ALLEGRA, DE PHILIPPE RAHMY

TRADUCCIÓN DE SALUA ARAMONI QUINTERO

Philippe Rahmy fue un poeta, ensayista y novelista suizo; nació en Ginebra en 1965 y falleció en 2017. En su obra, en particular en Allegra (Éditions La Table Ronde, Paris, 2016), hay una especie leitmotiv: la reflexión sobre la lengua y la figura del extranjero, acaso por ser él de varias nacionalidades: su padre fue un egipcio musulmán; su madre, una aristócrata alemana. Philippe Rahmy recibió un gran número de premios literarios a lo largo de su trayectoria, entre ellos, dos por Allegra: el Prix Rambert en 2016, el premio suizo más antiguo y el Prix suisse de littérature en 2017. 

Desde el inicio de la novela, se puede sentir la tensión que va in crescendo a pesar de los saltos temporales en el relato. Abel es el personaje principal y narrador, es un francés de padres argelinos que vive en Londres. Abel va perdiendo todo lo que tiene poco a poco: su trabajo, a su esposa y a su hija bebé, quien muere. Se encuentra solo entonces, vagando en una ciudad donde se respira la globalización, las manifestaciones, la migración de refugiados y el miedo a los atentados terroristas. En ese contexto desesperanzador, Abel acepta la propuesta de explotar una bomba durante los Juegos Olímpicos de Londres 2012. 

Allegra aborda problemáticas de nuestra época y duele con su actualidad y con su realismo. La novela habla de soledad, de dolor, de muerte, de maternidad y depresión, de demonios internos, de problemas sociales, de delirios, de racismo, de resentimiento, de terrorismo, de islamofobia, de violencia pero, sobre todo, de identidad. La novela nos muestra hasta qué punto de desesperación puede llegar la soledad de un hombre que lo ha perdido todo. De ahí surge la idea principal que atraviesa cada página y quizás la premisa de la  novela: el dolor que sufrimos no justifica el hecho de causar más sufrimiento. 

Al final, Abel no pierde la sensibilidad y la humanidad; hay esperanza a pesar de que el espejo de la sociedad nos regresa una imagen de violencia y muerte porque el espejo que nos devuelve el otro nos hace mejores seres humanos al reconocerlo y al reconocernos en él. 

El mejor homenaje para Philippe Rahmy es que siga siendo traducido y leído.

CAPÍTULO 6

Cuando uno vive cerca de un zoológico, cambia su manera de ver las cosas. A fuerza de escuchar animales salvajes, uno se vuelve menos civilizado. Un día, se deja ir de verdad. Saca las garras. Es lo que me pasó. Me enfurecí. No lo hubiera hecho. Lizzie no me dirigía la palabra desde hace semanas. Por más regalos que le daba, me mandaba al diablo. La situación empeoraba aún más cuando quería pasear a Allegra. Preparaba la carriola. Lizzie me arrebataba el cobertor y el biberón de las manos antes de encerrarse en nuestra recámara. Sal de ahí. Escúchame. Cometí un error. Lo admito. ¿Pero quién no comete errores? Hasta los criminales tienen derecho a una segunda oportunidad; entonces, ¿por qué yo no?

Frente a la puerta obstinadamente cerrada, continuaba hablando solo. Lizzie, estoy cansado de correr trás de ti, de llevar mi vida como si fuera un platón de copas de cristal. ¡Debemos darle vuelta a la página! ¿Cómo te puedo meter eso en la cabeza? Y después, renunciaba. Me sometía a la ley del silencio que reinaba a partir de ese momento en nuestra casa. Me colocaba cerca de la ventana para leer el periódico. Afuera, la indiferente naturaleza cantaba su canción, las fieras y todo lo que ruge, barrita, ríe, pía, ladra, no sólo los leones, también los elefantes, los changos, las hienas, los pájaros y los perros del barrio.

La tarde transcurría. El teléfono sonaba. Yo lo dejaba sonar. ¿Para qué contestarle a Firouz? Sabía lo que iba a decirme. Lo llamaré mañana, o pasado mañana, o cuando tenga la fuerza.

Lizzie y yo rumiábamos así, cada quien por su lado. Finalmente, abría la puerta de la recámara. Colocaba una mano en mi hombro al pasar. Ponía música. Yo prendía la televisión, luego se iba conmigo a ver las noticias. Pasábamos la noche frente al espectáculo de la guerra. Alrededor de las 11 de la noche, el ruido de un camión de volteo llenaba nuestra calle. Cuando los vasos de la cómoda se ponían a temblar, le pedía a Lizzie que fuera a ver si la pequeña no se había despertado. Me lanzaba su mirada hostil. Otra vez me sentía obligado a justificarme y la mecánica infernal se volvía a poner en marcha. De nuevo quería atraer a Lizzie al interior de un círculo del que no dejaba de huir.

