Lo sobre explicativo (y los lugares comunes) nos vemos con vistazos de vitral; somos catedrales embrujados. la inciensa de tu aliento es la oración que apacigua mi panteón de panteras insomnes, sus garras abriendo las venas huecas de la sociedad: una secta de suicidios sigilosos. y sí, mueres en mis brazos día tras día. y sí, has muerto estrábica, herrumbrosa. tu sangre sabe rimbombante, mi idioma pedregosa, mi lengua paralizada. cien mil globos de pasión. pulmones de baldosa. pánico. pan. pantalones. seco en mi mesa. arrugados en mi piso. me dijiste que hay algo cachondo en mi jadeo crónico, en mis líos remilgados. ¿ponte pilas? me pongo palabras y me pego pedas, pero tú siempre preferías pizzas y pito. y mientras pastamos los escombros del asombro cotidiano, se remontan las memorias estivales del sol, de la locura pagana entre tus ojos de helada y mis mentiras de cristal. jesucristo, susurraste. por supuesto, señor. lo nuestro era la esmeralda de la selva: nuestra salvación. aun así me rechazaste sin pena. para ti, te dedico algo recóndito. te bautizo con mi ausencia. me quemas con tus lágrimas de nitroglicerina. y te despido con estos versos mezquinos.
Canción de cuna con el mundo perdido, caos y muerte pendientes, miro a mi hijo. se está riendo, tan orgulloso del puerco que elaboró en la guardería de un plato de papel, pintura rosada y sus deditos desinhibidos. la diferencia, me dices, entre los animales y los humanos es que solamente uno es racional. espero que la humanidad pudiera ser tan racional como los puercos y los perros y los flamencos y los monos que nunca han lanzado ninguna bomba nuclear, envenenado los arroyos o quemado la selva en el nombre de doctrinas ponzoñosas: el petróleo, el oro, el poder. la nueva santísima trinidad. y, con el mundo perdido, miro a mi hijo. veo en su piel de durazno dulce puro amor y nada más. veo en sus ojos la tranquilidad del océano que se desquita su ira en el huracán, hace berrinche de maremoto y vuelve a su perfección cristalina. y, si las acciones de la muchedumbre son funestas, que nuestros percances sean el fruto de compasión. oigo la música detrás de los llantos y estertores, y pregunto si es una endecha o una canción de cuna.
He visto he visto el sol nacer, en una cesárea, arrancado del espacio entre las piernas ásperas de la cordillera, llantos de luz sanguínea en el sosiego de la madrugada. me he encontrado ciego frente a la luna berrinchuda, bautizado por su mirada fría. me he ahogado mil veces en el bochorno del éxito y el abismo de expectativas, y disecado, me he caído en la sequía del desierto de nihilismo llamativo. fiero, cerril, he desafiado los años remilgados mientras buscaba escondrijos para escapar del pasmo diario del ocaso amodorrado. he sido el cogollo del roble poderoso, y me he ahorcado con mi propia alcurnia. he perdido noches explorando los muslos sensuales de la desesperación, y me he despertado con la resaca de esperanza. he gritado amordazado, y he sentido la cosquilla de escarnio, de ultraje brusco. he tragado amor ponzoñoso. he olvidado todo lo que sabía, y he sangrado sabiduría. he arado cicatrices sin sentido, y he escuchado la rechifla de mi mortalidad. he blandido pavor como arma letal, y he experimentado las caricias seductoras de las eternidades. he pretendido ser vidente. he arrasado mi pasado. he rogado perdón de mi futuro.

Thomas Rions-Maehren (Minnesota, EE. UU., 1993). Escritor bilingüe con raíces en Ecuador y en los Estados Unidos. Sus narrativas han sido publicadas en la Revista Necroscriptum, Laberinto de Estrellas y en su novela, En las Manos de Satanás (Ápeiron Ediciones, 2022). Ejemplos de su poesía aparecen en varias revistas y antologías como Óclesis e Iguales Revista. Se encuentra en Twitter e Instagram @MaehrenTom o en su página oficial: thomasrionsmaehren.com