Ocupaba un momento para tomar un descanso, así que me senté en una banquita de la Alameda y me puse a pensar. Pensé en cosas tristes y recordé otros momentos donde me había sentido no tan triste, como los domingos de fútbol que pasaba con mi compadre y todos los demás, o cuando mi hija hablaba más seguido, pero después de un rato esas cosas también empezaron a apreciarse con angustia.
Luego, imaginé que dejaba mis asuntos para el otro día, solté la cabeza y pensé “ah, debería irme a dormir”, pero había cierto placer al estar en esa banquita: el día estaba tranquilo, había la misma cantidad de gente que ayer y los mismos niños que caminaban de regreso a su casa.
Quería hablar con alguien para que me escuchara y me pudiera decir lo que haría si estuviera en mi lugar. A mi lado había un señor que hablaba por teléfono, cuando se desocupó pregunté:
—Señor, ¿me permite contarle algo?
—No —dijo. —No quiero nada, gracias.
Intenté decirle que sólo quería charlar, pero me pasé de lento y el señor se me fue. Al rato llegó otro señor mucho más joven que el anterior, volví a hacer la misma pregunta y afortunadamente aceptó:
—Fíjese que hoy…
Me di cuenta que él no tenía el mínimo interés en mi historia, entonces, decidí detenerme y marcharme.
Cuando intenté irme, sentí que mi cuerpo se movía con menos ganas que de costumbre “claro, para mi cuerpo también debió ser un día cansado” pensé. Nos levantamos haciendo un gran esfuerzo, sentí cómo mi pierna se despegó del pantalón, luego el pantalón se despegó de la banca, y así me fui, poco a poco. Mis primeros pasos fueron lentos pues mis zapatos también se pegaban al piso, pero con la práctica, volví a caminar como de costumbre, y en efecto, me fui a dormir.
Al siguiente día me levanté tarde. Esperé durante un tiempo poder despertar un martes a cualquier hora, y ese día fue hoy. Lo último que hice antes de quedarme dormido fue llorar, más bien fue secarme las lágrimas. Desperté y mi mano estaba aún sobre mi ojo, estaba haciendo un poco de presión y deslizando el ancho de mis dedos para quitarme las sobras de lágrimas, creo que eso hacía cuando me quedé dormido, porque mi mano y mi ojo se quedaron pegados durante toda la noche. Cuando por fin pude separarlos, en mi mano quedaron algunas pestañas que ya no pude pegar de nuevo.
Desayuné y salí a caminar nuevamente. Imaginé que con empeño podría reponerme de la situación, caminé preguntando en tiendas, en negocios de comida, o en algún lugar que me pudieran dar algo para empezar a enderezar mi vida. En una tienda de ropa, donde se veía que el producto estrella eran las medias para las señoras viejas de la zona, un señor muy amable me preguntó:
—Ay, hijo, ¿pues qué te pasó? —pero cinco señoras llegaron juntas y querían probarse de todo, así que ya no tuvo tiempo para escucharme.
Ya entrada la tarde, decidí ir a comer a un lugar barato por el centro, era uno de esos lugares donde no hay mesas, sino una barra de metal compartida. Pensé que era mejor comer bien y luego seguir caminando que comer a medias y no tener energías para continuar. A mi lado se encontraba una joven:
—¿Señor, tiene tiempo para que le cuente algo? —. De haber sido quien preguntara primero, tal vez hubiera sido yo quien hablara, pero tocó escuchar.
—Sí, cuéntame.
Terminó su historia al mismo tiempo que terminó su plato, pagó, agradeció ser escuchada y se marchó. Yo seguía con mi comida (ya fría) cuando llegó alguien más al lugar donde estaba la chica. Hice mi pregunta pero recibí un seco:
—Lo siento, acabo de escuchar a alguien hace rato y quedé exhausto.
Al levantarme, casi no tuve dificultades para separarme del banco, pero mi pie derecho, que los últimos diez minutos había estado pegado al banco de al lado, fue difícil de despegar. Fue muy vergonzoso porque le tuve que pedir a la persona que se parara y que jalara el banco mientras yo jalaba mi pie hacia el otro lado. Pedí perdón por las molestias y me marché.
El gasto que hice en la comida dejó de valer la pena cuando anocheció y no conseguí ningún avance, nadie que me escuchara y nadie que me ofreciera un trabajo. Regresé a mi cuarto y dormí. Hacía bastante frío, pero me tapé sólo con una cobija delgada, así, en caso de que se me pegara, no sería tan difícil quitármela.
Desperté a los pocos minutos y la cobija se había pegado a mi cuerpo, e inmediatamente comprendí que no podría quitármela yo solo. Decidí pararme y caminar un rato, aproveché que la cobija seguía pegada a mí y salí envuelto en ella. Ya en la calle me senté un rato junto a la estación del metro, las puertas estaban cerradas pero había bastantes personas, así no me sentiría solo.
—¿Qué le pasa? —preguntó alguien. Pero antes de empezar a contarle mi historia preferí hacer otra cosa.
—Ayúdame, que la cobija no se quiere despegar. Tú jalas de un lado y yo del otro, cuando lo logremos me dices si aún tienes tiempo para contarte.
Josué Díaz Julián (Oaxaca 2000). Licenciado en Letras Hispánicas por la Universidad Autónoma Metropolitana, ha publicado algunos de sus cuentos en revistas digitales como “Hipérbole frontera” y “Cárdenal Revista Literaria”. Obtuvo Mención honorífica en el VII Premio Literario Internacional “Letras de Iberoamérica 2023”. Encuadernador y fundador del taller “La Encuadernateca” desde 2018.