SIOUXSIE, FINA AMANTE DISCRETA

POR ALDO PANCORBO

Los cadáveres pesan más que los corazones destrozados

Raymond Chandler

Aquella mañana, después de releer el mensaje que estaba a punto de enviar al WhatsApp de Juan, Diamanda se pasó la lengua por el labio superior saboreando su victoria por adelantado. Echada en su cama, vestida con una bata de terciopelo negro y unas pantuflas de lana de cordero con diseño incaico, que abrigaban su espigado y blanco cuerpo del frío invernal limeño, pulsó Send y esperó hasta que se concretara el envío. Imaginó entonces, con perversidad, que él lo había recibido mientras desayunaba junto con sus hijos antes de llevarlos al nido, y que su rostro lujurioso, por tratarse de su amante, se tornaba terrorífico al ver el video en que ellos mantenían relaciones sexuales en el cuarto de un hotel y el número de celular de su esposa adjunto al mensaje.

En la habitación de al lado, Dana se había despertado. Con los brazos y piernas encadenados a su cama, se retorcijaba de dolor y gimoteaba pronunciando entre cada sollozo el nombre de su madre. Diamanda la encontró más pálida de lo normal, con los ojos de un negro profundo, las encías inflamadas y los caninos crecidos en forma de colmillos. De inmediato, fue a la cocina por la azucarera y una cuchara. «Si el maldito de tu padre no se hubiera ido con esa mujerzuela, esto no te estaría pasando, amor. No esperes nada y serás más libre aquí o en otra muerte» le dijo a la niña mientras introducía la cuchara con azúcar dentro de su boca. La glucosa la ayudaba a estabilizarse. 

Una vez que Dana se quedó dormida, a mitad de un cuento de Edgar Allan Poe que su madre le leía, Diamanda aprovechó para ir a la sala y sentarse frente al piano. Tocó repetidas veces uno de los nocturnos de Chopin. Luego, se puso a ver una película. Le gustaba el cine clásico, sobre todo las cintas en las que aparecía Lauren Bacall, su actriz favorita. Además de su talento interpretativo, le fascinaba su elegancia para vestir, sus ojos verdes que alojaban una mirada intensa y enigmática bajo sus perfectas cejas arqueadas y pobladas, y la manera glamorosa en que fumaba y expulsaba anillos de humo por la boca; detalles que la erigieron como la femme fatale de los 40. 

Al atardecer, antes de subirse a su moto Ronco RZ 200 color negra y dirigirse a las galerías Brasil, donde tenía una tienda de ropa gótica, Diamanda llamó a Héctor. Para variar, su celular timbraba, pero él no contestaba; así que le dejó un mensaje en la casilla de voz: «¿Se puede saber cuándo te vas a acordar de tu hija? Seguro que estás muy entretenido con esa abogadita —dijo refiriéndose a la mujer con la que él le fue infiel un mes atrás—. Si quieres olvídate de mí, pero no de Dana. Tú eres el único que puede conseguir lo que ella necesita. Hace tres semanas se acabó la última bolsa». Estaba claro que Diamanda no le pedía que regresara a vivir junto con ellas, pese a que aún lo amaba. Tampoco buscaba su dinero para comprar ropa, útiles o víveres para Dana. Lo que ella le reclamaba no era otra cosa que su alimento principal: sangre, la cual Héctor conseguía a través de su doctor. De no obtenerla, la vida de ella y su hija corrían peligro.

Desde que se terminó su última reserva de sangre, Diamanda optó por varias alternativas para conseguirla, unas menos ortodoxas que otras. Se hizo pasar por una donante en el hospital, y así tener a su merced el banco donde guardaban el líquido vivificante, pero acabaron por descubrirla; el histrionismo no era lo suyo. También, intentó comprar sangre sintética de Rumania, que era muy semejante a la humana, pero el producto y los costos de envío eran demasiado caros. Sus opciones se reducían porque ella y su hija eran veganas y no mataban ni bebían sangre de animales. Sin embargo, Diamanda poseía la temeridad suficiente para salir a la calle e ir en busca de sangre humana. Con 189 años y la apariencia de una veinteañera, había desarrollado el sigilo y la precisión quirúrgica para morder a sus víctimas. 

Si de algo tenía que cuidarse, era de no ser filmada por las cámaras de seguridad, como le sucedió dos sábados atrás cuando conoció a un chico en Valquiria. Lo había engatusado con coqueteos y pegándosele en la pista de baile al son de los riffs hipnóticos de Bela Lugosi is dead. Como parte de su guion, ella le preguntó sobre su estado de salud y, para su fortuna, él tenía la hemoglobina muy alta; incluso, debía obligadamente donar sangre una vez al año para no desarrollar síntomas de polisitemia. Lo invitó a salir del local y caminaron ebrios hasta dar con un parque cerrado al final de la calle Hernán Velarde. Allí, apoyados en un árbol, empezaron a besarse y tocarse, al punto de que ella, cargada de excitación, inclinó su rostro sobre el cuello de él y empezó a succionar su sangre. Al día siguiente, los principales noticieros publicaron sobre la muerte de un joven en circunstancias extrañas durante la madrugada. Mostraron un video donde se veía salir detrás de unos arbustos a una mujer de cabello largo azabache y vestida de negro. Sin embargo, para suerte de ella, no había nadie alrededor, las cámaras de seguridad tenían una resolución baja y se encontraban a varios metros de distancia, por lo que no pudieron identificarla. 

