[Las letras depositadas se desprenden de los diarios de campo que sirven a la investigación doctoral del posgrado en sociología de la UAM-A, denominada: Entre pasos y pasiones: una etnografía bailada en el Salón los Ángeles].
– Ahora sí, cabrón, vas a pedir porque es de a gorra, no fueran otras ocasiones porque me pides puras cervezas. No me vayas a dejar tus chingaderas de siempre, tus pinches cincuenta pesos, porque te los regreso.
(…)
– A él no le gusta Son 14, se pone de exquisito – Me dice la güera pelinegra de lentes que nos acompaña en la mesa.
– Es que yo los escuché cuando aún estaba el maestro Adalberto Álvarez, esa sí era una agrupación que se respetaba – Responde el aludido mientras muerde su naranja y bebe del mezcal.
– ¿Y ustedes desde cuando se conocen?
– Yo lo escuchaba cuando estaba en Radio Educación y un día promocionó clases de merengue y creo que fui la única radioescucha que llamó a la cabina… Desde entonces, venimos a bailar aquí, cuando se acuerda de mí.
(…)
– Un saludo, querida familia, muchas gracias por mantener este espacio con vida. Gracias Don Miguel, por todo el cariño y por hacer de este salón nuestra casa constante – Comienza a sonar aquel verso:
Antes de marchar quiero decirte
tantas cosas que siempre te oculté,
que todo el amor que tú me diste
siempre, siempre lo recordaré
– Hola, ¿Cómo andan? … Oye, ¿Bailamos? – Me extiende la mano una mujer teñida de rubio de mediana edad; le doy un sorbo al ron de la mesa y dejo mi chamarra en el respaldo. – Vamos, faltaba menos a tremenda petición.
Trompetas, bajo, clave, tres cubano, el coro que acompaña nuestro bailar en el centro de la pista: Me recordarás, me recordarás, me recordarás… Meneo de caderas, cruce de miradas, coqueteo explícito, risas estruendosas. – Gracias, gracias – Después de la última vuelta, la cortesía de acompañarla a su mesa. Me da un beso en la mejilla y me hace una seña con la mano en alusión a la repetición del baile con otra pieza. No volví por ella, me entretuve con los colegas de la mesa y con una gringa que me sacaba a bailar cada dos piezas; no bailaba nada, según los cánones corporales tecnificados del baile del salón, pero he aprendido en estos años que jamás, siendo varón, se niega tal solicitud cuando es honesta.
– Eso fue todo por nuestra parte. Síganla pasando increíble, nos vemos la próxima. Feliz cumpleaños Don Miguel, siga gozando de la noche y de la buena compañía.
– Ya valió madres, ya pusieron al DJ de los quince años. Ahora viene el momento de pedir el último trago antes de que se paren a bailar Payaso de rodeo. Yo a esas chingaderas no le hago, mejor nos vamos con el honor en la frente.
(…)
– Méndigo gordo, yo llevaba un año sin beber y mírame, ahora ando todo chachalaco… Miguel, Miguel, ya nos vamos, gracias por todo, sabes que te quiero inmensamente y tenemos que hacer cosas para mantener vivo este salón, porque es el último y debe mantenerse con vida y constante.
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El 31 de julio de 1937, el Salón los Ángeles, ubicado en el 246 de la calle Lerdo en la colonia Guerrero, abrió sus puertas dirigido a un público de bailarines que, en aquel tiempo, comenzaba a formarse en las postrimerías de aquella vieja Ciudad de México. Sin embargo, poco tiempo después, el salón trasladó su aniversario al 2 de agosto, en conmemoración de la celebración religiosa del barrio: la fiesta parroquial de Nuestra Señora de los Ángeles. En el México posrevolucionario, los salones de baile estructuraban una esfera de disfrute somático en la capital y, para entonces, compartían existencia con otros espacios del espectáculo y la gestión del tiempo de ocio, como tepacherías, pulquerías, cantinas, teatros de revista, cabarés y carpas.
Con el modelo de sustitución de importaciones en marcha, acompañado del fervor nacionalista del cardenismo y el esfuerzo de modernización, en México se gestaba un movimiento artístico emergente que buscaba ofrecer a la ciudadanía local novedosas posibilidades de entretenimiento. No en balde, por aquel entonces, surgió la época dorada del cine mexicano, al mismo tiempo que una vasta corriente de músicos del Caribe cubano arribaba a Veracruz y, posteriormente, a la Ciudad de México. Como han señalado diversos investigadores y cronistas del tema, a inicios del siglo XX la influencia cultural cubana era evidente en la formación de diversas agrupaciones sonoras, donde se mezclaban músicos locales y artistas llegados de la isla. Por traer un ejemplo, la influencia del grupo Son Cuba de Marianao dejó una marca significativa en las producciones sonoras de Toña La Negra o Agustín Lara.
