REENCUENTRO | POR ANDREA VALDÉS

Si te desaparecieran, ¿quién te buscaría? Esa era la pregunta que me pasaba por la cabeza mientras tomaba la mano de Zoé. Ese fue mi último recuerdo. 

Mis últimos recuerdos de la adolescencia fueron al lado de mi madre. La casa siempre estaba a media luz. Las paredes amarillas estaban llenas de puntos negros por la humedad. Mi mamá decía que la oscuridad le parecía mejor, casi nunca abría las cortinas ni las ventanas. El pasillo de la entrada olía a viejo; la cocina, a comida echada a perder; la sala, a humedad. Los puntos negros iban cubriendo cada rincón de las paredes. Se apoderaban de la casa.

A Pepe lo conocí en la cafetería donde trabajaba medio turno. Era guapo; moreno, alto, flaco; parecía buena persona. Todas las tardes iba a tomarse un café. Comenzamos a platicar hasta que un día me invitó a salir. Yo acepté. Me gustaba. Me cuidaba. Nos fuimos conociendo. Me enamoré. Él tenía 41 años; yo, 16. 

Mi mamá trabajaba en un bar; soy mesera, me decía. Cuando llegaba a casa, se echaba en el sofá o se iba a su cuarto. Dormía. Mi mamá era una mujer triste, pero no siempre fue así. Antes era feliz; algo la jodió. Nunca supe qué fue lo que la puso así, el incidente en el trabajo, mi padre que se fue para el gabacho y nunca supimos más de él, o quizás fue la enfermedad de la abuela. Su tristeza se me contagiaba. Recuerdo que odiaba estar en casa.

A los pocos meses, Pepe me pidió que me fuera a vivir con él. “Deja de trabajar”, me dijo, “yo te cuidaré y te daré lo que necesitas”. Le creí. Me fui con él. “Me voy de la casa; conocí a un buen hombre, necesito hacer mi vida”, le dije a mi mamá. Ella no estuvo de acuerdo. Se enojó, “si te vas, no vuelves, malagradecida”, me gritó la última vez que la vi. “No es mi culpa que mi papá te haya dejado. No es mi culpa que ningún hombre se fije en ti”, le contesté. Salí de casa.

Durante los últimos años, escuchaba llorar a mi madre, quedito, como si no quisiera que la escuchara. Yo la oía, entraba a su habitación y la abrazaba. Me acurrucaba a su lado. Nunca supe qué decirle, no encontraba las palabras adecuadas para consolarla. Se volvió más triste después de un incidente en el bar. Nunca me contó qué pasó. “¿Por qué no buscas otro trabajo?”, le preguntaba. “No puedo”, me decía; “no sé hacer otra cosa, además, ¿quién va a mantener a la abuela?”.

Al principio, todo fue bien con Pepe. Lo quería, me quería. Éramos felices. Era su novia. Él mi novio. Nos mudamos a una casita alejada del pueblo. No era gran casa; tenía una habitación, una cocina, un patio y una sala con una televisión. Todo pequeño. No me importaba. Era nuestro espacio. Me daba dinero para ir al mercado, regresaba a la casa, limpiaba un poco, hacía de comer o al menos lo intentaba. No me quedaba bien la comida. Pepe se enojaba; “ni para eso sirves, estás bien pendeja”, me decía. Yo me ponía triste. Después, en la noche, se le pasaba el enojo, y lo hacíamos para reconciliarnos. A mí me dolía, nunca se lo dije. No quería que se molestara, “aprenderé a cocinar para que no se enoje; aprenderé a que ya no me duela”, me decía.

Después del incidente en el bar, mi madre se encerraba en su habitación. Ponía seguro a la puerta. No podía entrar. Gritaba; tenía pesadillas, o al menos eso imaginaba desde afuera. Tocaba la puerta, pero no abría. “Ahora no, hija. Todo bien”, me decía; “no estés chingando”, me decía otras veces. 

