POR ARMANDO GUTIÉRREZ VICTORIA
Hagámonos pronto una sola pregunta: ¿tenemos todos el mismo acceso a la literatura? Hagamos otra mejor: ¿es real el acceso a la literatura en nuestro país? No contestemos ahora. Pensemos, pensemos y, luego, dejemos sólo unas ideas sueltas. Unos apuntes escandalosos, que tanto desagradan a los académicos obtusos. Formulemos incisos superficiales. Veamos qué sale.
a) Basta una breve cala en las revistas científicas de renombre para poner en evidencia la falta de esta discusión en los estudios literarios; si acaso, a veces suele encontrarse en otros ámbitos, como parte de las carencias globales del sistema educativo nacional o como un puñado de estadísticas y gráficas que (seamos honestos) nadie lee. Si esto no preocupa a los literatos, ¿entonces a quién?
b) Mientras escribo esto intento recordar cómo aprendí yo literatura. Mentiría si dijera que fue como en aquellas autobiografías de escritores famosos: el encuentro mítico con la enorme biblioteca familiar, los tomos encuadernados en piel y la paciente guía de un padre, un abuelo o cualquier otro mentor literario.
No, naturalmente que no; como en cualquier otra casa de clase media (baja), yo no tenía una biblioteca familiar. No seré yo el único, quiero pensar. Apenas algunos libros (curiosidades, meros objetos) que podía hojear algunas tardes. Ni siquiera contaba con alguna biblioteca escolar, pues no podía llamar así a unos estantes con contados tomos que se presumían en las ceremonias, pero nunca se prestaban y, por lo tanto, no se leían, no existían. He aquí la más simple de las limitantes en el acceso de la literatura: su ausencia material. Sencillo, si no existe, no se lee.
c) Era yo estudiante de preparatoria cuando leí por primera vez literatura. Esto es, hasta cierto punto, una excepción, pues se la ha desterrado de los planes de estudio de tantas escuelas, que encontrarla resulta una extravagancia, una rareza casi exótica. Uno se la llega a topar como una curiosidad o como una pequeña parte de las grandes asignaturas de Comunicación o Taller de redacción. Luego entonces, no hay misterio. ¿Por qué no funcionan las empresas editoriales? Simple, porque no se forman lectores. Aquí parece fallarnos el temible capitalismo, que siempre encuentra cómo vendernos todo, hasta lo que no necesitamos, excepto, claro está, la literatura.
d) Uno también llega a encontrar la literatura en aquellos instrumentos de tortura intelectual llamados exámenes de admisión universitarios, aunque ésta sólo aparezca como un puñado de nombres, títulos y algunas etiquetas inconexas. Tan se demerita su valor, que es común hallar errores en las guías de estudio hechas por estas mismas universidades y leídas tan religiosamente por sus aspirantes. Uno puede encontrar en sus páginas definiciones del cuento tan pobres y repulsivas como ésta: “Narración breve que da forma a las fantasías del ser humano”. Eso, creo yo, es exactamente la literatura para nuestra educación: una fantasía.
e) Hay hoy por hoy cierta tendencia a señalar de manera pública el privilegio del que gozan otros. Y leer o estudiar literatura bien puede considerarse como una actividad de privilegiados. Privilegiados no en el sentido intelectual, pues ciertamente muchos de los autores que hoy acaparan las ventas y las revistas no son muy diestros cuando de pensar se trata. Hablo más bien del privilegio que da el dinero y que ha venido operando (como en tantos otros ámbitos) una triste apropiación del capital cultural que representa leer y escribir literatura. Participar hoy de todo lo que involucra la literatura tiene algo de marca de clase. Aunque, claro, nadie esté dispuesto a aceptarlo. Si no, por qué las librerías de la Ciudad de México se ubican en zonas ajenas a los barrios populares; por qué aparecen cada vez más los “centros culturales” en áreas gentrificadas y blancas; eso sin hablar de su ausencia en otros estados de la república. Tan sólo basta ver a las personas que visitan normalmente estos sitios, asisten a sus eventos y adquieren sus libros a precios exorbitantes para darnos cuenta de qué tan normalizado está el clasismo en la cultura. No, los libros no nos esperan con las páginas abiertas, o no al menos a los que no podemos pagarlos.