Después de 87 años, el salón ha experimentado una constante transformación en su funcionamiento operativo y sigue ofreciendo un espacio para la reunión festiva. A lo largo de este tiempo, la historia de este recinto ha sido testigo de la política moralizante del Regente de Hierro en las décadas de los 50 y 60, la Matanza de Tlatelolco en 1968, el terremoto del 1985, la formación del Frente Zapatista de Liberación Nacional a finales del siglo XX e inicios del XXI, la epidemia de influenza AH1N1, el terremoto de 2017 y la reciente pandemia de Covid-19, que lo obligó a mantener sus cortinas cerradas por más de un año.
Durante este tiempo, sus instalaciones han sido testigos de la consagración de diversos artistas, géneros musicales y estilos de baile. Por mencionar algunos ejemplos, basta con señalar la aparición del Mambo de Pérez Prado en los años 40 y, posteriormente, la expansión del Cha-cha-chá en los 50; la oleada tropical de Mike Laure y la Sonora Santanera en los 60; el auge de la salsa neoyorkina en los 70 y 80; y el esfuerzo de los intelectuales mexicanos en torno al proyecto denominado La Rumba es Cultura, durante la misma época. Los salones comparten características generales que los consolidan: mantienen un horario vespertino-nocturno de carácter familiar, se toca música en vivo, sin pregrabados y el espacio principal es la pista de baile.
En el campo de la academia mexicana, la predicción de la extinción de los salones de baile se hizo patente con el ingreso del país al neoliberalismo. Se afirmaba que, con este viraje económico, los salones de baile comenzarían a desaparecer, reduciéndose a una supervivencia similar a la de un museo u ornamento cultural. Este pronóstico se cumplió en cierta medida: para el nuevo milenio, muchos salones de baile comenzaron a cerrar sus puertas. Los más emblemáticos que cumplieron el augurio de fin de siglo fueron el Colonia y el México. En este contexto, el Salón los Ángeles se consolidó como el heredero de una vieja tradición para el bailarín de la capital y la zona conurbada: mambo, guaracha, danzón, charanga y cumbia son algunos de los géneros musicales que se mantienen con cierta frescura en su duela y escenario. Así, por casi noventa años, el Salón los Ángeles se mantiene con constancia en la gestión de la práctica del baile de algunas sonoridades afrocaribeñas, a pesar de las amenazas constantes de los cambios socioculturales y la extinción de los salones de baile en la capital. En este contexto, ¿qué posibilita su supervivencia? Y ¿qué implica hablar de estos espacios hoy día?
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En 1993, Pierre Bourdieu publicaba una de las obras más relevantes para el quehacer sociológico, relacionada con la comprensión de la reflexividad como un componente constante en la investigación social: La miseria del mundo. En este trabajo, el sociólogo francés mostraba a la academia el potencial analítico de la sociología de la escucha como una estrategia cualitativa para desnaturalizar las prácticas cotidianas y examinar los trasfondos simbólicos y estructurales que las subyacen. Asimismo, este esfuerzo metodológico abría espacio dentro de la sociología para revalorizar el papel de los actores en la investigación, reconociendo su carácter dinámico y explicativo en la co-producción de conocimiento científico.
Así, este posicionamiento metodológico, más otros esfuerzos sinérgicos, impulsó la transformación de ciertas técnicas y herramientas de análisis que resaltan la necesidad de una comprensión hermenéutica robusta frente al espíritu positivo imperante en las ciencias sociales. Los giros sensoriales y afectivos han reafirmado la inmersión como estrategia para desentrañar los argumentos y razones humanas del entramado de la realidad social. Las visiones críticas de David Howes, Löic Wacquant, Sarah Pink o Michel de Certeau, por mencionar algunos, han consolidado un cuerpo argumentativo que reconoce el quehacer analítico de la inmersión: reconocer el conocimiento científico como una experiencia que pone en tensión el cuerpo de quien investiga con las prácticas estudiadas, estableciendo una relación dinámica con otros actores del saber.
