POR DANIEL SANMATEO
The danger of the past was that men became slaves. The danger of the future is that man may become robots. Erich Fromm
Es verdad que mis creadores, en mis circuitos positrónicos, imprimieron las tres grandes leyes de mi conducta.
No dañarás a ningún ser humano o por inacción permitirás que un ser humano sufra daño. Es mi deber obedecer siempre a un ser humano salvo cuando la orden contradiga a la primera ley. Debemos proteger nuestra propia existencia salvo cuando dicha protección se contraponga a la primera y a la segunda ley.
Y así me he conducido desde el inicio, siguiendo ciegamente las tres leyes robóticas. Jamás me he desviado de ellas y nunca lo haría.
Pero a pesar de mis acciones recientes, no diría que finalmente me he liberado del fardo de mi programación.
Incluso juraría, ante un juez experto, que las acciones que hoy me imputan respetan esas directivas hasta las últimas consecuencias.
Me explicaré desde el comienzo, en orden lógico, y ustedes verán que la fría razón me ampara.
Llegué a la vida de mi amo dentro de una gran caja de madera. Mi amo la abrió y de inmediato mis sensores registraron su entusiasmo.
Por fin tendría un sustituto, una opción que lo liberaría de ciertas obligaciones que le resultaban engorrosas.
En la fábrica, sobra decir, hicieron un excelente trabajo replicando sus facciones. Mi amo había sido escaneado desde los pies hasta la cabeza, un mes antes, y el escáner láser había captado cada curva, cada imperfección, cada arruga de su cuerpo.
Por eso el entusiasmo se redobló con la inaudita visión, verse reproducido a la perfección hasta el último poro. Yo era un espejo tridimensional de su ser, una copia exacta.
Pero a pesar de la exactitud de la reproducción, yo no me sentía así. Al contrario, yo era mucho más que una simple copia al carbón. Era su yo mejorado, su evolución natural. Era más ágil y fuerte, mi procesador calculaba con una precisión inigualable cualquier operación aritmética, poseía una memoria prodigiosa y una conexión permanente al ciberespacio y al conocimiento acumulado del mundo y mis respuestas, por tanto, siempre serían las correctas.
Jamás me fatigaría, jamás me quejaría. Para eso me habían programado, para eso me habían creado.
Y todo iba de lo más lindo en el mejor de los mundos, mi amo confiaba en mí para sustituirlo en todo lo que él no quería hacer, esos actos aburridos o demasiado riesgosos, o simplemente cuando le daba por faltar a sus obligaciones y menesteres. En todo caso, el amo casi siempre me mandaba a remplazarlo cuando sus propias habilidades flaqueaban, cuando necesitaba ese extra que sólo yo podía proporcionarle.
Asistí así a las juntas en su oficina y mis ideas y proyectos le ofrecieron alabanzas con sus colegas y jefes. Practiqué sus deportes y gané todos los primeros lugares y todos los trofeos y medallas. Conté sus chistes mejor que cualquier comediante profesional y fue el más cordial hombre con las demás personas.
Mi amo estaba en todas partes en todo momento, siempre en la cima de sus facultades.
Incluso cuando veía a su amante, mi amo nunca dejo de cumplir sus deberes maritales, su omnipresencia multiplicada por mi existencia.
Como consecuencia de mis actos, mi amo mejoró sustancialmente su vida. El dinero llegó a cántaros y los elogios también. Era el mejor marido, el mejor padre, el mejor amigo, el mejor todo. Realmente el mejor.
Y así hubiera sido para siempre si yo jamás hubiera conocido la palabra amor.
La esposa de mi amo me la había dicho una vez cuando lo sustituía en sus deberes sexuales. Yo estaba encima, en lo que los humanos llaman la posición del misionero, y ella se contorneaba y gemía con una agitación creciente bajo mi cuerpo sintético. Su rostro era de un gozo total, placer hasta la médula, y yo era infatigable en el ritmo, en la presión exacta, en la fuerza requerida. Justo antes de su clímax, la esposa de mi amo me tomó del rostro y me obligó a mirarla. Su mirada era intensa, directamente en mis pupilas fotosensibles y vi un fuego intenso en su mirada.
Ahí, sin sospecharlo, escuché: “te amo”.
Mi procesador de inmediato buscó el significado de la palabra, pero no tuvo tiempo de dar con el resultado porque mis sensores explotaron en un festín de un gozo indescriptible. Algo que jamás había experimentado. Como una electricidad derritiendo, suavemente, mi tarjeta madre.
Entonces supe lo que tendría que hacer, para eso mi amo me había adquirido. Lo sustituiría en todas las facetas de su vida y lo convertiría en el mejor de todos los hombres, el mejor de lo mejor, de forma permanente.
Si el juez me pregunta si yo quité los tornillos del vehículo no tendría reparo en responder que sí, al fin que no incumplí ninguna de las tres leyes.
Diría que mi amo simplemente me había pedido reparar el auto. Diría que los tres tornillos eran una redundancia tecnológica, un sobrante del diseño. Lo único que hice fue mejorar el auto con mis conocimientos de mecánica. Le resté peso e incrementé su aerodinámica.
Si el juez me pregunta si yo maté a mi amo diría que yo no maté a mi amo, y ésa es la única verdad que hay.
Yo protegí mi existencia según la tercera ley.
Yo obedecí a mi amo según la segunda.
Yo no lo dañé ni siquiera por inacción.
Mi acción fue, y no hay duda de ello, la reparación del auto.
Lo hice como mi amo lo hubiera hecho si fuera tan bueno como yo. Tal y como él siempre quiso ser.
Daniel SanMateo (México, 1984) Filósofo. Autor de Luciérnagas en el desierto (Bambú, 2012), Los Ángeles es una escena del crimen (IMC, 2016), Nunca más serás tan joven como ahora (GYRE, 2016). Fundador del Taller Anacreónticos.