Parece que el atardecer comienza, pero es sólo el efecto de la luz disolviéndose en la cortina ocre, corrida, que cubre de punta a punta la ventana un poco abierta. Ninguno de los dos es bueno para distinguir la llegada de la noche o de la mañana; confunden la luminosidad de las seis en punto con la del mediodía y a veces la oscuridad los deja sorprendidos, al no esperarla tan pronto. Fue una de las primeras coincidencias que descubrieron entre ellos. La primera coincidencia importante.
Sus respiraciones descansan juntas, echadas en la cama y arropadas bajo un silencio más áspero de lo usual. Él mira las aspas inmóviles del ventilador que crean sombras en el techo. Observa después su propio torso: la cabeza quieta de ella recargada en su pecho, el cabello suave de ella que se extiende como un río por su ombligo, su pene, sus muslos, los ojos oscuros y pequeños de ella atentos, devolviéndole la mirada. Piensa que ella podría no estar allí en realidad, que su cabeza podría no tener peso y debajo de la imagen de su cuerpo no haber órganos ni músculos ni nervios; que, a pesar de eso, él podría imaginarla y evocar ese todo, esa imagen que de pronto le parece tan lúcida. Recrearla de su torso al extremo de la cama. Borrarla, con cada parpadeo. Volver a crearla cada vez que abriera los ojos.
—¿A qué hora sale tu vuelo?
La pregunta de ella es tímida, da la impresión de haber tomado demasiados preparativos para ser pronunciada y de no haber cumplido con las expectativas de tono, enunciación y dicción.
—Al cuarto para las cinco.
—Tienes que irte en dos horas, entonces.
—Sí, veo que hoy sí sabes qué hora es.
Él espera que ella le devuelva la sonrisa, pero la confirmación de la broma no aparece.
—Sí, hoy sí sé.
Ahora la cabeza de ella se recarga en uno de sus hombros y su pelo es cascada sobre la sábana. Él le acaricia la espalda en un gesto afectuoso y sigue haciéndolo hasta que ya no queda amor en las palmas de sus manos. Ella le ha dicho que se siente infantil cuando le toca la espalda de ese modo, que no puede evitar sentirse muy pequeña, como avergonzada, un estorbo al que se quiere. Él piensa en contarle la impresión que recién tuvo sobre evocarla y borrarla con sus ojos, pero una voz arrastrada, que parece no provenir de ningún lugar, lo cerca.
—No he estado contigo porque me impresione tu manera de comerme.
—¿No?
La respuesta es inmediata, inconsciente.
—He estado contigo porque siento un amor muy profundo por ti —contesta ella—. Lo sentí durante mucho tiempo y sé que allí se quedará, incluso cuando dejemos de estar así en las tardes.
A él le pasa algo muy raro: no se le ocurre qué responder. Casi por primera vez no sabe qué decir. Siente su boca pasmada, incapaz de movilizar a la lengua y los labios; las piernas se le hunden en un gorgojeo que lo deja incómodo, extraño de sí mismo y de la cama y la cortina y las aspas del ventilador y las dos horas que les quedan.
—Al inicio, estar contigo fue la manera que encontré de hacerme daño. No nos veíamos mucho y siempre me quedaba la sensación de que te ibas muy pronto, incluso cuando estábamos juntos toda la tarde.
Ella refugia su vista bajo sus párpados, parece que hablar comienza a pesarle, un peso hondo, temerario. Sus palabras se estampan contra él, incómodas, le dejan el cuerpo cada vez más inmóvil, son un eco demoledor.
—Te quería aquí conmigo, casi como una necesidad. No me importaba la tristeza que sentía después, nunca me ha importado. La tristeza se vuelve soportable cuando comprendes que vale la pena.
Él piensa en todas las tardes que han pasado en compañía del otro. No puede contarlas, son demasiadas. Más de la mitad de los días de una semana durante muchas semanas. Tardes en las que el sexo no es tan placentero o no logran que funcione, tardes en las que sólo comparten el calor de sus cuerpos, tardes en las que se dedican a dormir y se respiran mutuamente. Ella mantiene los ojos cerrados. A él le gustaría acariciar su espalda otra vez, pasar los dedos por su cabello largo y extendido, tocar su mejilla caliente, pero no hace nada de eso. Se queda en silencio, su boca inútil.
