El mundo ya no se mueve al ritmo de las campanas de las fábricas ni al sonido del silbato que marcaba la entrada y salida de los trabajadores. Ya no es necesario un jefe, un guardia ni una orden estricta que imponga disciplina, como antes lo explicaba Foucault. Ahora, el amo y el esclavo habitan en la misma persona, en esa voz interna que dice que descansar es fracasar, que el tiempo libre es tiempo perdido y que detenerse es un lujo que nadie se puede permitir. Byung-Chul Han, en su libro La sociedad del cansancio (2010), llamó a este fenómeno social la «sociedad del rendimiento», un mundo donde la opresión no es impuesta, sino autoimpuesta, y donde la hiperproductividad se disfraza de libertad. Pero, ¿qué tipo de libertad es aquella que nos convierte en nuestros propios verdugos?
A lo largo de la historia, hemos visto el desarrollo de la sociedad a través de revoluciones, reformas y transformaciones del pensamiento. Pero hoy nos enfrentamos a una realidad distinta: una sociedad del rendimiento donde la productividad y el consumismo definen nuestro valor, donde el éxito se mide en la capacidad de hacer múltiples tareas de manera eficiente -o multitasking-, en una carrera que nunca termina. Pero este imperativo no lo impone un jefe externo, como en las eras esclavistas o industriales, sino uno mismo. Nos convertimos en amos y esclavos a la vez, sacrificando nuestra individualidad en nombre de la eficiencia.
En este contexto, la educación ya no se plantea como un espacio para la reflexión y el pensamiento crítico, sino como una extensión de esta lógica de autoexplotación. Docentes y estudiantes se ven atrapados en un sistema donde acumular conocimientos y desarrollar competencias es más importante que comprender, donde la inmersión contemplativa es vista como una pérdida de tiempo. No es de extrañar que las enfermedades mentales como la ansiedad y la depresión vayan en aumento: el modelo de vida actual nos obliga a ser multitareas, a atiborrarnos de actividades sin dejar espacio para la pausa, el aburrimiento o la verdadera introspección.
A diferencia del siglo pasado, donde la educación estaba enfocada en la preparación para la guerra y la supervivencia, hoy nos enfrentamos a un sistema que, según Han, se parece a un sistema inmunológico defectuoso: ya no nos defendemos del otro, sino que nos atacamos a nosotros mismos. Nos hemos convertido en Prometeo, condenado a un sufrimiento constante, donde la única liberación parece ser el agotamiento absoluto. Han menciona a Kafka para ilustrar este fenómeno: “la herida se cerró de cansancio”, el único escape es el colapso.
Pero, ¿debemos desarmar el aforo y abandonarnos a una total vida contemplativa? Desde una esfera más cooperativa rescatamos la respuesta de Magno ante la pregunta, que propone simplemente un proceso cíclico mediático entre vita contemplativa y vita activa, donde la pregunta y el pensamiento llevan a la acción, y posteriormente, esta regresa al pensamiento, en un proceso del ya mencionado “desarme amable del yo” como lo expone igualmente Arendt (1958) con el animal laborans, que construye esa sociedad del trabajo que aniquila la acción (actividad evocada por el pensar y el contemplar), que relega la reflexión a “un ejercicio de cálculo” en lo estrictamente necesario. Así, no se trata de abandonar la acción, sino de permitirnos el espacio para la reflexión y la pausa. En lugar de seguir alimentando una sociedad que convierte a las personas en mercancías de un mercado sin límites, deberíamos reivindicar la importancia del ser sobre el hacer.
Por lo visto es necesario, ahora más que en otros tiempos, recordar que somos los autores de nuestras decisiones, pero que estas no deberán condicionar nuestro valor como personas, que está bien no poder con todo, que está bien usar el cansancio para curarnos, detener nuestra lucha con nosotros mismos, reconocer que hay más además de la productividad y la superviviencia monetaria o escalativa (es decir, autoexplotarnos en un deseo tóxico y desenfrenado de lograr poder y estatus). Si bien gran parte de la sociedad cae en este círculo por la necesidad de supervivencia innata, es menester lograr una vida digna en su ser, y digna de vivir, donde no nos desangremos reprochándonos nuestros fracasos o falta de ciertas habilidades aparentemente necesarias para el éxito. No es necesaria una lucha contra el otro o contra uno mismo, pues esto llevará a una escala continua de reproches y expectativas que no encontrarán satisfacción, a “un mundo que se asfixia en medio de las cosas”, a la propia objetivización como valor en el mercado, como si fuésemos productos multiusos con funciones cada vez más ilógicas donde buscamos la cantidad y producción sin medida; evitemos crear un sistema que produzca humanos-mercancía para un mundo que se vuelve cada vez más un almacén de autómatas sobredesarrollados sin sentido, establecidos sobre cuerpos huéspedes cada vez más vistos como “muertos vivientes”.
Enseñar y aprender hoy significan recordar que el valor de una persona no está determinado por su eficiencia o rendimiento. Significa rescatar la importancia del descanso, de la pausa, de la conversación sin prisa, de la reflexión profunda que lleva a una acción con propósito.
Nos dijeron que el tiempo era oro, pero olvidamos preguntar: ¿ora para gastarlo o para vivirlo?

Adriana M. Rueda (Cartagena de Indias, 2002). Licenciada en Educación en Ciencias Sociales y Ambientales de la Universidad de Cartagena. Se desempeña como gestora y educadora comunitaria en los barrios de la ciudad. Periodista cultural y promotora de lectura, graduada con la tesis “El uso de las narrativas barriales para el fortalecimiento de la identidad social y el reconocimiento ambiental en la segunda infancia del barrio Albornoz”. Actualmente miembro del Taller de Poesía Hector Rojas Herazo adscrito a la Red Relata.