PERRO PERDIDO | POR ABRIL ALCARAZ

A Acostumbrado al fin del mundo, por esas conversaciones.

A nemavo_vnyl, que no perdió a su perro.

Basado en hechos reales que no ocurrieron así.

Ya hace algunos años de esto, pero de cuando en cuando vuelvo a pensar en ello. No puedo decidir si creo o no que esos hechos tan prosaicos albergan o no algún misterio más allá de mi proclividad a fantasear. 

Lo cierto es que cuando pensamos en el misterio (en el Misterio) lo imaginamos como algo extraordinario —¡el rito eleusino!— que sucede oculto a medias por los humos del incienso o el copal, que se le presenta sólo a aquellos cuyo mérito los eleva por encima de nosotros, simples mortales, ordinarios entre los ordinarios. Pensamos en el misterio como si se nos fuera a revelar en el curso de hazañas aventureras, en esos momentos en los que ni Indiana Jones se nos compara, y creemos que el mero hecho de ser testigos lo volverá un evento que cambiará el curso de nuestras vidas, el destino que teníamos trazado. 

Y no. O no necesariamente. O tal vez sí, pero eso no fue lo que me pasó. Así que quizá aquello que ocurrió no fuera un misterio. Pero cabe la posibilidad de que fuera un misterio, y por lo tanto el misterio no se presenta siempre (o nunca) como misterio; no tiene nada de aparentemente extraordinario y puede ocurrirle a todo hijo de vecino, en cualquier momento y en cualquier lugar. El misterio ocurre ante uno sin pompa ni ceremonia, y luego la vida sigue, sigue exactamente igual. 

Pero yo se los cuento y ustedes llegarán a sus propias conclusiones. Sólo, por favor, no me juzguen: esto es lo que de verdad pasó. Si ustedes tienen una mejor explicación —si tienen cualquier explicación—, yo me quedo tranquila; tal vez sólo un poco avergonzada por mi error. Hacer el ridículo no le hace daño a nadie; lo que a mí me inquieta, en realidad, es que no haya una mejor explicación.

Volvía a casa de entrenar una tarde —pensando en mis asuntos irrelevantes, viviendo mi vida sin importancia—, cuando un anuncio pegado en un poste llamó mi atención.  La foto de un simpático perro blanco, peludo, con una oreja manchada de negro dominaba el cartel, en el que se podía leer:

CHIEN PERDU
S’est perdu entre Saint-Gilles et Forest
Si une personne lui a retrouvé ou vu, merci de me contacter
J’offre une récompense
+33674688810
Récompense : 100 euros

¿Por qué alguien —me pregunté yo— en plena Ciudad de México, pondría, para buscar a su perro, un cartel en francés? Ninguna calle de esta colonia —y probablemente tampoco de la ciudad— se llamaba ‘Forest’ ni ‘Saint-Gilles’, estaba segura; si el perro se perdió en una localidad francófona, ¿cómo y por qué vino a parar aquí ese cartel? Movida por una curiosidad ociosa, tomé una foto con el celular, como hago con todo lo que me llama la atención. Al principio no le di mayor importancia, pero conforme me acercaba a casa fui sintiendo una necesidad cada vez más apremiante de darle un sentido a aquel enigma.

Bastó una búsqueda rápida para averiguar que el código telefónico correspondía a un número en Francia. Pero eso en realidad no significaba nada más que el hecho de que el dueño del perro, aunque viviera en la ciudad, conservaba su número francés. Encontrar la localización de las calles mencionadas tomó un poco más de tiempo: rebuscando en Google Maps logré averiguar que el único lugar en el que es posible encontrar tanto una rue Saint-Gilles como una rue Forest es la ciudad de París. Así que teníamos un perro perdido, en París, y alguien con un número francés solicitaba ayuda para localizarlo… en Iztapalapa, en la colonia Banjidal? Si yo buscaba un sentido, todo indicaba que a través de la racionalidad no lo iba a encontrar. 

Estaba a punto de dejar el hecho como un episodio curioso, intrigante lo más pero sin relevancia, cuando al echar un último vistazo al mapa noté un detalle que plantó en mi mente la semilla de una explicación.  

La calle Saint-Gilles termina —o empieza, según se vea— a unas pocas cuadras del famoso Museo Pompidou, en el centro de París, a corta distancia del río Sena. De ahí hasta la calle Forest —está a unos pasos del aún más afamado cementerio de Montmarte, lleno de sus cadáveres ilustres, y no tan lejos del Sacré-Cœr— se hace a pie más o menos una hora; una distancia razonable que recorrer con un perro y un paseo por demás agradable, pues atraviesa barrios históricos de la ciudad. Si uno va de San Gilles a Forest por la ruta que sugiere Google Maps, pasa justo frente al no tan famoso pero insigne Musée des Arts et Métiers, donde se encuentra el llamado péndulo de Foucault, el mismo que inspirara a Umberto Eco a dar título a su segunda novela. 

En esa novela, el Musée des Arts et Métiers es el punto hacia el que se precipita la trama, el centro del mundo, y el péndulo se convierte —para los fanáticos de las sociedades secretas que pululan en la historia— en una especie de axis mundi donde tiene lugar la conexión entre el inframundo, el mundo terrenal, y el espiritual. 