—Dejé de decir mentiras, también. Un día me di cuenta de que siempre te decía la verdad, ni siquiera consideraba la opción de mentirte. No puedo mentir cuando tengo tu cuerpo desnudo al lado de mi cuerpo desnudo. En todo este tiempo no me has hecho muchas preguntas, pero todas mis respuestas han sido sinceras. Todo lo que he dicho en este espacio que compartimos ha sido cierto, verdadero. Tal vez me volví dependiente a esa sinceridad. A veces pienso que es lo más valioso que he tenido.
Él parpadea. La borra. Abre los ojos y vuelve a crearla. De pronto le parece cruel esa posibilidad, ese poder que ha descubierto. De pronto hay mucho amor en sus manos, pero no sabe dónde depositarlo ni si es prudente hacerlo ya. La saliva se le acumula en la boca, cargada de sonidos que conforman una respuesta mediocre. Sabe que es una estupidez, pero igual la dice.
—No lo sabía. Lo siento.
—No te digo esto para que lo sientas, pero necesitaba que supieras. En realidad, me parece bien que te vayas. Hay momentos en los que es necesario irse.
Las cosas van perdiendo su sentido, se revelan estúpidas. Los ciento veinte minutos que conforman dos horas, la concepción del tiempo, la llegada de la tarde, la caída de la noche, el comienzo de la mañana, el sexo, el futuro, las palabras, las aspas del ventilador, la inmovilidad de su cuerpo, el peso en su lengua.
La espalda de ella: una superficie fuerte, conmovedora, tan lejana.
—Pero aquí estoy, lo sabes. Si en tu viaje llega un punto en el que me recuerdes sin intentar hacerlo, si yo aparezco en tu memoria sin avisarte y el recuerdo es lo suficientemente fuerte para que desees volver, aquí estoy. En este cuarto. Estoy aquí. En esta cama, frente a esta ventana.
Él siente un poco de agua en sus ojos, aunque no puede reconocerla como propia. Más que haberla producido, le parece que alguien colocó un gotero a una distancia prudente de sus pestañas y lo apretó de improvisto para sorprenderlo, como lo sorprende la llegada de la noche, el cuerpo de ella alejándose, los delgados caminos de agua que le mojan el cuello, el rostro de ella volviéndose, los ojos de ella mirándolo.
—Sólo no te tardes demasiado en recordarme.
—Nunca me habías hablado tanto —dice él—. No me habías hablado así.
Ella no responde. Le sonríe con ligereza, se sienta, se incorpora, se va del cuarto. Lo deja solo allí. La luz que captura la cortina ocre es agresiva y las aspas siguen sin moverse. Falta mucho para que anochezca, casi demasiado.
Rememora completo el discurso de ella, sólo una vez. Comprende muy bien que debe olvidarlo lo antes posible; sabe que si lo tiene presente le estorbará, le causará esa incomodidad en el pecho, quizás incluso le impida partir, y él necesita irse. Por eso olvida las palabras, no piensa más en lo que ella dijo.
Se sienta en la cama, su desnudez le resulta ridícula junto al resto de las cosas. Antes de levantarse, escucha el sonido que produce el agua al caer sobre el mosaico. La imagina a ella en la regadera, se imagina a sí mismo acompañándola. Los evoca a ambos, los borra, vuelve a crearlos. Después imagina el agua cayendo. Parpadea.
Marcela Chávez Gutiérrez (Ciudad de México, 2001). Es egresada de la Licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas de la UNAM. Se ha desempeñado como reseñista de obras literarias y correctora de estilo, ha colaborado en distintos medios y revistas literarias digitales. Ha participado en diversos cursos y talleres literarios, entre ellos el Décimo quinto Curso de Creación Literaria, Xalapa 2023, de la FLM. Durante 2023 fue columnista en la revista Primera Página.