Lo que debía pasar, pasó. No sé lo que desencadenó esta última discusión en la lavandería. Dejé a Lizzie llorando, arrodillada en medio de la ropa, con los ojos rojos, el rostro morado, el cuerpo sacudido de sollozos. Nuestra vecina, la anciana Ruby, fue testigo de la escena. Cuando levanté la mano, se puso a gritar. Escucho todavía sus amenazas y el llanto de Lizzie. Alrededor, como un tribunal de hierro, las lavadoras procesaban tinieblas musgosas. 

Ante tanta incomprensión me retiré. Azoté la puerta de la lavandería. Los sollozos de Lizzie resonaron durante mucho tiempo en la escalera. Salí a fumar al umbral. Sentí el olor acre del zoológico en la garganta. Los murciélagos llevaban a cabo su ballet habitual. ¿Cómo llegamos hasta aquí?

Desde que nació Allegra, Lizzie me trata como extranjero. Al principio, me respondía todavía, pero de manera elusiva, porque estaba cansada. Yo estaba igual de cansado que ella. Nos comenzamos a ver como si hubiéramos pasado una larga vida juntos. Lizzie se volvía hostil. Me acusaba de haber cambiado. Decía que me amaba todavía, pero con un amor diferente. Luego, de la noche a la mañana, el hilo se rompió. 

Lizzie me reprochaba algo grave, sin decirme de qué se trataba. Por supuesto, estaba enojada por nuestras discusiones. Pero nunca llegaba al hecho. Multiplicaba los sobrentendidos. Decía que no podía culpar más que a ella misma. Su hermano le había advertido: «¡no te juntes con un árabe!». En esa época, eso nos hizo reír. Cuando tomó eso en serio, entré en su juego. No te equivocas, Lizzie, somos unos bárbaros terribles. Por más que hablaba con ironías, estaba perturbado, no sólo por esas palabras, sino también por la facilidad con la que me conformaba. 

Abría el periódico en la página de nota roja. Por todos lados, extranjeros cometían crímenes: barbones, con la piel oscura, fotografiados después de haber sido detenidos por la policía. Parecían retardados sanguinarios con esos clichés antropométricos. «Ahí tienes, ¿por qué negar la evidencia?». Una mecánica perversa se instauró entre nosotros. Día tras día, nos hundíamos en la miseria. 

Nuestras discusiones se seguían unas a otras, más numerosas y más largas.  Caminaba a tientas en una cavidad negra; afrontaba mis orígenes con tristeza, sobre todo con más angustia, porque me eran echados en cara por la persona que me conocía mejor y a la que más amaba en el mundo.

Daría todo para vivir una vida plena y entera. Ni la cultura francesa ni la cultura árabe son las mías. No puedo definir mi relación con el mundo más que en términos de ilegitimidad. Sin embargo, fui un niño entre otros, como otros: españoles, italianos, polacos, portugueses, hijos de inmigrantes. 

No era un inmigrante, al menos no en el sentido en el que comúnmente se entiende. Había nacido en Francia y Argelia no formaba parte de nuestra vida cotidiana. A diferencia de otros chicos del barrio, yo no regresaba al país durante las vacaciones. No recibía regalos por correo en mi cumpleaños. Flotaba sin atadura sobre el piso. Ese estado de ingravidez alimentó mi necesidad de pertenencia. El mundo era tan vasto y la historia de mi familia tan borrosa que en la carnicería era donde me sentía en mi lugar. 

Me deslizaba después del cierre. Prendía las luces de neón. Una luz de neón, después otra, después otra, parpadeaban crepitando. Una cabeza de ternero, después otra, después otra, salían de su luz refrigerada. Decenas de cuerpos esperaban en sus ganchos. No parecían para nada animales muertos. Al contrario. Con esa luz directa, esas carnes al rojo vivo, despojadas de sus sombras, me impactaban con su belleza. 

Nuestro apellido, Iflissen, no llama la atención. Creen que es escandinavo. Mis padres se pusieron de acuerdo sobre mi nombre, Abel, un personaje del Génesis y del Corán. Ese nombre abarcaba mucho. Estaba preparado para enfrentarme a Francia.

[Fragmento]

PERFIL IRRADIACIÓN

Salua Aramoni Quintero (Ciudad de México, 1987). Su formación ha estado siempre en contacto con las lenguas, el francés, la literatura y la educación. Estudió la Licenciatura en Lengua y Literaturas Modernas Francesas en la UNAM con especialidad en traducción literaria. Posteriormente, estudió la maestría en Estudios Medievales en la Sorbona, en París, donde vivió algunos años. Ha trabajado para algunas editoriales (Larousse, Hachette, Didier, Editorial Patria). Actualmente, es editora en Pearson México. Sus intereses en la vida son la literatura, las lenguas, la poesía, la encuadernación artesanal y la educación.