima, es una gran hora para nadar si no tenemos mucha experiencia. Hacia el mediodía, la luz se vuelve violenta y resulta una pésima idea entrar al agua, más aún si se tiene una piel delicada y no se cuenta con un bloqueador solar eficiente. Ya más tarde la marea crece y con ella las olas, el mar se pone “picado”, hay corrientes engañosas, la fauna acuática parece más abundante e inquieta. Y yo no sé ustedes, pero en mi estado anímico descubro patrones similares. No sólo en el mío, lo he observado en muchas otras personas, que por las mañanas son alegres y optimistas, y al oscurecerse el día lo mismo ocurre con sus emociones. Pienso que esto es inevitable, tanto como impedir los cambios de las mareas.
También es digna de interés la actitud que las personas toman ante el océano. Hay gente que disfruta que el mar esté un poco picado, que prefieren olas más o menos grandes a una ausencia total de las mismas. Les gusta surfear con sus cuerpos las olas (como a muchos nos gusta “surfear” emociones algo intensas para proveer a la vida de mayor encanto), pasar por encima de sus crestas. Una excelente nadadora me enseñó a disfrutar este tipo de mar, pese a que no soy, no digamos ya un excelente nadador, sino que ni siquiera uno regular. Me explicó la distancia prudente que hay que tener ante las grandes olas, si estamos muy lejos pueden reventarnos en la cara con resultados potencialmente catastróficos, pero si, pese al miedo, logramos acercarnos lo suficiente, podremos pasarlas por encima, y esa es una de las sensaciones que hacen valiosa esta existencia, y quienes la conozcan estarán de acuerdo conmigo. Claro que muchas veces las olas me revolcaron, en ocasiones con tanta fuerza que temí impactarme en contra de alguna roca y terminar allí mi experiencia en este mundo. La excelente nadadora me enseñó: “si no estás lo suficientemente cerca para pasarla por encima, entonces húndete, pásala por debajo”. Cuando lo hice, escuché toda la furia del mar, con sus naufragios y sus bestias, con sus meteoros, pasar por encima de mi cabeza, y yo quedé ileso, sin otra afectación que no fuera un miedo silencioso que tenía su origen en un profundo respeto por el mar. En ese momento comencé a intuir algo que tiempo más tarde, al paso de los años comprendería con mayor claridad.
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Años después de aquellos días en que me revolcaron las olas, ciertas crisis de sentido me condujeron a la lectura de algunas obras de corte religioso, místico, ocultista, espiritual, cualquier cosa que ampliara a algo trascendente la dimensión puramente material del mundo en que me veía atrapado. Entonces di con el Kybalión, texto clásico de la literatura hermética atribuido a Hermes Trismegisto, personaje legendario que se asocia a un sincretismo entre el dios egipcio Thot y el dios griego Hermes; para otros sería una representación del Abraham bíblico.
En el Kybalión aparecen los llamados “principios herméticos”, entre ellos el principio del ritmo, que dice: “Todo fluye y refluye; todo tiene sus períodos de avance y retroceso, todo asciende y desciende; todo se mueve como un péndulo” o como una ola, como las mareas, pensé yo, que en todo ese tiempo no había dejado de visitar el mar cada vez que tenía oportunidad. Un poco más adelante, el Kybalión deja muy en claro que nada escapa a este principio, tampoco el ser humano con sus pensamientos y emociones; la alegría y la tristeza serían tan necesarias como el día y la noche, como el oleaje. Pero también se explica que existe un método para conseguir que los efectos de este principio sobre nosotros sean mínimos: un péndulo tiene puntos de menor y mayor movimiento, si lo que buscamos es experimentar lo menos posible una sensación cualquiera, debemos desplazarnos al punto de movimiento mínimo. De la misma manera que ante una gran ola debemos movernos para evitar experimentar toda su fuerza. Por supuesto que no hablo de un movimiento físico, sino de uno de consciencia o incluso espiritual.
No ignoro la ambigüedad o desconfianza que estos términos pueden llegar a suscitar, pero como ocurre con cualquier experiencia subjetiva, es difícil de conceptualizar de una manera rigurosa que resulte clara a todas las personas. Algunas podrán intuirlo, otras, quienes lo hayan vivido, lo comprenderán de inmediato. Hablo de volvernos observadores. Es sencillo imaginarnos moviéndonos ante una ola, ya que creemos que ésta es un fenómeno externo a nosotros, por completo ajeno, independiente. Pero en el caso de los pensamientos y las emociones la identificación que hacemos con nosotros es total, creemos ser nuestros pensamientos y emociones, y esto no es así en absoluto. Estos también son una especie de ola, a veces terrible, ajena, independiente, que tenemos que aprender a observar para lograr movernos en el momento preciso y evitar sus potenciales daños. No podemos observar un paisaje completamente si estamos dentro de él, hemos de dar un paso atrás, por decirlo de alguna manera. Como explica uno de los discursos del Buda, el Maha Satipatthana Sutta: la identificación con los contenidos mentales, con las fluctuaciones emocionales, no libera, por el contrario, esclaviza; pero su testificación desde la posición del Observador, conduce a la iluminación.
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La excelente nadadora que tanto me enseñó sobre las olas es la mujer que amo. Hemos visitado muchas veces el mar, también la montaña y algunos pueblos. Y aunque no sé qué nos depara el futuro, si seguiremos juntos o no, en este momento tengo claro que me gusta contemplar de cerca su vida y realizar los actos de la mía con ella cerca, compartirlos.
En ocasiones, la excelente nadadora, que es también la mujer que amo, es atacada por una melancolía feroz, que la paraliza con pensamientos intrusivos, con emociones dolorosas. “Es como si toda la atmósfera se volviera espesa. Me cuesta tanto levantarme, cualquier movimiento”, me dice. En esos momentos, tengo la impresión de que la muerte comienza a entonar una canción en la distancia. Es una sensación tan triste, tan extraña.
Entonces, sin perder tiempo, le recuerdo lo que me enseñó el mar. Nos tendemos sobre la cama, nos abrazamos con fuerza, y cuando escuchamos a la melancolía aproximarse, cerramos los ojos y nos hundimos en el Ser, tan profundamente como podemos. Y escuchamos, por encima de nuestras cabezas, pasar a la melancolía, que en su embestida arrastra miles de alas oscuras provistas de filo, balbuceos de suicidas, bestiecillas de ojos tristes, muros de suspiros y belleza. Y esperamos que pase pronto, para salir a tomar aire, y encontrarnos de nuevo bajo la luz del sol, en la alegría del aquí y el ahora, juntos.
Lenin Francisco Barajas López (Ahualulco de Mercado, 1988). Casi Licenciado en Letras Hispánicas por la U de G. Escribe constantemente, junto a otros colegas, en elblogperdidodelosperros.blogspot.com