REENCUENTRO CON MELIA | POR LUIS ARIEL ALFONSO CONYEDO

Seguía viviendo en la misma casa. Los mismos muebles, todo igual de no ser por el vacío que llenaba mi alma. Ya llevaba solo tres años y el dolor crecía a lo largo del tiempo. Seguía sin entenderlo, miles de personas en el mundo habían sufrido tormentos peores y en ese momento yo me sentía como el único condenado.

Quizás me doliera tanto porque no vi venir el golpe. Melia: ya llevábamos casi cinco años de relación, pero a ella no le importó. Me estremecí al recordar ese momento en que la vi con otro. Ella lloró, me rogó que la perdonara y yo le dije que se fuera al demonio con ese fulano. Lo peor fue que lo hizo. Tres años han pasado y no lo supero.

  —¡Que se joda la muy perra! —dije mientras me echaba hacia delante en el sofá y encendía un cigarrillo.

Me pregunté cómo hubiera sido si las cosas ocurrieran de otro modo. Si hubiera mandado al carajo mi orgullo y la hubiera perdonado. Cerré los ojos y recordé su pelo de un castaño tan claro que casi parecía rubio, sus deliciosos labios, su piel blanca, su mirada negra…

  —¡Tan negra como su alma! —me levanté furioso y arrojé el cigarrillo al suelo, de inmediato lo apagué con un pisotón.

Me fijé en la mesita que tenía delante como si fuera completamente nueva. Tomé un adorno que estaba sobre ésta y que Melia me había regalado hacía ya bastante tiempo, una estatuilla de yeso. La agarré como si fuera un arma. Me imaginé rompiéndosela en la cabeza a esa malnacida. Volví a ponerla en su lugar y dejé que mi cuerpo cayera sobre el sofá. Emití un largo suspiro:

  —Debes superar esto, demonios, ella se fue —me dije a mí mismo.

No estoy seguro de cuánto tiempo estuve allí antes de que sonara el timbre. Estuve un rato sin moverme evaluando las posibilidades: puede que fuera alguien equivocado, algún miembro de una secta religiosa, un vendedor ambulante. Sonó de nuevo. Me levanté como un autómata y fui arrastrando los pies hasta la puerta.

Por un momento tuve un sobresalto ante lo que vi al otro lado. El pelo de un castaño tan claro que casi parecía rubio, los deliciosos labios, la piel blanca, la mirada negra. Sobre sus brazos traía un bebé realmente gracioso, no se parecía en nada a mí y eso liberó un profundo odio en mi alma. 

  —Bram, tenemos que hablar —dijo con voz quebrada.

  —¡No tengo nada que hablar contigo!

  Traté de cerrar la puerta, Melia se apoyó contra la madera para impedírmelo. Me daba miedo darle un golpe al niño así que me detuve.

  —Bram, por favor —imploró.

  —¡Fuera de mi propiedad o llamo a la policía!

El pequeño al escuchar mi grito comenzó a hacer unos pucheros que rápidamente se convirtieron en berrinche. La mujer retrocedió unos pasos y se plantó delante de mí, sus ojos estaban húmedos y parecían dedicarme un ruego silencioso.

Aproveché la oportunidad y cerré la puerta rápidamente. Melia comenzó a golpearla, había perdido los estribos y me ordenaba a gritos que le abriera, el bebé chillaba asustado por el escándalo de su madre.

Me derrumbé del otro lado, yo también estaba llorando. Volverla a ver y más con ese niño tan bonito y regordete, pensar que podría ser mi hijo…

Saqué otro cigarrillo y con manos temblorosas me lo llevé a la boca. Los golpes de Melia no cesaban. Traté de poner en orden mis pensamientos, era probable que esa mujer que tanto yo odiaba en verdad necesitara algo. Puede que tuviera que ver con la salud de su hijo.

Podría tener problemas con Melia, ¿pero hacerle daño al bebé? No era mi retoño, ni siquiera se parecía a mí, sin embargo, él no tenía culpa. Afuera empezó a llover. Me levanté y me recompuse lo mejor que pude, el clima brindaba una excusa perfecta para dejarla pasar.

Apagué el cigarrillo contra la pared y dejé la colilla tirada en el piso, no era la única que andaba por allí tirada. Abrí la puerta. Melia se quedó mirándome con la boca abierta como si estuviera a punto de decirme algo, incluso el niño se calló.

  —Pasa —gruñí.

Ella entró enseguida como si estuviera en su casa. Tomó asiento en el sofá.

