Oigo latidos. Latidos tan fuertes como una banda de tambores, fuertes gruñidos comienzan a acompañarlos. Parece que todos los animales salvajes se unieron en mutua agonía. El piso tiembla por debajo de mí, pero mis pies siguen avanzando con firmeza entre el laberinto. Siento los oídos sangrar, sin embargo, entre más duele más calmado me siento.
Levanto la cabeza. No hay nubes, no hay cielo. Por encima se levanta la nada infinita. Los muros a mi alrededor comienzan a susurrar, a gritar, a llorar. Tienen miedo. No deberían. Extiendo mis brazos, las rocas de los muros comienzan a acariciarlos. Abrácenme, no están solos.
Mi cuerpo se siente lleno, completamente en paz. Las paredes tiran de mí y a la vez me aplastan, cada vez más fuerte. Mis huesos se rompen, la sangre se desborda por la carne desgarrada.
Les pertenezco, ámenme.
J. Alan Soto (Ciudad de México, 1999). Estudiante de Literatura y Letras Hispánicas en la UNAM.