TERMINOLOGÍAS DE BANQUETA | POR ALEXIS APARICIO DÍAZ

Es una pena que las cosas sean así, pero ocultarlo me produce aún más sentido de culpa: las facultades de Letras están repletas de gente que no le interesa la literatura. Una explicación inicial puede esgrimirse a partir del hecho de que una buena cantidad de personas que ingresa a la educación superior lo hace sin conocer un ápice sobre su disciplina; por impulso, por no quedarse atrás, por deshacerse de la pesada mirada de los familiares que tarde o temprano habrán de preguntar: ¿y tú a qué te dedicas?

Gran parte ingresa con la idea de que se está ahí para ser escritor de novelas, cuentos y poemas (hecho que no tiene nada de malo, y que si se es lo bastante astuto claro que se pueden adquirir herramientas de escritura a través del análisis profundo de los textos). La decepción llega como chingadazo cuando se descubre que la licenciatura tiene como propósito formar (sonido de aguacero y relámpagos) CRÍTICOS LITERARIOS. No faltan quienes, firmes en su negativa a estudiar obras lejanas en el tiempo, a ratos inaccesibles y portadoras de ideas que se presienten obvias y hasta cursis —por haberse sublimado en los genes de la cultura—, desisten de inmediato y se embarcan en una expedición a… supongamos, Turquía… para encontrar su verdadero sentido de vida. Loable. 

Pero hay los aferrados, los herederos de Lutero que consideran a las malas decisiones como irreparables, por ser parte del destino que la divinidad nos tiene guardado en alguno de sus cajones. Ellos deciden permanecer, levantarse en armas y enfrentarse a la pesada terminología académica y a los gruesos tomos de comedias empolvadas y la discusión con las revistas especializadas. Hasta ahí las cosas siguen bien. Pero también existen quienes se quedan para ser una piedra en el zapato y exigir que el mundo se amolde a sus berrinches; lectores por obligación que una vez terminada la clase se desentienden de la literatura y construyen una barda de cincuenta mil metros —oh, Shi Huang— para todo aquel de cuya boca emerja un fonema sobre tal cuento o poema. Son, pues, los burócratas literarios, aquellos que generalmente exigen que se borre del mapa a los autores y obras que no se adaptan a las inclinaciones ideológicas en turno. «No me gusta ese poema de hace 1 500 años porque no tiene una visión decolonial con perspectiva de género antirracista sentipensante gluten free». Hoy por hoy, de ese color desafortunado están pintadas la mayor parte de las facultades de Letras.   

Mas a veces, cuando se levantan todas las piedras y se revisan todos los resquicios, es posible encontrar gente igual de pinche zafada idiota cretina que uno, personas genuinamente entusiasmadas por el arte verbal, dispuestas a charlar sobre literatura así llueva, queme o relampagueé. Yo he tenido la fortuna de encontrarlos. A ellos, y a mi abuelita (Virginia Díaz), va dedicado este ensayo.

De unas décadas para acá, y como consecuencia de una necesidad de sobreproducción solo equiparable a la de Little Ceasars, la Academia (ese ente siempre abstracto al que van dirigidos ataques desde todos los frentes y que de ninguna manera pueden ser mis profesores favoritos o yo mismo) ha mostrado una apertura sin precedentes hacia temas de estudio tradicionalmente desdeñados: la historia cotidiana, los íconos del pop, los estudios sobre la otredad y muchas producciones culturales subalternas. Esto ha propiciado que muchas personas ajenas al ámbito universitario, tras descubrir que se está reflexionando sobre aspectos de su vida cotidiana, se interesen cada vez más por libros y artículos académicos (¿a poco no está bien vergota que el Colegio de México haya publicado una Historia Mínima del futbol en América Latina?: estudios científicos al alcance de los Fifas).

Sé que las universidades pretenden establecer un diálogo internacional, y por consiguiente pagan a sus científicos por homogeneizar y arrebatarle toda el alma al estilo de escritura, ¿pero no sería interesante, al menos con fines divulgativos, que probáramos hablar de literatura con una terminología más relajada? Una vez leí en un grupo de Facebook a un argentino que se quejaba por lo aburrida que le parecía la narrativa de la Revolución Mexicana, a la cual, despectivamente, se refirió como “Literatura de huaraches”. Estoy consciente de que la utilización de ese tipo de expresiones puede levantar fervorosos pronunciamientos en hilos de Twitter sobre el clasismo y los estereotipos y la segregación rural y la sangre derramada en esos levantamientos y un larguísimo blablablá. Pero acá entre nos, de valedores, sin decirle a nadie, lo que pasa en el ensayo se queda en el ensayo, ¿no estaría con madre referirse así a una corriente literaria en una clase desenfadada o en una charla entre amigos?; y, aunque abandonar categorías como “discurso indirecto libre de narrador intradiegético” no nos ayude a justificar becas, ¿no permitiría eso una comunicación más cercana entre no especialistas?