Diamanda no quería dejar huellas. Por eso, después de aquel episodio, colocó un anuncio en los clasificados de los diarios y páginas de citas más populares de Internet, donde se ofrecía como dama de compañía: «SIOUXSIE, FINA AMANTE DISCRETA. PREVIA CITA AL 943-897211». Juan fue el primero en solicitar sus servicios. Era casado y pasaba por una crisis matrimonial con su pareja. La engañaba con frecuencia; sin embargo, no quería separarse de ella por temor a causar un trauma en sus dos pequeños hijos. Alertado por el mensaje matutino de Diamanda, Juan acudió a las galerías Brasil cerca de las diez de la noche. A esa hora, la mayoría de los comerciantes ya habían cerrado sus negocios; solo ella permanecía en su tienda con la cortina metálica a la mitad. Pese a que era la tercera vez que se veían, él lucía nervioso, pero decidido al fin a darle su sangre a cambio de que su infidelidad no fuera descubierta. Se saludaron y, de inmediato, subieron a la azotea, que funcionaba como depósito. Teniendo como único testigo a la luna llena, ambos empezaron a besarse y masturbarse. Cuando ella estaba punto de llegar al clímax, sus ojos negros tornaron a un rojo vino y sus caninos se convirtieron en colmillos, clavándolos en su cuello con la misma fuerza de una trampa de acero sobre el cuerpo frágil de un animal. Tras succionar su sangre por cinco minutos, Juan musitó: «Ya tienes lo que querías. Ahora, dame el video». Sin embargo, ella continuó chupándole la arteria carótida hasta que su corazón se detuvo. Una vez saciada, guardó el líquido rojo restante en un frasco para llevársela a Dana. «Te hubiese dejado vivir, pero hiciste mal en engañar a tu esposa. Si realmente la querías, debiste decirle la verdad y asumir las consecuencias —le dijo a Juan en voz alta mientras disolvía su cadáver en ácido clorhídrico dentro de un bidón de polietileno que había preparado para la ocasión—. Ahora, descansa el sueño eterno», sentenció en alusión al nombre de la famosa película que protagonizaban Lauren Bacall y Humphrey Bogart.

Las siguientes citas de Diamanda con hombres casados tuvieron el mismo desenlace. Su modus operandi no había despertado sospechas de la policía ni de los trabajadores de las galerías Brasil. Una noche conoció a Esteban, un médico viudo de mediana edad que vivía solo con su hija, al igual que ella, y del que se enamoró en el acto. Después de convertirlo en vampiro con su consentimiento, Diamanda aceptó su propuesta de mudarse con Dana a su casa de campo en Cieneguilla. Además, gracias a un colega de Esteban, consiguió un nuevo proveedor de sangre de una clínica privada, por lo que dejó de ofrecer sus servicios de dama de compañía. Durante varios meses, Diamanda llevó una vida tranquila y sin apremios. Su buena estrella la perseguía, hasta que una madrugada, regresando de Valquiria con unas copas de más, sufrió un accidente con su Ronco RZ 200 en la carretera camino a su nueva casa. Tendida al lado de la pista y aún consciente, mientras sonaba Cities in dust por sus auriculares, ella intentó ponerse de pie; sin embargo, no pudo hacerlo, tenía las piernas rotas. Eran las cinco y media de la mañana y los primeros destellos de luz asomaban detrás de los cerros de Cieneguilla. Retorciéndose de dolor, ella intentó enviar un mensaje por WhatsApp, pero no tenía señal. A esa hora, no pasaba ningún auto, ni se asomaba nadie alrededor que pudiera auxiliarla; tampoco había cámaras de vigilancia instaladas en los postes. El sol furibundo empezó a calcinar los mastocitos de su piel y a desintegrar su cuerpo poco a poco. Ella se llevó la mano al bolsillo para extraer un cigarrillo y lo encendió. Desde el suelo, con la cabeza levantada, Diamanda contempló por última vez el cielo entre los anillos de humo que exhalaba por su boca.

Aldo Pancorbo Valdivia (Lima, Perú, 1981). Publicó las novelas Un duro despertar (Hormiga Editores, 2008), reeditada luego en Chile por la editorial Los Perros Románticos en el 2016 y 2020 (e-book), La falsa despedida (Paracaídas Editores, 2013) y Vida lancha (Caja Negra, 2022). Participó como ponente en el coloquio “Realidad y mito en la Beat Generation” (PUCP, 2013) y en la mesa redonda “La novela negra en el Perú” (FIL Lima, 2014).