Cuestión de contenerse. De entender que eso no debe llegarse a vivir. Tanta cosa que ha dejado de vivir para ponerle atención a esta, la que puede meterlo en líos, joderle la cabeza, el confort de su rutina, el matrimonio, el trabajo de profesor, las pantuflas bajo la cama y la cagada matutina. En la universidad donde labura fue que supo de ella. Al inicio del semestre la primípara tropezándose con un pupitre, sacándose la impermeable chompita, mareada de tanta agua que ha resistido. La púber sentadita, toda ruborizada por entrar tarde a la segunda, tercera y cuarta clase, y así la imagina el profe desde que la vio, rojita de vergüenza con su falda de algodón, su veterana mochila guambiana, su esperanzadora agenda estudiantil y su escueto maquillaje de aplique aficionado, más ese suéter marrón incierto que acota los barrios por los que se mueve la primípara en la ciudad. Y cuánta gana por vivir lo que no debe le embiste al recordarla; pero no, ¡que no y que no!, se repite en el automóvil camino a la universidad destilando un nuevo aroma, colonia lo llama él, ya no el de tinto y huevos y par pedos que se echaba ahí dentro antes de la núbil, su solo recuerdo le tranca el esfínter. Por suerte la esposa del profe tiene su propio carro y a otra hora recorre las mismas calles, avenidas, que la mujer también enseña, derecho financiero en cambio, y comienzo más tarde, gordo, no alcanzo a almorzar contigo, si algo nos timbramos, ¿vale? Vete solo y tantas cosas que el profe viene haciendo solo: el apresurado desayuno, las pajas de la noche, el tinto crepuscular, la cena hogareña, tal o cual mercado donde va y compra lo que cree necesario sumando los gustos de su esposa, gracias gordo, y ante cualquier muestra de cariño que anuncie el tálamo ella esgrime un fólder lleno de parciales, luego la telenovela, relajarme un rato y qué dolor de cabeza, gordo.
Ni pensarlo, se repite el profe pensando sólo en la primípara, con ganas de alguito que le mengüe el deseo. Pero es que arrojarlo todo por la borda, cuánto miedo, tanto tiempo quedándose quieto para que una jovencita venga a moverlo, a zarandearlo tanto. A López, el catedrático de Derecho Canónico, le cuenta el rollo durante su quincenal chico de billar, ya cuando percibe grave el asunto, ya cuando busca tomar medidas radicales. El profe ingiere un cuarto de aguardiente, López liba tres whiskicitos mientras lo escucha y le describe tanto vericueto para él sí merendarse la estudianta de turno, aunque ya no le jala a eso que anda en otras aventuras, asegura el doctor López. Pero usted hágale, lo anima, eso los profesores tenemos que vivirlo, es casi una tradición, un deber ser, datio in solutum. Un sobresueldo a nuestro raquítico salario, colega. No, severo problema, arguye el gordo en las noches suponiendo a la esposa a punto de llegar a casa o ya empiyamada en la habitación, ocupada en sus parciales, asesorías, telenovelas, series, cuánto pretexto. Y el profe en la biblioteca del apartamento instalándose solamente un audífono, dejando libre y avizor el oído izquierdo para vigilar cualquier repentino movimiento de la esposa. Por el otro oído percibe los gemidos de las páginas que visita en su celular a esas horas, ahora buscando «universitarias» y fraguándole las mismas poses, atuendos, gimoteos a su primípara. La esposa no se levantará de la cama hasta que el profe acabe su afán, apague el deseo, cuestión de cinco minutos y ya no viene a joder el gordo y no me pongo a inventarle dolores de cabeza, ni días recios, ni tanta pérfida excusa. Pobre gordo.
La primípara transita, incauta, su semestre. Estudia, aprende, resuelve parciales, ahorra monedas, agarra juicio, hace amigos. Y prepara exposiciones, ensayos, la materia aquella que no saca adelante. La del profe, cuál otra. Y el profe, el colega del doctor López sabiéndola quedada en su asignatura, ahora es que venga a dañarme la cabeza y tanta gana de que la primípara vaya a pedirle cacao, gabela, alguna tarea extracurricular. Yo cómo le hago si se le ocurre venir, se pregunta el profe. Con qué sofoco este anhelo de merendarme como dice el López, ese López en qué andará, semejante bocadito. Desde que el profe la vio elucubra recovecos lujuriosos, excusas, coqueteos, conversaciones subidas de tono y qué es lo que piensa, profesor, le preguntan al verlo ensoñado mirando por la ventana del salón, por donde calcula los pasos que le llevan al lugar aquel que le escuchó a López. El motel donde el canónico doctor citaba a sus víctimas cada mes, eso antes de arrendar el apartaestudio que queda diagonal a ese desnucadero, a ese motel que en sus ratos libres nuestro profe va y calibra no más para valorar el chuzo, las posibles rutas de acceso, recorriendo con suma prisa la cuadra entera. A veinte metros ubica el apartaestudio de López; en la esquina del frente una vetusta droguería de fotocopiadora catarrosa y heladera renqueante. Pocos estudiantes, dos decadentes barcitos con televisor para posibles partidos de fútbol y ya mayo. Si se ha echado dos polvos durante el semestre son muchos, atestigua el pobre gordo. Y cómo plantear la propuesta, el ratito, qué tal diga ¡no, qué le pasa, viejo cochino! Fijo mi primípara dice eso.
Nunca dicen eso, atestigua López. Experto crede. Y se pone a instruirlo, a contarle su experiencia cuando le jalaba a esa clase de polvos. Las chiquitas aburren, no crea. Y el profe, nuestro profe pidiendo asesoría. Primero ablándela con tintos, sugiere López, sabios galanteos, mídale las ganas antes de su jugada, vislumbre las necesidades de su primípara, el apuro por gozar de un hombre avezado, o de pasar la materia qué hijuemadres. Y ríen, López tacando una fácil carambola, mirando de reojo al profe quien de tanto pensarlo supone sencilla la vuelta, el amorío, la llegada al motel y la hora. Después de almuerzo, evalúa, que en sus raudos paseos ha tasado las dos de la tarde como la hora más solitaria y probable. Además ya suma una sarta de tintos vespertinos con la primípara sin haberle contado una palabra de eso a López, ni haberle contado siquiera el intercambio de risas, roces de manos, lascivos olores, cuatro cervezas la noche aquella aunándole la secuela de besitos andeniados y al final quedaron para el viernes al frente de la droguería, que ella dijo conocer la cuadra y cree distinguir el motelito.
El viernes a las pronosticadas dos de la tarde nuestro profe camina azarado las concupiscentes calles. En la droguería compra una cajita de condones y unos dulces mentolados que camuflen la impericia. Cruza la calzada, timbra y espera abran ligero el motel donde su primípara quedó en llegar. Mientras espera ve a su esposa salir de un edificio que queda a veinte metros del lugar. Detrás de su esposa aparece el canónico doctor López y los hombres se ven y de tanto verse la esposa cae en cuenta y lo reconoce, a su gordo, en la mano una bolsita transparente con unas mentas y una caja de condones. Lo ve allí parado junto a un tipejo que emerge del par de marchitas palmas ornamentales, quien mantiene la puerta del motel abierta e invita pasar al gordo. Y ahí se quedan, quietos, en la calle por donde baja un grupo de estudiantes que acaba de saldar un complicado semestre.

Valdo Guevara (Bogotá, 1978). Malcriador de gatos. Supervisor de amaneceres. @valdoguevara, valdoguevara.wordpress.com