  —Solo hasta que escampe —aclaré. De nuevo ella me miró como si fuera a decir algo, pero no lo hizo—. Ahora dime, ¿por qué estás aquí?

  Desvió la mirada. El niño había perdido su temor inicial y miraba a sus alrededores de forma curiosa.

  —Melia…

  —Bram, yo quiero volver contigo.

En ese instante me pareció que el tiempo se detenía y el mundo me daba una bofetada. Como si se tratara de un chiste, el bebé se echó a reír. Puede que yo también lo hiciera, pero mi dolor mezclado con los temblores en la voz de esa mujer me indicaban que aquello era real:

  —¡No puedes estar hablando en serio!

  Se levantó y me agarró por el cuello de la camisa:

  —¡Por favor, Bram, dame una oportunidad!

La aparté de un empujón y le grité:

  —¡No sé cómo tienes el descaro de venirme a pedir eso luego de lo que hiciste!

  —Cometí un error, fue eso —imploró con lágrimas en los ojos—. Por favor, solo una oportunidad.

¿Error? Un error después de tres años, un error después de haber tenido un hijo con ese tipo. Me daban ganas de romperle el cuello allí mismo. Probé a mentirle yo también:

  —No puedo, además, estoy saliendo con otra mujer.

Melia abrió la boca, retrocedió unos pasos y chocó con la mesita a su espalda. Como si pudiera leerme los pensamientos dijo:

  —No me mientas, sabes que eso no es así, solo dime una razón por la que no puedas perdonarme. Ya sé que hice algo terrible, pero…

Me mordí el labio inferior para contener mis deseos de asestarle un puñetazo. Desvié la mirada hacia el niño. No se encontraba llorando como imaginé, sino que tenía la cabecita ligeramente ladeada y nos miraba como si no alcanzara a comprender lo que ocurría.

  —Sé que no es hijo tuyo, pero estoy segura de que se llevarán muy bien.

  —Vuelve con el padre del niño si quieres.

Se abalanzó sobre mí. La aparté de un suave empujón, de nuevo chocó contra la mesita. Por mi mente pasó la idea de empujarla y hacerla caer. Ella se volteó y tomó la estatuilla de yeso:

  —Mira esto, Bram, un regalo de cuando más enamorados estábamos.

  —Sí, de antes de que hicieras tu gracia —el odio se me empezaba a salir y cada vez me costaba más controlarlo.

  —Bram, por favor, estoy rogándote para que me des otra oportunidad. Estoy dispuesto a lo que sea con tal de que me perdones —me pareció adivinar cierto destello de locura detrás de la tristeza que inundaba sus ojos.

Pensé en abrazarla e iniciar una nueva vida. Enseguida apareció la duda, ¿y si me traicionaba de nuevo?

  —Vuelve con el padre del niño —repetí entre dientes.

Creo que ese fue el momento exacto en que Melia enloqueció:

  —No, ese hombre me hizo cosas terribles —berreó mientras apretaba la estatuilla con ambas manos.

  “Te lo mereces”, pensé.

  —Melia, por favor, vete.

  —¡El problema es que tengo un hijo con alguien que no eres tú! ¿Es eso?

Se volteó hacia el bebé. La criatura empezó a chillar como si ya imaginara su destino. La estatuilla de yeso le golpeó la cabeza.

Sentí cómo las piernas se me aflojaban al ver el chorro de sangre y escuchar el alarido. A ese golpe le siguió otro y otro, Melia no paraba de repetir:

  —Pues ya, el problema está resuelto.

Los gritos eran cada vez más bajos. El adorno se rompió, los fragmentos de cerebro mancharon el sofá. Sentí una repentina carga de valor que me hizo arrancarle a Melia el arma homicida y correr fuera de la casa.

La policía llegó al poco rato. Melia lo negó todo y dijo que yo era el único culpable. Me enviaron a la cárcel, porque yo tenía los restos de la estatuilla y porque, según ellos, una mujer no sería capaz de hacer algo así. Supongo que toda la sangre que había sobre la ropa de esa perra no les dijo nada.

Aquí tras las rejas he recibido toda clase de amenazas e humillaciones. Sin embargo, nada supera la sensación de horror y vacío que experimenté cuando vi a Melia asesinar a su hijo. La sangre, el cuerpecito que quedó inmóvil y retorcido como un muñeco. De solo pensar en eso, me tiemblan las manos.

Luis Ariel Alfonso Conyedo (Villa Clara, Cuba, 2001). Estudia la Licenciatura en Educación Español-Literatura. Ha publicado su cuento “La defensa de Ra” en la revista digital latinoamericana de terror/horror Quién apagó la luz.