Pepe comenzó a no dormir en casa, a veces ni llegaba. Me preocupaba y me ponía celosa. Era joven, no como ahora que ya me siento vieja, ¿cuánto tiempo llevamos acá? Le dije a Zoé. Ya he perdido la cuenta, pensé.  La idea de que tuviera a alguien más me atormentaba. Yo lo quería. Me decía que viajaba mucho por su trabajo. Recluto chicas para una agencia de modelos, me decía. Creo que eso era lo que más me disgustaba, pensar que conociera a alguien más y me dejara.

Mi habitación en la casa de mi madre era el único lugar que no estaba lleno de manchas negras. Ahí podía respirar bien. Me encerraba cuando llegaba de la escuela y no salía. Después de un tiempo, dejé de insistir en que mi mamá me abriera la puerta de su cuarto. Algunas veces me la encontraba en la sala, viendo las manchas en la pared o viendo la televisión. “¿Necesitas algo más?”, le preguntaba. “No, y deja de hacerme esa pregunta; si necesito algo yo te digo”, me decía. 

Me emputé cuando Pepe me dejó sin llaves. Me dejaba encerrada en la casa. Me aburría. “Mejor te voy a traer la comida hecha porque estás bien güey para cocinar”, me decía; yo aceptaba. El problema era que a veces no llegaba en días y me dejaba sin comida. Me quitó el celular. Cuando le pedí que me dejara las llaves, me llevé una paliza. “Pórtate bien y no estés chingando, te estoy cuidando”, me decía; ya no vas a poder salir, sentenció. 

Tuve que dejar de estudiar porque mi mamá olvidó inscribirme en la preparatoria. Me metí a trabajar en la cafetería de Toño, un amigo de la infancia, del barrio. Me enseñó a ser mesera, a preparar café y a limpiar el local. Hacía de todo menos cocinar, hacía un desastre en la cocina. El café era lugar bonito de color azul, iluminado, con mesas y sillas de madera, con imágenes de la selva de Chiapas en la pared. Me pagaba puntualmente cada semana.

 “Vámonos, tenemos que irnos ya, ahorita”, me dijo Pepe. Yo estaba dormida. Era de madrugada. “Rápido, pendeja; tenemos que irnos”, me repitió. Tomé un pants, una sudadera, me puse tenis y me subí a la camioneta. Manejó rápido por las calles del pueblo, tomó la carretera y se metió en una brecha. “¿A dónde vamos?”, le pregunté. “A tu nueva casa”, me contestó. Nos adentramos por la brecha y subimos por un cerro. Llegamos a una casa llena de protecciones. Color rosa. Era fea. Parecía una cárcel. Había un montón cámaras. “¡Órale, bájate! Llegamos”, me dijo Pepe. Lo único que había alrededor era un cerro. 

Me aventó y me encerró en la jaula, así le decíamos las chicas. Era un sótano donde nos tenían. Las paredes eran blancas con puntos negros, como en mi casa, pensé. Un único foco alumbraba la habitación. Había cinco literas y una ventana pequeña por donde apenas pasaba la luz. Hacía frío. Pasaron dos días sin que nadie abriera la puerta. Teníamos hambre. 