En este tenor, comprender la relevancia simbólico-cultural del Salón los Ángeles implica reconocer que la práctica del baile situada que aquí ocurre de manera constante (martes, domingos y eventos especiales) sólo logra interpretarse al sintonizar el cuerpo con quienes hacen de este acto un espacio de sociabilidad que ha resistido el paso del tiempo. Este salón no sólo es un recinto físico; verlo a la luz de la reflexión societal inmersiva implica entender la articulación de la memoria corporal colectiva, donde el baile establece un entramado social que trasciende la destreza técnica del bailarín. Es también un punto de encuentro moral, estético y político. Un espacio donde se negocian las nociones del género y el sexo. Un actante que reivindica las diferencias etarias: un culto a la experiencia y sabiduría del buen bailar. Una entidad que lleva al límite sociocultural la distinción experta de los repertorios de capital estético. Un salón que posibilita la existencia humana en términos de la estructuración de normas, de órdenes culturales-somáticos a través de vestimentas, aromas, texturas, temperaturas, sabores y miradas.
La experiencia etnográfica inmersiva ha posibilitado esta constancia trianguladora para reconocer que el salón mantiene supervivencia abrupta en un contexto de cambios significativos en la concepción del disfrute somático como plausibilidad cultural: el baile, las parejas y yo en una constante vorágine de saberes compartidos que se plasman en diarios de campo desbordados de tinta, grafos que apenas se entienden y líquidos derramados. Compartir los pasos, las escuchas, los rechazos, las barridas, los empujones es aprender colectivamente sobre las sensaciones, las emociones y los significados emergentes de una ebullición simbólica que comienza y termina con el redoble de los timbales y las notas finales de los alientos.
Aprender a tomar la mano, la cintura, a mover los hombros, a quien te busca con la mirada para salir a la pista, a gestionar los aromas, a perder el pudor en los baños donde los mingitorios no tienen divisiones, implica comprender que este salón es toda vez que posibilita la negociación constante de las normas colectivas; toda vez que teje solidaridades y compromisos afectivos.
El salón es un espacio de reproducción práctica cultural. Y lo que con ello implica: la posibilidad de comprender las configuraciones y ensamblajes societales al margen del placer, del amor compartido. El Salón los Ángeles, heredero de una tradición cultural, ha sabido eclipsar los valores colectivos en instituciones simbólico-afectivas. Pachucos, rumberas, periodistas, embajadores, vendedores del arte culinario callejero, trabajadoras del hogar, oficinistas, jóvenes incautos, turistas asincopados, músicos, académicos… fauna heterogénea que se mezcla y habita por unas horas bajo las mismas luces amarillas, sobre la misma duela, envueltos en las mismas notas musicales.
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En un artículo de 1977, Carlos Monsiváis escribía una crónica para el semanario PROCESO sobre una noche de baile en el salón, en la cual se desarrollaba una de las presentaciones del festival La Rumba es Cultura. En aquella ocasión, se llenó de académicos, de intelectuales, integrantes de las diversas facultades de la UNAM, profesores de la UAM; de un público asiduo contextual que, más bien, era de corte clasemediera y obrera; de estrafalarios locales y ajenos. Para el deleite corporal, el espectáculo estuvo a cargo de Pepe Arévalo, Olivia del Río, “La China”, el Combo de Puerto Rico y el Grupo Sabor. Al calor de las notas y el desenfreno, las parejas de baile se reconocen, se critican, se despojan del autoengaño entre las vueltas y el movimiento de la pelvis.
El Salón los Ángeles es un espacio donde la historia se baila, donde la memoria no se archiva en documentos polvorientos, sino en cuerpos que siguen danzando en la pista. Aquí, la modernidad tardía no ha desplazado el crisol simbólico de lo tradicional, sino que conviven en una coreografía tensa, a veces armónica, a veces desafiante.
Afuera, la capital sigue su curso: el tráfico de la noche, las sirenas de ambulancias, las luces de led, la vida acelerada. Adentro, la cadencia de los timbales y el vaivén de los cuerpos narra otra historia: la del posicionamiento activo discreto y contundente. La de quienes, a pesar del desgaste de los años, siguen regresando cada martes y domingos para reafirmar que el goce y la comunidad aún tienen un refugio en medio del caos. Quizá, en unos años, las predicciones académicas se cumplan y este salón se convierta en recuerdo y añoranza, en una anécdota de época. Pero hoy, mientras el cuerpo aguante, los ángeles bailan, con el ron sobre la mesa, la risa estruendosa de los amigos y el firme compás del tres cubano que sigue el tiempo marcado por la clave y el bongó. Mientras eso ocurra, la enmienda metódica del pensador de La Portales es patente en la exploración del quehacer social: Un ojo en la rumba y otro en la sociología instantánea; con el cuerpo oscilando entre ambas.

V. Froylán Escamilla López (1994). Es maestro en Sociología y estudiante de doctorado en la UAM Azcapotzalco. Ha publicado en La Jornada, El Cotidiano y Polis, con trabajos sobre teoría sociológica, cultura y memoria. Sus intereses incluyen la sociología de la modernidad, la cultura y los métodos cualitativos.