En mi humildísima experiencia —que se limita a 24 revoluciones solares más o menos bien vividas— un modo harto efectivo para hablar de literatura con gente que no sabe nada de literatura, pero está dispuesta a aprender, consiste en hacerlo con un lenguaje similar al del interlocutor (y no necesariamente en el abordaje de obras literarias de temática “cotidiana” —lo que sea que quieran decir con eso— como abogan muchas propuestas de didáctica de la literatura). En esa operación léxica hay un potencial que, pienso, la educación popular no ha sabido explotar lo suficiente.

Algo así he podido ensayar, primero inconsciente y luego conscientemente, con mis amigos de la licenciatura, una caterva ponzoñosa de pelados dispuestos a intercambiar ideas literarias en cualquier estado anímico y de dopaje; bichos raros resueltos a ofender a toda persona que ose cuestionar el abordaje de temas de mal gusto a horas insanas; gente que ingresa a las 3 de la madrugada en colonias marginales, consigue, por 400 pesos, una dosis de literatura en polvo, la disuelve con agua en una cucharita, la calienta con un encendedor, la chupa con una jeringa comprada en Farmacias Similares y se la inyecta en la vena más perceptible y jugosa del brazo.

Aún se encuentra en proceso la elaboración de un diccionario de terminología literaria ñera, e incluso es posible decir que se halla propenso a pertenecer a ese género literario, propio de los alucines, de los planes apenas esbozados en el aire. O, quizá con más autenticidad, se trate únicamente de un discurso que transita y se propaga de manera oral: no olvidar que gente como Sócrates, Saussure y Jesucristo fueron maestros de la palabra hablada. 

Entre caminatas al metro, visitas a librerías y borracheras en espacios insalubres y con olor bien macizo a obo, hemos tenido conversaciones muy prolíficas de las que han surgido definiciones como las siguientes:

Lírica de ardido: Obra producto de un despecho, ruptura o rechazo amoroso en que el yo lírico no puede sino hablar mal de la persona por la que fue rechazada. El poema no puede permitirse dudar o ser comprensivo (en ese caso sería lírica de dolido), tiene que demostrar odio y complejo de superioridad. Los ejemplos van desde el “Dejad las hebras del oro ensortijado” de Francisco de Terrazas hasta “Ojalá” de Silvio Rodríguez. Se trata de un género tradicionalmente masculino, pero que en las últimas décadas ha experimentado un auge notable entre las poetas; piénsese en las canciones de Paquita la del barrio, Jenni Rivera, Shakira o Taylor Swift.

Novela de llorón: Dícese de una narración extensa, generalmente en primera persona, donde una voz expone un discurso sobre lo mucho que ha sufrido y lo triste que es el mundo. Gracias a la influencia del Existencialismo, éste fue un género con notable esplendor durante el siglo XX: Los siete locos de Roberto Arlt, La náusea de Jean-Paul Sartre, El libro vacío de Josefina Vicens. Quizás como producto de la aceleración del individualismo moderno, hoy nos encontramos presenciando el punto culmen de este tipo de narrativa en las incontables novelas de autoficción.

(NOTA: Se recomienda no trasladar esta clasificación al género poético, en la medida en que se trata del género de llorón por antonomasia. Hablar de lírica de llorón sería, en la mayoría de los casos, un pleonasmo).

Narrador verguero: Un tipo de narrador, generalmente omnisciente, que no respeta a su personaje principal ni a los lectores; puede insultarlos, colocarlos en las situaciones más terribles y modificar caprichosamente los hechos de la trama solo para divertirse. El ejemplo más emblemático se encuentra en el Quijote, quien, además de hacer un desmadre con la cuestión autoral, juega con las confusiones propias de la locura de Alonso Quijano. Otros ejemplos son las nivolas de Miguel de Unamuno.

Narrador metiche: Virginia Woolf patentó este recurso como nadie. Generalmente se vale del discurso indirecto libre, en el cual un narrador nos describe el estado exterior de un personaje para de inmediato, sin preguntar si es prudente, meterse en la mente del mismo y revelarnos sus traumas y complejos. «Miren al personaje, su papá lo abandonó y odia verse al espejo».

Remate de putazo al alma: Se trata del remate de un poema cuya emotividad no puede sino sacudir el pathos, como si de un chingadazo se tratara. Un ejemplo puede ser la “Elegía” de Miguel Hernández, que, tras una larga y dolorosa disertación sobre el asesinato de su amigo, concluye, en un gesto de ternura, con la renuencia a aceptar su total desaparición: “que tenemos que hablar de muchas cosas / compañero del alma, compañero”.

En fin, estas son algunas propuestas terminológicas para un diálogo que continúa en ciernes. Se prevé ampliar las entradas e invitar a todos los interesados a colaborar en la creación de una categorización más próxima al modo de hablar de los no iniciados. Hablemos, como compas que somos, de literatura.

Alexis Aparicio Díaz (Ciudad de México, 1999). Estudió la Licenciatura en Letras Hispánicas por la UAM Iztapalapa. Ha publicado textos en las revistas Marabunta, Reverberante, Katabasis, Irradiación, SarancháAlcantarilla, Página Salmón y Bastardilla. Escribe cuentos, ensayos y poemas feos. Su nombre es Nadie.