Éramos ocho chicas: Jazmín, Rubí, Zafiro, Zoé, Dulce, Shanon y Yesenia. Nunca supe sus nombres verdaderos. Yo era la mayor. Nadie hablaba. Si hablábamos, nos golpeaban. Al tercer día, nos aventaron un pollo, panes y aguas. Todas corrimos a agarrar algo. No podíamos comer de pie; debíamos de comer en el suelo, “como las perras”, decía, el velador. Si intentábamos pararnos, nos golpeaba. Se llamaba Fabián. Era un tipo joven de unos 20 años; flaco, chaparro, con espinillas blancas a punto de explotar. Me sacó de la habitación. Subimos las escaleras, allí estaba Pepe con otros tipos, la mayoría eran señores viejos, rancios. Me tomó de la mano y me presentó, “ella es Julieta, nuestra nueva adquisición”, dijo Pepe. “La conseguimos gracias al buen Toño, trabajaba en su cafetería. La vi y no la podía dejar, me encantó ese culito, miren nada más”, dijo; mientras me jalaba para que me volteara y los rancios me vieran. Mi cuerpo se paralizó. Las piernas se negaron a moverse. La vista se nubló; “ya está medio vieja, ¿no?”, dijo un señor flaco casi sin pelo. “sí”, contestó Pepe, “ya está medio madreada y cogida, ya no sirve tanto, por eso nos ayudará a mantener a la mercancía. Se encargará de ellas”, indicó Pepe. “¿Es la hija de la Nora?”, preguntó un señor gordo que se le salía la panza de la polo que traía; “sí, la mesera del bar del gordo”, contestó Pepe, “la vieja que nos agarramos bien pedos y nos la cogimos en el bar, ¿se acuerdan?” Todos se rieron. “Pendejita, nos debes un chingo de dinero por todo lo que hemos hecho por ti y tu mamá” Muchachos, toda suya, sólo por hoy, que no se les pase la mano, que tiene que limpiar mañana,” sentenció Pepe. 

La casa tenía un sótano donde nos mantenían encerradas; el primer piso era el recibidor, con una sala, televisión y un baño. En la parte de arriba estaban las habitaciones, eran 6, cada una con su baño. Ahí metían a las niñas. Mis actividades consistían en darles de comer dos veces al día, darles sus pastillas, curarlas cuando los viejos se les pasaba la mano, limpiar baños y habitaciones. Ninguna de ellas me hablaba; pensaban que estaba de su lado. La casa estaba siempre vigilada por Fabián. Escapar era imposible. Algunas veces escuchaba la voz de Pepe, y aunque me alegraba oírlo, también sentía muchos reclamos hacia él. “¿Por qué me has dejado aquí? Yo te amaba”, quise decirle, pero nunca me atreví. Se olvidó de mí. Cada tanto traían nuevas niñas y se llevaban a otras. Nadie sabía dónde estábamos ni adónde se las llevaban. 

Uno de los recuerdos más bonitos que tengo con mi madre era cuando regresaba de la primaria. Después de comer, me gustaba sentarme en el sillón con ella y ver la televisión. Nos quedábamos dormidas. Así pasamos muchas tardes. Abrazadas. Me decía que me quería mucho, y yo le creía. Nos despertábamos, ya casi en la noche, y me preparaba chocolate o dulce de maicena. Todavía recuerdo el perfume que llevaba, como a rosas, igual que la abuela. 

El último día que pasamos en esta casa, el imbécil de Fabián, tirado en el sillón, me pidió que le hiciera una sopa porque se sentía muy mal. Tenía gripa. Acepté pensando que sería fácil, pero cómo les dije, lo mío nunca fue cocinar. Entre mi torpeza y mis nervios, derramé aceite fuera de la olla y se comenzó a quemar. Después un trapo se prendió, luego otro, la cortina. Toda la cocina. Eché agua; fue peor. La cocina ardía. “¿qué hiciste, pendeja?”, me gritó Fabián mientras corría hacia la puerta al ver el fuego. El miserable no encontró las llaves. No pudo escapar. Las niñas no pudieron salir de la jaula. Gritaron, fue inútil; nadie las escuchó. Los señores de las habitaciones pudieron salir. Zoé que estaba en al baño, salió; corrí a la sala. Nos tomamos de la mano, veíamos cómo los señores se amontonaban en la puerta, querían salir. Nadie lo logró. La casa se incendió y nosotras con ella. 

Han pasado cinco años, por fin veré a mi mamá. Estoy contenta. Cuando se acercó la vi más vieja, más acabada. Mi cuerpo no fue encontrado. Lo único que sobrevivió de mí fue mi cabeza. Cuando me vio, me tomó en sus manos. Lloró. Yo también lloré.

Andrea Valdés, (Guadalajara, 1988) Doctoranda y lectora.