En el mundo real, el péndulo de Foucault es importante porque constituyó la primera demostración dinámica del movimiento de rotación de la Tierra. Fue construido por Léon Foucault, quien llevara a cabo una primera demostración pública de su funcionamiento en 1851 en el Observatorio de París, desde donde más tarde el enorme péndulo fue trasladado a Arts et Métiers.

Pero no solo hay un péndulo en París: un segundo péndulo de Foucault pende del edificio del Panteón, situado a corta distancia, del otro lado del Sena, donde unas semanas después de la primera, Léon Foucault llevó a cabo una segunda espectacular demostración. Entre el péndulo de Arts et Métiers y el del Panteón se puede trazar una línea recta de unos dos kilómetros a lo más.

Tengo dos hipótesis, las dos relacionadas con el péndulo: la primera (hipótesis A) es que la sincronización en la oscilación de los dos péndulos —el de Art et Métiers y el del Panteón— abre un portal que conecta dos puntos cualesquiera en el espacio; la segunda (hipótesis B), es que el mismo fenómeno produce un pliegue en el espaciotiempo que pone dos territorios distantes en situación de contigüidad, como cuando se pliega una tela o se dobla un papel. 

La rue Réaumur, que corre junto al Musée des Arts et Métiers y por la cual el perro y su humano debieron pasar rumbo a la rue Saint-Gilles si siguieron la ruta trazada por Maps, interseca la recta imaginaria que une al péndulo del museo con el péndulo del Panteón, por lo que es el punto más probable en el que, dadas ciertas condiciones, el misterioso fenómeno pudo haber tenido lugar.

Cualquiera que sea el caso (hipótesis A o hipótesis B), el dueño del perro empezó su recorrido en París, en las inmediaciones de Arts et Métiers, pegando carteles cerca de donde por última vez había sido visto el perro, e inadvertidamente pasó a la colonia Banjidal, en el sur de la ciudad de México, regresando seguramente de manera tan espontánea e inadvertida, al III Distrito de la Ciudad Luz.  

Me hace pensar —una vez más— que el espacio no está representado por una superficie lineal sino discontigua, como he escrito por ahí alguna vez, en otro texto de ficción.

Casi había olvidado este curioso episodio cuando una tarde, algunos meses después, mientras esperaba a que el semáforo se pusiera en rojo para cruzar al banco, me encontré con Marta, que vivía arriba del Domino’s de la esquina. Cruzó desde la contraesquina y se detuvo a mi lado jadeando emocionada, con un perro sin correa al que venía halando con esfuerzo por el collar.

—Me encontré al perro de algún pinche gringo! —dijo emocionada—. Y no se lo pienso devolver —sentenció con ánimo decolonial.

El perro, peludo y de porte mediano, se parecía a uno de esos perros de caza europeos que yo veía en las adaptaciones ilustradas para niños de algunas novelas clásicas que conservaban en la casa de mi abuela y que alguna vez habían sido de mi tío el menor.

—Cómo sabes que era de un gringo? —le pregunté.

Marta hizo girar entre sus dedos la pequeña placa que colgaba del collar y me arrodillé a leer lo que ponía. Creí reconocer el código. Saqué el teléfono y busqué rápidamente la foto que había tomado tiempo atrás del cartel aquel. Era el mismo perro. Era el mismo número.

—Oye, no le vas a llamar al dueño, verdad? —me increpó Marta.

Negué con la cabeza. 

—Solo quería ver una cosa —dije sin dar mayor explicación, y ella tampoco preguntó más.

Debería comunicarme con el dueño para avisarle que su perro había sido encontrado a miles de kilómetros de donde se perdió, del otro lado del océano? Parecía absurdo.

Todavía arrodillada miré al perro a los ojos.  

—Dónde estuviste todo este tiempo? —le pregunté quedito para que Marta no me tomara por loco, mientras le rascaba atrás de una oreja.

El animal me regresó una mirada profunda, de quien ha visto demasiado. 

Marta cree que se encontró un perro; yo sé que, en realidad, lo que se encontró fue una anomalía. 
(Cuando Acos me dijo que El péndulo de Foucault había sido una de sus novelas favoritas de juventud, no pude resistirme a contarle esta historia. Inmediatamente me hizo notar que si el perro estaba perdido, posiblemente el dueño habría sufrido un destino similar o incluso peor.   “Tal vez está ahora perdido en algún lugar de Tunguska”, me dijo. Yo simplemente había dado por hecho que la persona en cuestión había entrado y salido más o menos por el mismo lugar, como quien atraviesa un túnel, pero sus palabras me dejaron intranquila. Por eso escribo estas líneas, en caso de que en Tunguska o en algún otro sitio, aparezca una persona extraviada hablando cosas extrañas, diciendo que apenas esta mañana estaba buscando a su perro en París.)

Abril Alcaraz (Ensenada, Baja California, 1982). Directora de teatro y video documental, escritora, fotógrafa y divulgadora. Ha publicado artículos, cuento y poesía en las revistas Libido, aliter.tv, Rigor Mortis y Pretextos Literarios, y en las revistas digitales Máquina Combinatoria, Perro Negro de la Calle, Óclesis, Penumbria, Espejo Humeante, Poesía en órbita, Mimeógrafo, Fanzine Ultramar, Dogevena y Phantasma. Finalista del certamen «Lo mejor de la ciencia ficción mexicana» 2023.