f) Hay un espejismo doble en todo este asunto: las políticas públicas de promoción de la lectura y el acceso a la literatura a través de internet. De las primeras no me ocuparé en extenso, ya conocemos su eficiencia y efectividad. Como muchas otras, las políticas nacionales son para presumirse en televisión, para las redes sociales, pero no para ponerse en práctica. Ni las universidades pueden lidiar con este problema, basta con echar un ojo sobre los precios de sus libros para corroborarlo.
Uno bien puede llegar a creer que el internet ha venido a democratizar y proponer alternativas de acceso a la literatura. Lo cierto es que la mayor parte de títulos sólo son accesibles en grupos clandestinos, en ediciones de dudosa procedencia y en condiciones problemáticas para quien no sabe dónde buscar. Eso sin mencionar lo tedioso y cansado que es intentar leer un libro en la pantalla de un celular o de una computadora. No, por ahora, el internet no parece una buena opción, o no una que haya superado al libro físico.
g) Ya se ha visto cuál es el costo de la literatura, pero no estaría de más comprobar por nosotros mismos los precios de los libros ahora mismo, o qué tan caro nos sale un curso de, por ejemplo, literatura rusa o mexicana. Y, no obstante, si nos colocamos del lado opuesto, las cosas no pintan mejor. Imaginemos apenas lo que es una realidad para muchos: hemos estudiado literatura y estamos buscando trabajo. Las opciones no abundan y de los sueldos mejor no hablamos. Pensemos, por otro lado, que deseamos emprender: una librería o una editorial serían los últimos negocios que consideraríamos para arriesgar nuestro pequeño capital. Entonces, ¿por qué nos sale tan caro un libro o un curso? ¿A dónde va a dar ese dinero, si no es a los que nos dedicamos a la literatura? Nos están robando y nosotros les estamos aplaudiendo.
h) No todo, sin embargo, parece tan terriblemente trágico, prueba de ello son las librerías de barrio, de segunda mano y las editoriales (realmente) independientes, así como las revistas digitales que se han propuesto la tarea de dar un espacio a quien tenga talento. Sí, el acceso y la enseñanza de la literatura no gozan de la mejor salud, nunca, ciertamente, lo han hecho, aunque sí han visto tiempos mejores: proyectos editoriales y culturales que todavía hoy se recuerdan con nostalgia. Cosas tan sencillas como los libros de texto gratuitos, las míticas ediciones de Vasconcelos o las primeras del Fondo de Cultura Económica; sin mencionar los suplementos culturales de mediados de siglo pasado, que a un precio accesible ponían al alcance de cualquiera, domingo a domingo, lo mejor de la literatura mexicana e internacional.
i) ¿Por qué no acabar de una vez por todas con la literatura en la educación, si ya la hemos hecho a un lado y menospreciado en tantas formas posibles? ¿Por qué no extirparla de una vez por todas de nuestros modelos educativos, si ya ni siquiera importa su enseñanza a nosotros que nos dedicamos a ella? Muy seguramente, con todo, la literatura seguirá mucho después de que todos nosotros hayamos muerto; es más vieja que cualquier hombre, que cualquier ciencia, que cualquier corriente de pensamiento; sólo tratemos de no enterrarla tantito antes con nuestra indiferencia.
Tlalpan, junio de 2022
Armando Gutiérrez Victoria (CDMX, 1995). Actualmente estudia el Doctorado en Literatura Hispánica en El Colegio de México. Ha participado en distintos proyectos de investigación en la UNAM y ha publicado en distintas revistas como Campos de Plumas, Didasko, Periódico Poético, Íbidem, Pérgola de Humo, Marabunta, etc.